Época:
Inicio: Año 1 A. C.
Fin: Año 1 D.C.

Antecedente:
VIAJE A YUCATAN II



Comentario

CAPÍTULO II


Visita a un edificio arruinado cerca de Chaac. --Un tohonal o campo cubierto de tah. --Descripción del edificio. --Un enjambre de avispas. --Un pequeño buitre. --Vista pintoresca desde la terraza. --Pozo de Chaac. --Explotación de sus pasadizos. --Vuelta al rancho. --Partida de Chaví. --El camino real. --Rancho Sacnicté. --Salvaje apariencia de los indios. --Escasez continuada de agua. --Otra ciudad arruinada. --Edificios arruinados. --Departamentos, columnas, etc. --Pared elevada. --Continuación de la jornada. --Rancho Sabacché. --Casa real. --Pozo. --Choza del alcalde. --La señora. --Ruinas de Sabacché. --Edificio pintoresco. --Regocijo de los indios. --Fachada. --Pilastras, cornisas, etc. Encuentro con una iguana. --Otro edificio arruinado. --Agave americana. --Nuevas ruinas. --Vestigios de la mano roja. --La mano roja usada como un símbolo entre los indios de Norteamérica. --Conclusiones que se deducen de esta circunstancia. --Delicada manera de prestar un servicio



A la mañana siguiente, mientras que Mr. Catherwood se hallaba ocupado en arreglar sus dibujos de las ruinas de Zayí, el Dr. Cabot y yo nos dirigimos a visitar el edificio que habíamos visto viniendo del rancho Chaac.

En los suburbios del rancho dimos vuelta, hacia la derecha, penetrando en una vereda que seguimos hasta cierta distancia a caballo: cuando esta vereda cambió de dirección, tuvimos que desmontar. Desde este sitio, nuestros guías abrieron un pasadizo a través del bosque y salimos a un tahonal, o campo cubierto de la planta llamada en el país tah o taje, que crece en largos y compactos tallos, estrechos, de ocho o diez pies de elevación, como de media pulgada de diámetro, con una flor amarilla en la parte superior, y que es un alimento favorito de los caballos. Estos tallos se usan como antorchas, formando haces de tres o cuatro pulgadas de espesor. A un lado de este campo vimos el edificio, de que voy hablando, y del otro se percibía uno nuevo que aún no habíamos visto. El doctor quiso tomar un pájaro que se hallaba posado en un árbol que crecía sobre este edificio, y con esto nos dirigimos primero hacia él; pero, no habiendo encontrado en él cosa alguna particular, cruzamos el campo sembrado de tah y nos encaminamos al primer edificio. Peor es el tránsito que se hace por un tahonal que el que se verifica a través de un bosque, porque esa planta crece lo bastante para interceptar el aire, pero no lo suficiente para proteger a uno contra los rayos del sol.

El edificio estaba en la parte superior de una colina de piedra, en una terraza todavía firme y sólida. Constaba de dos cuerpos, formando el techo de la inferior la plataforma del superior, con un ramal de escaleras que se halla destruido y arruinado. El edificio superior tenía un departamento grande en el centro, y otro pequeño de cada lado, bastante cubiertos de escombros: de uno de ellos nos expulsó un enjambre de avispas, y de otro salió un buitre tierno haciendo un ruido extraordinario y abriéndose paso, con las alas sin plumas todavía, hasta la puerta exterior.

Desde la terraza se obtenía una pintoresca vista de las colinas cubiertas de arboleda, de la casa grande y de la elevada muralla, de que he hecho referencia anteriormente. Había una distancia tal vez de tres o cuatro millas, y todo el terreno intermedio estaba cubierto de maleza. En tiempo de la seca, cuando el follaje no impide la vista, los indios lo habían cruzado en todas direcciones, y decían que no había un solo vestigio de edificios antiguos en todo aquel trecho. Habiendo encontrado tan cercanos entre sí los restos de las habitaciones antiguas, se me hacía duro creer que existiesen ciudades distintas e independientes dentro de un espacio tan corto; y, sin embargo, todavía parece más difícil imaginarse que una sola ciudad se comprendiese dentro de los límites de estos edificios, distantes entre sí hasta cuatro millas, y que la desolada región intermedia hubiese estado ocupada antiguamente por una numerosa y activa población.

