Época:
Inicio: Año 1 A. C.
Fin: Año 1 D.C.

Antecedente:
LA CONQUISTA DE TENOCTILAN



Comentario

Lo humano


Durán, hijo de su siglo, atribuyó las alucinaciones de los sitiados a la tarea de los brujos mexica; pero evidentemente no existe ninguna relación causa efecto entre ambos hechos. Salvo que algún parapsicólogo se empeñe en demostrar lo contrario, las patonas, los muertos saltarines, los espeluznantes gemidos y demás prodigios fueron, simple y llanamente, un síntoma de lo que un psiquiatra diagnosticaría como neurosis de guerra, un tipo especial de psicastenia que afecta a los combatientes.

Para que nadie se lleve a engaño, añadiré que se trata de una enfermedad similar al stress, que surge cuando la psiquis es incapaz de resistir la dureza del ambiente, y se caracteriza por continuos estados de ansiedad y ataques de pánico. Dicho en román paladino, los adalides de la cruz o, si se prefiere, los sanguinarios bandidos de blanca faz tenían miedo, tanto miedo que algunos perdieron momentáneamente la razón. Lo cual nos lleva a un punto que la crítica moderna ha ignorado por sistema: el lado humano del conquistador.

Salvo contadas y honrosas excepciones, los historiadores han deshumanizado al español de Indias, transformándole en un ángel (o demonio) insensible a los pequeños y mezquinos problemas del hombre común. Su actitud, según los exégetas, siempre será blanca o negra, jamás gris. Leyéndoles, da la impresión que estos superhéroes o supervillanos --permítaseme emplear la terminología de los comics infantiles-- nunca enfermaban, sentían celos o comían; sin embargo, sí que enfermaban, sentían celos y comían. No eran dioses inmortales --como creyeron los mexicanos en un principio--, sino simples humanos de carne y hueso, que de vez en cuando necesitaban una purga:



Con que luego que allí llegamos [al territorio tlaxcaltecatl], en este tiempo dieron al marqués ciertas calenturas, y acordó de se purgar, y llevaba cierta masa de píldoras que en la isla de Cuba había hecho; y, como no obiese quien las supiese desatar para las ablandar y hacer las píldoras, partió ciertos pedazos y tragóselos así duros; y otro día, comenzando a purgar, vimos venir mucho número de gente, y él cabalgó y salió a ellos y peleó todo ese día, y a la noche le preguntamos cómo le había ido con la purga, y díjonos que se le había olvidado de que estaba purgado, y purgó otro día como si entonces tomara la purga28.



Este asunto del purgante pone de manifiesto la imprescindible necesidad de abandonar esa visión maniqueísta, teologizante y simplona del proceso histórico que enfrenta al Bien con el Mal. El Demonio no se purga, aunque se llame Hernán y sea cruel y despiadado29.

Para hominizar, valga la palabra, a los conquistadores de México basta con leer sin espejuelos ideológicos los relatos de los soldados cronistas. En sus páginas se encuentran las más variadas cualidades y miserias de los seres humanos, toda una compleja colección de sentimientos, pasiones, filias y fobias, que hubiera encantado al genio de Stratford. Ahora bien, esta especie de strip tease anímico no puede diseccionarse so pena de incurrir en una arquetipificación caricaturizante propia del drama teatral. Yago, Macbeth, Shylock y Falstaff comparten con Ariel, Hamlet y Romeo el espíritu de la hueste. Un espíritu de lo más vulgar, como pone de manifiesto el párrafo que sigue, fruto de la inigualable pluma de Bernal Díaz:



Y estando el Sandoval y el Francisco de Lugo y Andrés de Tapia con Pedro de Alvarado contando cada uno lo que había acaecido y lo que Cortés mandaba, tornó a sonar el atambor de Huichilobos [#]; y miramos arriba el alto cu, donde los tañían, y vimos que llevaban las gradas arriba a rempujones y bofetadas y palos a nuestros compañeros, que habían tomado en la derrota que dieron a Cortés, que los llevaban a sacrificar; y de que ya los tenían en una placeta que se hacía en el adoratorio, donde estaban sus malditos ídolos, vimos que a muchos dellos les ponían plumajes en las cabezas, y con unos como aventadores les hacían bailar delante de Huichilobos, y, cuando habían bailado, luego les ponían de espalda encima de unas piedras que tenían hechas para sacrificar, y con unos navajones de pedernal les aserraban por los pechos y les sacaban los corazones bullendo [#]. Pues desque aquellas crueldades vimos todos los de nuestro real y Pedro de Alvarado y Gonzalo de Sandoval y todos los demás capitanes; miren los curiosos lectores que leyeron, qué lástima tendríamos dellos. Y decíamos entre nosotros: "Oh, gracias a Dios que no me llevaron a mí hoy a sacrificar". Y también tengan atención que no estábamos lejos dellos y no les podíamos remediar, y antes rogábamos a Dios que fuese servido de nos guardar de tan cruelísima muerte30.



