Comentario
Las alegrías y sacrificios que hacían los mexicanos por una victoria
Dilataba Cortés el poner su real en la plaza, aunque cada día entraba o mandaba entrar a la ciudad a pelear con los vecinos, por las razones poco antes dichas, y por ver si Cuahutimoccín se entregaría, y aun también porque no podía ser la entrada sin mucho peligro y daño, por cuanto los enemigos estaban ya muy juntos y muy fuertes. Todos los españoles, juntamente con el tesorero del Rey, viendo su determinación y el daño pasado, le rogaron y requirieron que se metiese en la plaza. Él les dijo que hablaban como valientes, pero que convenía antes mirarlo muy bien, pues los enemigos estaban fuertes y decididos a morir defendiéndose. Tanto replicaron, que al cabo otorgó lo que pedían, y anunció la entrada para el día siguiente. Escribió con dos criados suyos a Gonzalo de Sandoval y a Pedro de Albarado la instrucción de lo que debían hacer; la cual era, en suma, que Sandoval hiciese alzar todo el fardaje de su guarnición, como que levantaba el real, y que pusiese diez de a caballo en la calzada, tras unas casas, para que si de la ciudad saliesen creyendo que huían, los almacenasen, y él que se viniese a donde Pedro de Albarado estaba, con diez de a caballo y cien peones; y con los bergantines; y dejando allí la gente tomase los otros tres bergantines y se fuese a ganar el paso donde fueron desbaratados los de Albarado; y si lo ganaba, que lo cegase muy bien antes de ir más adelante; y que si fuese, no se alejase ni ganara paso que no lo dejase ciego y bien preparado; y Albarado, que entrase cuanto pudiese en la ciudad, y que le enviasen ochenta españoles. Ordenó asimismo que los otros siete bergantines guiasen las tres mil barcas, como la otra vez, por entrambas lagunas. Repartió la gente de su real en tres compañías, porque para ir a la plaza había tres calles. Por una de ellas entraron el tesorero y contador con setenta españoles, veinte mil indios, ocho caballos, doce zapadores y muchos gastadores para cegar los caños de agua, allanar los puentes y derribar las casas. Por la otra calle envió a Jorge de Albarado y Andrés de Tapia con ochenta españoles y más de, diez mil indios. Quedaron en la desembocadura de esta calle dos tiros y ocho de a caballo. Cortés fue por la otra con gran número de amigos y con cien españoles de a pie, de los cuales veinticinco eran ballesteros y escopeteros. Mandó a ocho de a caballo que llevaba quedarse, y que no fuesen tras él sin que se lo enviara a decir. De esta manera entraron todos a un tiempo, y cada cuadrilla por su lado, e hicieron maravillas, derrocando hombres y trincheras y ganando puentes. Llegaron cerca del Tianquiztli; cargaron tantos indios de nuestros amigos, que entraron por las casas a escala vista y las robaron; y según iba la cosa, parecía que todo se ganaba aquel día. Cortés les decía que no pasasen más adelante, que bastaba lo hecho, no recibiesen algún revés, y que mirasen si dejaban bien cegados los puentes ganados, en donde estaba todo el peligro o victoria. Los que iban con el tesorero siguiendo victoria y alcance dejaron una quebrada falsamente ciega, que tendría doce pasos de anchura y dos estados de hondura. Fue allí Cortés, cuando se lo dijeron, a remediar aquel mal recado; mas tan pronto como llegó vio venir huyendo a los suyos y arrojarse al agua por miedo de los muchos y consecutivos enemigos que venían detrás, los cuales se echaban tras ellos para matarlos. Venían también barcas por el agua, que cogían vivos a muchos de nuestros amigos y hasta españoles. No daba abasto entonces Cortés y otros quince que allí estaban a dar las manos a los caídos; unos salían heridos, otros medio ahogados, y muchos sin armas. Cargó tanta gente enemiga, que los cercó. Cortés y sus quince compañeros, entretenidos en socorrer a los del agua, y ocupados con los socorridos, no se dieron cuenta del peligro en que estaban; y así, echaron mano de él algunos mexicanos, y se lo hubiesen llevado si no hubiese sido por Francisco de Olea, criado suyo, que cortó las manos al que le tenía asido, de una cuchillada; al cual mataron después allí los contrarios; y así, murió por dar la vida a su amo. Llegó en esto Antonio de Quiñones, capitán de la guardia; cogió del brazo a Cortés, y le sacó por fuerza de entre los enemigos, con quienes duramente peleaba. Ya entonces, al rumor de que Cortés estaba preso, acudían los españoles a la brega, y uno de a caballo hizo algún tanto de lugar; mas pronto le dieron una lanzada por la garganta, que le hicieron dar la vuelta. Estancó un poco la pelea, y Cortés cabalgó en un caballo que le trajeron; y como no se podía pelear allí bien a caballo, recogió a los españoles, dejó aquel mal paso, y se salió a la calle de Tlacopan, que es ancha y buena. Murió allí Guzmán, camarero de Cortés, por querer darle un caballo, cuya muerte dio mucha tristeza a todos, pues era honrado y valiente. Anduvo tan revuelta la cosa, que cayeron al agua dos yeguas; la una se salvó, y la otra la mataron los indios, como hicieron al caballo de Guzmán. Estando combatiendo una trinchera el tesorero y sus compañeros, les echaron de una casa tres cabezas de españoles, diciendo que otro tanto harían de ellos si no alzaban el cerco. Viendo esto y dándose cuenta del estrago que digo, se retrajeron poco a poco. Los sacerdotes se subieron a unas torres de Tlatelulco, encendieron braseros, pusieron sahumerios de copalli en señal de victoria. Desnudaron a los españoles cautivos, que serían unos cuarenta, los abrieron por el pecho, les sacaron los corazones para ofrecérselos a sus ídolos, y rociaron el aire con la sangre. Hubiesen querido los nuestros ir allá y vengar aquella crueldad, ya que no la podían impedir; mas bien tuvieron qué hacer en ponerse en cobro, según la carga y prisa que les dieron los enemigos, no temiendo a caballos ni a espadas. Fueron ese día cuarenta españoles presos y sacrificados. Quedó herido Cortés en una pierna, más otros treinta. Se perdió un tiro y tres o cuatro caballos. Murieron cerca de dos mil indios amigos nuestros. Muchas de nuestras canoas se perdieron, y los bergantines estuvieron para ello. El capitán y el maestre de uno de ellos salieron heridos, y el capitán murió de la herida al cabo de ocho días. También murieron peleando este mismo día cuatro españoles del real de Albarado. Fue aciago el día, y la noche triste y llorosa para nuestros españoles y amigos. Regocijáronse aquella tarde y noche los de México con grandes fuegos, con muchas bocinas y atabales, con bailes, banquetes y borracheras. Abrieron las calles y puentes como antes las tenían. Pusieron vigilantes en las torres, y centinelas cerca de los reales; y luego, por la mañana, envió el rey dos cabezas de cristianos y otras dos de caballos por toda la comarca, en señal de la victoria tenida, rogándoles que dejasen la amistad de los españoles, y prometiendo que pronto acabaría con los que quedaban y libraría a toda la tierra de guerra; lo cual fue causa de que algunas provincias tomasen animo y armas contra los amigos y aliados de Cortés, como hicieron Malinalco y Cuixco contra Coahunauac. Sonó luego esto por muchas partes, y temían los nuestros rebelión en los pueblos amigos y motín en el ejército; mas quiso Dios que no lo hubiese. Cortés salió con su gente otro día a pelear, por no mostrar flaqueza, y se volvió desde el primer puente.