Dejamos este sitio, montamos de nuevo a caballo, reasumimos nuestro camino, y, pasando por medio del rancho, como a cerca de una milla de allí, llegamos al pozo o cenote, cuya fama había venido a nuestros oídos desde la primera vez que estuvimos en Chaac.

Cerca de la boca había algunos hermosos árboles de ceiba, que extendían en derredor sus prolongadas ramas, bajo de las cuales se veían varios grupos de indios aderezando sus calabazos y antorchas para descender al pozo: otros que acababan de salir se enjugaban el sudor que les bañaba el cuerpo. Observamos que allí no había mujeres, sin embargo de que por toda la provincia son ellas las que sacan el agua y siempre se las ve alrededor de los pozos, pero se nos dijo que jamás entraba una sola mujer en el pozo de Chaac, siendo los hombres los que estaban encargados de proporcionar agua al rancho; y ya esto solo era un indicante de que aquel pozo era de un carácter extraordinario. Habíamos llevado un rollo de hilo; hicimos desde luego los necesarios preparativos para descender, y aligeramos nuestro vestido para acercarlo en lo posible al que usaban los indios.

Nuestro primer movimiento fue entrar en un hoyo bajando por una escalera perpendicular, a cuya extremidad inferior nos encontramos de repente con una gran caverna. Precedíannos los guías con antorchas de tah encendidas, y de esa suerte llegamos a un segundo descenso casi tan perpendicular como el primero, que lo recorrimos por medio de una escalera plana pegada a la roca. Caminando hasta una corta distancia más allá, siempre descendiendo y siguiendo a nuestros guías, vimos desaparecer las antorchas por otro nuevo agujero que también tuvimos que bajar por medio de una ruda y prolongada escalera. Al pie de ésta, la roca estaba húmeda y resbalosa, y tan estrecha que apenas había sitio para dar vuelta y tomar otra escalera que descendía por el mismo agujero, que era allí tan reducido y pequeño, que tocábamos las paredes con los codos asentando las manos en las caderas. En aquellos momentos nuestros indios estaban fuera del alcance de nuestra vista; y, sintiendo en medio de tan profunda oscuridad que sólo a tientas podíamos bajar la escalera, dimos voces para que se detuviesen: ellos nos respondieron con gritos lejanos, que salían directamente bajo de nosotros; detuvímonos a mirar, y percibimos las antorchas, como pequeñas chispas de fuego, que vagaban como a una interminable distancia allá abajo.

Al pie de esta escalera había una ruda plataforma o descanso, que servía para facilitarse recíprocamente el paso los que subían y bajaban. Un grupo de indios desnudos, palpitando y sudando bajo el peso de sus calabazos, estaban allí esperando que dejásemos vacante la escalera para emprender la ascensión; y todavía, en medio de este formidable abismo, oprimidas las espaldas con la carga, ceñidas las frentes con el mecapal, jadeando de fatiga y de calor, abatían sus antorchas y mostraban su obediencia a la sangre del hombre blanco. Al bajar la próxima escalera, brillaban las antorchas sobre nuestras cabezas y debajo de nuestros pies, iluminando la densa oscuridad. Todavía tuvimos otra escalera más que bajar, y la profundidad de este último agujero era tal vez de doscientos pies.