El intimista texto bernaldino habla por sí mismo. En él se mezclan los pensamientos altruistas, como la piedad o la frustración surgida de la impotencia, con un claro egoísmo, fruto del instinto de conservación, que se manifiesta con pueril y candorosa ingenuidad. El dramatismo que impregna el pasaje no procede, empero, de los ambivalentes sentimientos de Bernal, sino del miedo que experimentó al contemplar la horripilante escena, tan intenso que pudo reflejarlo décadas después. Pues bien, esa angustia vital que tan bien nos transmite Bernal es, sin duda alguna, la gran protagonista de los relatos de la Conquista.

Los soldados cortesianos --simples mortales, aunque haya quien se empeñe en negarlo-- tenían miedo a morir. Pero este sentimiento, que todos los seres humanos comparten en mayor o menor medida, adoptaba en sus mentes una forma morbosa, cuyo origen responde indudablemente a factores culturales. Lo que corroía y atenazaba el corazón de los castellanos no era el hecho de morir, sino la forma de perecer. Dicho con otras palabras, les aterraba la concepción bélica de los mexicanos, los sangrientos ritos que practicaban con los prisioneros de guerra, y el espantable sonido de sus atambores. La diferente mentalidad del adversario potenció la tensión psicológica de los combatientes blancos hasta tal punto que uno de ellos, Francisco de Aguilar, llegó a afirmar que se encontraba en el infierno:



Motecsuma, herido en la cabeza, dio el alma a cuya era, [#] y en el aposento donde él estaba había otros muy grandes señores detenidos con él, a los cuales el dicho Cortés, con parecer de los capitanes, mandó matar sin dejar ninguno, a los cuales ya tarde sacaron y echaron en los portales donde están ahora las tiendas, [#] y, llevados, sucedió la noche, la cual venida allá a las diez vinieron tanta multitud de mujeres con hachas encendidas y braseros y lumbres, que ponía espanto. Aquéllas venían a buscar a sus maridos y parientes que en los portales estaban muertos, y al dicho Motecsuma también, y así como las mujeres conocían a sus deudos y parientes [#] se echaban encima con muy gran lástima y dolor y comenzaban una grita y llanto tan grande que ponía espanto y temor; y el que esto escribió, que entonces velaba arriba, dijo a su compañero: "¿No habéis visto el infierno y el llanto que allá hay?, pues, si no lo habéis visto, catadlo aquí". Y es cierto que nunca en toda la guerra, por trabajos que en ella pasase, tuve tanto temor como fue el que recibí de ver aquel llanto tan grande31.



El pánico cerval que experimentaban los hombres de Castilla generó un fuerte instinto de conservación que se tradujo en una actitud egoísta y cruel. En contra de lo que pudiera pensarse, esta crueldad nada tiene que ver con las manidas hecatombes de la tristemente célebre Leyenda negra.

Los europeos del siglo XVI desconocían el significado del término clemencia, y esta ignorancia se reflejaba en las prácticas jurídicas y bélicas. Basta con ojear cualquier crónica europea de la época para darse cuenta de ello. El voivoda transilvano Vlad Tepes, por ejemplo, era apodado el empalador por su afición a dictar tan bestial tortura; y el príncipe de Borbón --compatriota y contemporáneo de Michel de Montaigne, el refinado galo que criticara ferozmente el alma bárbara de los españoles-- martirizaba mujeres y niños para evitar que sus parientes, encastillados en una fortaleza, disparasen contra sus tropas32.

Por supuesto, descubridores y conquistadores trasplantaron tan arbitrarias costumbres al Nuevo Mundo; pero, dando pruebas de sin par equidad, las aplicaron por igual a indios y blancos. Como la memoria de los americanistas presenta una curiosa amnesia cuando se expone esta opinión, me tomaré la libertad de corroborar el aserto con uno de los ejemplos favoritos de los hispanófobos.

Tras la caída de Tenochtitlan, la tropa, desilusionada por los pocos beneficios de la empresa, solicitó que Cuauhtemoc, último señor de México, declarara la localización del fabuloso tesoro que los castellanos habían esquilmado tiempo atrás al desdichado Motecuhzoma. Presionado por sus compañeros y --last but not least-- por Julián de Alderete, representante del erario público, Cortés se vio en la obligación de dar tormento de fuego al emperador azteca y a uno de sus allegados, el señor de Tlacopan. Tanto celo pusieron los sayones en la vil actividad que el desgraciado amigo de Cuauhtemoc falleció víctima de atroces dolores33.

