Comentario
Capítulo XXXIV
De cómo los de la isla pensaron todavía en dar muerte a los españoles; el Tumbala fue preso y cómo pelearon los isleños con los nuestros
Estuvieron en la Puná los cristianos españoles el tiempo dicho; fueron servidos de los indios bien, los cuales los desamaban grandemente, porque veían y conocían que pretendían hacerse señores de ellos y parecíales que no eran de la suerte de los incas, a quien ellos servían; y también habían venido de Túmbez muchos de sus enemigos, y a su pesar estaban en su isla con el favor que tenían de los españoles. Hacían grandes sacrificios a sus dioses; y aun los que para ello eran diputados, hablaban con el demonio, para tomar su consejo. No sabían por dónde ni cómo buscasen manera para dar la muerte a los que tan mal querían. Hernando Pizarro no era llegado a se juntar con su hermano. Es fama que Tumbala, señor principal, con otros de sus aliados y confederados, después de muy altercado y platicado, determinaron de con engaño matar a los cristianos, haciéndoles entender que querían hacer una caza real, que ellos llaman "chaco" (y a la verdad es de ver), y que mirando ellos, como cosa nueva, los animales que morían y prendían; con armas secretas darían en ellos y los matarían. Animáronse para este hecho todos ellos, y así dicen que algunos de ellos rogaron a Hernando Pizarro que viese la caza, hecha otra a ella semejante; y que respondió que lo haría por les hacer placer. Mas siendo avisado de un indio, a quien Tumbala había rogado fuese a se hallar con los cristianos en el chaco (que hacer querían, por les dar placer y contentamiento) respondió que era contento. Antiguamente en esta tierra ningún indio descubría el secreto por su señor encargado; perdieron tal costumbre, con otras buenas; entrando los españoles en su tierra; y así, habiendo Tumbala y los demás ordenado lo que se ha escrito, no faltó de ellos mismos quien descubrió el secreto y lo dijo a Felipillo, que luego lo contó a Pizarro, de que se espantó de cómo los indios le buscaban la muerte sin les hacer él daño. No quiso dejar de ir, ni dio entero crédito a las palabras del intérprete, pero mandó a los españoles, así los que iban a pie como en caballo, que fuesen apercibidos para guerra y no para ver caza. Ellos lo hicieron bien de gana. En el lugar señalado se juntó mucha gente adonde, como vieron el recato de los nuestros y su silencio, sospecharon lo que podría ser, y así, con dolor de sus ánimos entendieron en la caza a su costumbre. Fue de ver, porque es extraña: tomáronse infinidad de venados grandes con otros animales, lo cual se repartió por los cristianos.
Dijéronme que hubieron tales palabras Alonso de Riquelme, tesorero, y Hernando Pizarro, que Riquelme, muy sentido, se embarcó en un navío, publicando que volvía a España a dar cuenta al rey de cosas que convenían; súpolo don Francisco Pizarro y aun recibió pena de ello; mandó a Juan Alonso de Badajoz que le apercibiese algunos españoles, con los cuales volvió hasta la punta de Santa Elena, donde lo alcanzó y volvió consigo y reconcilió con su hermano. Pues, como los indios, que habían tomado el designio de la muerte procurar a los españoles, y eran en la liga, no asosegaban cuando estaban en fiestas con los vasos de su vino en las manos, decían que para qué buscaban coyuntura para les matar, que, era muy gran vergüenza, que saliesen todos juntos públicamente a lo hacer, pues eran tan pocos, que puestos en ello les sería más fácil de lo que pensaban. Para este hecho fueron avisados muchos de la tierra firme, creyendo todos que era remedio común y provecho general matar aquellos advenedizos que, por no trabajar, querían andar a robar como andaban; y aunque andaba este trato doble no se descuidaban en les servir, antes lo hacían con más diligencia que antes. Sin esto, entendí que estando Pizarro haciendo partes de cierto oro que le habían dado de presentes por los pueblos que pasó desde Cuaque hasta allí, y hablando con Jerónimo de Aliaga y Blas de Atienza, llegó uno de los intérpretes que le descubrió todo lo que pasaba. Entendido por él y avisado cómo Tumbala con otros principales estaban en juntas tratando de ello, mandó que todos estuviesen apercibidos para lo que viniese, y que fuesen los que bastasen y le trajesen preso a Tumbala con los otros caciques que hallasen con él; y sin que se pudiesen ausentar, tomaron los que hallaron que pasaban de diez y seis, todos principales, y Tumbala entre ellos. Fueron llevados al alojamiento de Pizarro, estando allí los intérpretes, les habló con enojo que por qué eran tan cautelosos, pues por tantas vías habían procurado lo matar a él y a los suyos, sin les haber tomado sus haciendas ni mujeres ni otra cosa que lo que les daban de su voluntad para comer, lo cual había disimulado las veces pasadas, habiendo sido de todo avisado, porque deseó salir de su isla en gracia de ellos y dejarlos por sus amigos y confederados; mas que lo habían mirado mal, y dado ocasión que al descubierto como a traidores enemigos les hiciesen la guerra y que el castigo comenzaría por ellos, como movedores principales de ella. Y como esto dijo y otras cosas, mandó que Tumbala fuese mirado con cuidado, porque por ser el principal no quería que muriese, y los demás se entregaron en manos de los de Túmbez, sus enemigos, los cuales los mataron con gran crueldad; sin haber cometido otro delito que querer defender su tierra de quien se la quería usurpar, en lo cual creían que no pecaban. Estaban juntos los de la liga para dar en los españoles, de donde salieron por mandado de sus mayores más de quinientos indios lo más con varas recias de palma aguda. Y desde que vieron la muerte que habían dado a los principales; y cómo Tumbala estaba preso, de que recibieron gran turbación; llamaban en su lengua a sus dioses que los favoreciesen contra los cristianos, a los cuales maldecían muchas veces porque así habían entrado en sus tierras y procuraban su destrucción. En esto el gobernador con los suyos estaban con recelo de guerra, aunque creyó que por estar Tumbala en su poder, no osarían los suyos venir a dársela. Mas como los indios fueron vistos, salieron los españoles a ellos armados en sus caballos con sus lanzas en las manos; que no quisieron revolver a la junta, tan sentidos estaban de los españoles, y comenzaron arrojar tiros echados con fuerza, porque algunos la tienen en los brazos. Los caballos andaban ya entre ellos, lo mismo los rodeleros; mataron muchos de los indios, y más fueron heridos de lanza y espada. No pudieron sostenerse contra la virtud que los nuestros tienen en el pelear, y así, los que quedaron, dando aullidos temerosos, volvieron las espaldas con gran temor, dejando herido el caballo de Hernando Pizarro de tal manera, que murió luego, porque él se había entrado entre ellos. Mandó Pizarro que lo echasen en un silo hondable que allí estaba y lo cerrasen, porque los indios de Túmbez no creyesen que eran poderosos de matar caballos. Como anduviesen en esta desconformidad los de la Puná con los cristianos, los de Túmbez robaban a discreción, y más era lo que destruían y arruinaban, por el odio y enemistad antigua; y aun por los tener más gratos Pizarro, les mandó entregar más de cuatrocientas personas, de los naturales, que los de la Puná tenían cautivos y en secreto. Tan mal querían los de Túmbez a los cristianos como los de la Puná, creyendo que habían de ver por sus casas lo que veían sus vecinos por las suyas.