A la extremidad inferior de esta escalera se veía a la derecha una abertura, desde la cual penetramos a un bajo y estrecho pasadizo que nos fue necesario atravesar arrastrándonos sobre las manos y rodillas. Con la fatiga y el humo de las antorchas el calor era casi insoportable. El pasadizo se dilataba y estrechaba alternativamente, descendiendo sobre un terreno escabroso y siempre tan bajo, que con los hombros tocábamos el techo. Abríase éste, sobre una gran hendidura hacia un lado, pasada la cual llegamos a otro agujero perpendicular, que descendimos por unos escalones cortados en la misma roca. Desde allí se desarrollaba otro pasadizo bajo y tortuoso, y al fin, casi sofocados por el calor y el humo, llegamos a una pequeña abertura en que estaba el pozo o depósito de agua. El sitio estaba concurrido de indios ocupados en llenar sus calabazos, y se sobresaltaron al ver nuestras caras blancas cubiertas de humo, como si el demonio hubiese descendido entre ellos. Sin duda era ésa la primera vez que el pie de un hombre blanco había llegado hasta aquel pozo.

A nuestro regreso medimos la distancia yendo delante el Dr. Cabot con un cordel como de cien pies, atravesando por los ásperos pasadizos, frecuentemente fuera de mi vista y del alcance de mi voz. Seguíale yo con un indio encargado de tirar el cordel, mientras que me ocupaba en hacer las notas. Otros dos indios me acompañaban con largas teas encendidas, quienes cuantas veces me detenía yo a escribir o se mantenían tan lejos que la luz de nada me servía, o me acercaban ésta al rostro hasta el punto de tostarme la piel o dejarme ciego con el humo. Yo estaba como en un baño de vapor: el rostro y las manos estaban ennegrecidos del humo, e incrustados de lodo; gruesas gotas de sudor caían sobre mi libro, cuyas hojas quedaron pegadas y entretejidas por la suciedad de las manos, de tal suerte que mis notas vinieron a ser casi inútiles. Es indudable que esas notas eran imperfectas; pero yo no creo que sea posible, ni con los detalles más exactos, formarse una idea del carácter de esta caverna con sus profundos agujeros y pasadizos a través de un lecho de roca, ni de la extraña escena presentada por los indios marchando con sus antorchas y calabazos, sin murmurar ni quejarse, a su diaria tarea de buscar, en lo profundo de las entrañas de la tierra, uno de los grandes elementos de la vida.

La distancia, tal cual la atravesamos con sus escaleras, subidas y bajadas, estrechos y tortuosos pasadizos, pudiera muy bien computarse en media legua, según la representaban los indios; por las medidas que tomamos, no excedía, sin embargo, de mil quinientos pies, que es casi igual a la longitud del parque en el frente que da sobre Broadway. No puedo presentar la verdadera medida perpendicular desde la superficie de la tierra hasta el lecho del agua, pero alguna idea puede formarse de estos pasadizos con el hecho de que los indios no conducen sus calabazos en los hombros, porque con la inclinación del cuerpo podrían romperlos contra el techo o rodarles sobre la cabeza, sino que los llevan con unas correas sujetas a la frente y tan largas, que los calabazos quedan más abajo de las caderas, de manera que, cuando se arrastran sobre las manos y los pies, su carga no exceda ni una línea del nivel de sus espaldas.

Y este pozo no era, como el de Xkooch, un sitio en que se presentaba por casualidad un indio vagabundo, ni tampoco un depósito de aguas meramente tradicional de alguna ciudad antigua. No; era el pozo regular de donde únicamente se abastecía de agua toda una población viva. El rancho de Chaac dependía enteramente de él; y en la estación de la seca también se auxiliaba de allí el rancho Chaví, que está a tres millas de distancia.

La paciente industria de un pueblo semejante puede suponerse muy bien que había levantado las inmensas terrazas y las grandes construcciones de piedra desparramadas sobre la superficie del país. Nosotros consumimos un calabazo de agua en lavarnos y apagar la sed; y, cuando caminábamos de vuelta dirigiéndonos hacia el rancho Chaví, establecimos la conclusión de que el ser admitidos en la comunidad de este pueblo exclusivo, no era por cierto un gran privilegio, supuesto que quien lo obtuviese tendría que estar sujeto, por seis meses en el año, a un descenso diario en el pozo subterráneo de Chaac.