Hasta aquí la cara de la moneda, de todos conocida. Veamos ahora la cruz. Cuando Cortés se encontraba en la expedición a las Hibueras, la Nueva España vivió bajo la tiránica dictadura del burócrata Gonzalo de Salazar, factor de Su Majestad. Este indigno funcionario, que ambicionaba la gobernación del rico territorio, intentó confiscar los bienes de don Hernán, pues, según afirmaba, eran de la Corona. Para lograr sus propósitos, Salazar no titubeó en practicar el interrogatorio de rigor con Rodrigo de Paz, mayordomo y hombre de confianza de Cortés:

Le demandó el oro y la plata que era de Cortés --escribe Bernal Díaz--, porque como su mayordomo sabía de ello, diciendo que lo tenía escondido, porque lo quería enviar a Su Majestad, y porque no lo dio [#] sobre ello le dio tormentos y con aceite y fuego le quemó los pies y aun parte de las piernas, y estaba tan flaco y malo de las prisiones para morir; y no contento con los tormentos, viendo el factor que si le dejaba la vida que se iría a quejar de él a Su Majestad, le mandó ahorcar por revoltoso y bandolero34.



La crueldad es un concepto sumamente relativo, que depende básicamente de los patrones morales vigentes en cada período histórico. Actos que hoy nos parecen bárbaros, como la tortura o las masacres, no escandalizaban en el siglo XVI. Otros hechos, sin embargo, sí se censuraban. Estos actos reprobables son los que me interesa destacar. El siguiente párrafo, tomado de la relación de Bernardino Vázquez de Tapia, ilustra a la perfección el egoísmo frío y cruel que imperaba en la hueste.



Tomó ocasión el marqués de enviar mensajeros a Montezuma, porque le pareció le convenía mucho y era muy necesario, así por asegurar a Montezuma, como porque los que fuesen viesen y supiesen la tierra y los caminos y las ciudades y pueblos que había, y para que trajesen aviso y relación de lo que viesen. Estando el marqués en este deseo, dijo algunas veces en público que, si allí tuviera dos hijos y dos hermanos que mucho quisiera, los enviara por mensajeros a Montezuma. Entendiendo el deseo del dicho marqués, yo me ofrecí a ir [#]. Después se ofreció también para ir don Pedro de Alvarado, y acordó el marqués que fuésemos ambos y dionos instrucción de lo que habíamos de hacer, y presentes de cosas de Castilla, para que diésemos a Montezuma. Y, aunque ambos teníamos caballos, nos mandó los dejásemos y fuésemos a pie, porque, si nos matasen, no se perdiesen, que se estima un caballero a caballo más de trescientos peones35.



Otro ejemplo, no menos cruel, nos lo proporciona el benemérito Aguilar al tratar sobre la Noche Triste:

Milagrosamente nuestro Dios proveyó que el fardaje que llevábamos y los que lo llevaban a cuestas, y los cuarenta hombres que quedaron atrás [sirvieran] para que todos no fuésemos muertos y despedazados36.



Sobran las palabras. Y es que el miedo, el gran sentimiento de los conquistadores, transforma la solidaridad en egoísmo.



Criterio editorial



El presente volumen, que ve la luz con el título de La conquista de Tenochtitlan, consta de cuatro crónicas, firmadas por Juan Díaz, Andrés de Tapia, Bernardino Vázquez de Tapia y Francisco de Aguilar, respectivamente. Estas relaciones, a las que cabe aplicar el calificativo de menores, versan sobre la Conquista de México, y tienen la peculiaridad de haber sido escritas por testigos presenciales. Su valor estriba en que proporcionan datos muy concretos, que suplementan, amplían o corrigen los proporcionados por las llamadas obras mayores, o sea, los relatos de Hernán Cortés y Bernal Díaz del Castillo.

Aunque las relaciones menores son una pieza clave para comprender mejor la gesta cortesiana, los estudiosos no les han concedido la importancia que merecen, y el público en general nada sabe de ellas. Lamentable hecho, que, en mi opinión, responde en parte a la ausencia de una edición conjunta que ponga de relieve sus méritos y servicios.

La pluralidad de criterios empleados por los editores de las piezas, que de por sí son dispares, aconsejaba aplicar una norma homologadora que permitiera una lectura más cómoda. Básicamente, ha consistido en modernizar la puntuación y fonética de las crónicas, conservando los arcaísmos más significativos. Por supuesto, las frases, palabras o sílabas añadidas van entre corchetes.

Los topónimos y voces nahua se reproducen con la grafía empleada por los distintos autores. He agregado tres glosarios para ayuda de los lectores. El primero recoge las palabras aztecas tal cual aparecen a lo largo de los textos; el segundo, su forma correcta y la traducción; y el tercero, aquellas palabras castellanas que, o bien han caído en desuso, o son poco conocidas.



Germán Vázquez Chamorro