Llegamos al rancho a muy buen tiempo. Mr. Catherwood había concluido sus dibujos y Bernardo tenía lista la comida. Nada había, pues, que nos detuviese: mandamos a los cargadores que se adelantasen con nuestro equipaje, y a las dos y media estábamos de nuevo en camino buscando otras ciudades arruinadas.

El lector tiene ya alguna idea de lo que son los caminos reales en este país. Pues bien, comparados con los que encontramos al dejar el rancho Chaví, eran unas verdaderas carreteras inglesas. En efecto, no eran más que una vereda practicada a través de los bosques con sólo cortar las ramas de los árboles a una altura apenas suficiente para dar paso a un indio con su carga de maíz. Ya se nos había hecho saber que era muy difícil andar a caballo por allí; y así nos vimos obligados a andar huyendo la cabeza e inclinando el cuerpo para evitar las ramas, y aun alguna vez nos encontramos detenidos por una rama tan gigantesca de algún árbol, que fue preciso apearse del caballo.

A la distancia de dos leguas llegamos al rancho Sacnicté, cuyos habitantes indios eran los de más cerril apariencia que hubiésemos visto hasta allí. A nuestra entrada, todas las mujeres corrieron a ocultarse, y los hombres, agachándose en el suelo con la cabeza descubierta y el negro cabello colgándoles sobre los ojos, nos contemplaban con un asombro estúpido. Continuaba la misma escasez de agua, y el rancho carecía de ella: no había allí pozo de ninguna especie, antiguo o moderno, y los habitantes se proveían en Sabacché, a una distancia de seis millas. Esta provisión se traía diariamente a lomo de indios; y, sin embargo, en una región tan árida y destituida de aquel elemento, todavía se encontraba una prueba palpitante de una población antigua: allí existían las desoladas ruinas de otra ciudad.

Algo más allá de las afueras del rancho, en un terreno despejado para una milpa, se presentaban en plena vista y sin obstáculo dos antiguos edificios. La milpa tenía un cercado, y se hallaba cubierta de un tahonal: atamos los caballos a los troncos de los tahes, y, dejándolos allí para que comiesen las flores, seguimos una vereda que guiaba a los edificios. El de la izquierda estaba construido en una terraza, fuerte aún y sólida, y por fortuna limpia de árboles, aunque algunos de ellos crecían en la parte superior. Tenía cinco departamentos: la fachada que decoraba la parte alta de la cornisa había caído enteramente; y entre puerta y puerta se veían los fragmentos de unas pequeñas columnas embebidas en el muro. Al otro lado de la milpa estaba el segundo edificio, con una elevada y sólida muralla o pared, idéntica a la que vimos en Zayí, extraordinaria en su apariencia e incomprensible en sus usos y objeto. Por la práctica y facilidad que habíamos adquirido, poco tiempo nos bastó para el examen de este sitio, y, con un nombre más añadido a nuestra lista de ciudades arruinadas, montamos a caballo y proseguimos la jornada.

A las cinco y media de la tarde llegamos al rancho Sabacché, situado en el camino real de Ticul a Bolonchén, y habitado exclusivamente de indios. La casa real descollaba en una elevación sobre un terreno despejado y abierto. Era una casa de guano y paredes de barro con una mesa y bancos en la parte interior, y una enramada en la parte exterior. En su conjunto, era la de mejor apariencia y moblaje de cuantas habíamos encontrado hasta allí, y, según supimos después, esto era debido a la circunstancia particular de que la tal casa, además de los otros usos a que estaba destinada, servía también de residencia a la dueña o señora del rancho en sus visitas anuales, pero es más grave e interesante el hecho de que este rancho se distinguía por la existencia de un pozo, cuya vista nos agradó mucho más de lo que pudiera agradar a un viajero el hallarse en el mejor hotel de los países civilizados. Las espinas y zarzas nos habían destrozado la piel, y las garrapatas se habían cebado en nuestros cuerpos: necesitábamos, pues, del refrigerio de un baño. Al punto obtuvieron nuestros caballos el beneficio de él, como que en ese país, en donde casi se desconoce la almohaza y la escobilla es de poco uso, los caballos no tienen más refrigerio que el del baño. El pozo había sido construido por la actual propietaria, y antes de este suceso los indios tenían que acudir a la hacienda Tabí, distante seis millas de allí, en demanda de agua. Además de su valor e importancia intrínseca, presentaba un vivo y curioso espectáculo. Un grupo de indios estaba alrededor de él. Allí no había máquinas o apoyos de ninguna especie para hacer elevar el agua, sino que cruzaba la boca una enorme viga cilíndrica apoyada en dos postes, desde la cual las mujeres hacían bajar y subir sus pequeños baldes o cubos. Cada mujer llevaba y traía consigo un cubo y soga, formándose con ésta una especie de peinado o adorno y dejando arrastrar una de sus puntas.

Cerca del pozo estaba la cabaña del alcalde, cercada de una ruda empalizada, y dentro de la cual había perros, cerdos, pavos y gallinas, todos los cuales formaban una terrible zambra en el momento en que entramos. El patio estaba cubierto de naranjos, cargados a la sazón de frutas maduras y de un tamaño poco común. Bajo uno de esos árboles había una larga hilera de quijadas y colmillos de jabalí, trofeos de la caza y recuerdo de las hazañas de los perros. El ladrido de éstos atrajo al alcalde hasta las puertas de la casa: era un viejo gordo y valetudinario, aparentemente rico y que estaba mortificado por el ruido que hacían sus animales; recibionos con dulzura y humildad. Ante todas cosas, entablamos una negociación para la compra de algunas naranjas, que nos vendió a treinta por medio real, con la estipulación de que fuesen todas las mejores y de las más grandes que tenían los árboles; después de lo cual, apoyándose el buen alcalde en su bastón, encaminose a la casa real, dispuso que se barriese y designó algunos indios para servirnos. Si él no estaba muy alegre, sabía infundir la alegría en su pueblo supliendo a todas las deficiencias con deferencia y respeto. Hacía una noche bellísima, y preparamos la mesa de cenar bajo la enramada. El anciano alcalde permaneció en nuestra compañía, y un grupo de indios se sentó en las escaleras, no como la orgullosa e independiente raza de Chaví, sino reconociéndose como criados o sirvientes obligados a obedecer las órdenes de la ama. La señora era a sus ojos una copia en miniatura de la reina Victoria. Había allí unos cincuenta y cinco labradores obligados a preparar, sembrar y cosechar para ella diez mecates de milpa cada uno. Cada mecate produce diez cargas de maíz, sacando por todo quinientas cincuenta cargas, que, vendidas al precio ordinario de tres reales por carga, dan una renta anual a esta señora de cerca de doscientos pesos; pero esto da más poder e influjo, que el que pudiera dar el dinero y las tierras en nuestro país, por mayor que se pusiese la cantidad o extensión del uno y de las otras. Siendo los tales criados electores libres e independientes, en cualquier emergencia podían calcularse cincuenta y cinco votos en favor del principio que apoyase la señora.

Hechos los arreglos para el siguiente día, entramos en la casa y cerramos la puerta. Pasado algún tiempo, el viejo alcalde envió a pedirnos permiso para retirarse a su casa, porque ya tenía mucho sueño; concedímoselo de buena voluntad, y por orden suya tres o cuatro indios colgaron sus hamacas bajo la enramada para hallarse cerca de nosotros, por si acaso se nos ofrecía algo. Durante la noche sentimos bastante frío; y con las ligeras cubiertas que habíamos llevado en nuestro equipaje, trabajo nos costó encontrarnos en una situación confortable.

Por la mañana, muy temprano, hallamos alrededor de la puerta una numerosa reunión de indios preparada ya para escoltarnos a las ruinas. En los suburbios del rancho apartámonos hacia la izquierda, y pasamos por entre las cabañas de los habitantes, perdidas casi entre la arboleda y decoradas en las puertas de muchas macetas de barro cubiertas de vegetales, y puestas fuera del alcance de los cerdos.

Después de cruzar el último cercado, entramos en un bosque espeso. Como por un movimiento instintivo, cada indio desenvainó su machete, y en pocos minutos quedó practicada una vereda que nos guió al pie de un pequeño edificio no muy rico en adornos, pero de buen gusto. Tenía algunos puntos de diferencia con los que habíamos visto hasta allí, era muy pintoresco y estaba enteramente cubierto de árboles. En uno de los ángulos del techo un buitre había fabricado su nido, y en el momento de acercarnos salió volando, no sin lanzar hacia abajo algunas miradas como de azoramiento. Dimos nuestras instrucciones, todos los indios se pusieron a trabajar con sujeción a ellas y en poco tiempo la pequeña terraza del frente quedó despejada. Yo no esperaba tan gran número de indios, y, no sabiendo cómo podría aprovecharme del servicio de tantos como se habían reunido, les dije que yo no tenía necesidad del trabajo de todos ellos, y que únicamente pagaría a los que yo mismo comprometiese a prestarme sus servicios. Detuviéronse todos, y, cuando el espíritu de mis palabras les fue debidamente explicado, dijeron que eso no traería ninguna diferencia. Pusiéronse de nuevo a trabajar, y el machete cayó otra vez sobre los troncos con una actividad nunca vista por nosotros hasta allí. En media hora apareció un espacio despejado, suficiente para que Mr. Catherwood colocase cómodamente su cámara lúcida. La misma destreza y prontitud mostraron para preparar un sitio en que estuviese en pie, con media docena de indios que estaban prontos para sostener una sombrilla que le protegiese contra los rayos del sol.

El edificio tenía una sola puerta de entrada, que conducía a una cámara de veinticinco pies de largo y diez de ancho; sobre la puerta había una porción de pared lisa y sin adorno, y encima una cornisa soportando doce pequeñas pilastras con adornos diamantinos en los intermedios y, sobre ésta, otra y otra más, formando en todo cuatro cornisas en un orden que jamás habíamos visto antes. Mientras Mr. Catherwood estaba haciendo su dibujo, los indios permanecían alrededor, a la sombra de los árboles, mirándole quieta y respetuosamente y haciéndose entre sí mutuas observaciones. Todos ellos pertenecían a una bella raza. Algunos, particularmente un viejo de elevada talla, tenían faces nobles y romanas, y parecían poseer más respetabilidad de apariencia, que la que cumplía a hombres que no gastaban pantalones. En esto, una enorme iguana, doblando el ángulo del edificio, corrió a lo largo del frente y se introdujo en una abertura sobre la puerta ocultando todo el cuerpo, pero dejando fuera la cola. Entre aquellas gentes, muy vecinas al estado natural, este reptil es un platillo delicado, y con su presencia estaba provocando una cena para algunos de ellos. Los machetes salieron al punto de la vaina, y cortando algunos matojos, formaron un gancho, claváronlo contra la pared y enganchando la cola, tiraron de ella; pero el animal se sostuvo con los pies, lo mismo que si formase parte del edificio. Todos los indios, uno en pos de otro, tiraron con fuerza de la cola; al fin, dos de ellos reunieron sus esfuerzos y arrancaron la cola a raíz, que medía pie y medio de largo, quedándose con ella en las manos. El animal parecía entonces más fuera del alcance de sus perseguidores, pues todo su cuerpo permaneció oculto en la pared; más no por eso logró escaparse. Los indios derribaron la mezcla con sus machetes y dilataron el agujero hasta descubrir los pies traseros del reptil: entonces tiraron del cuerpo por medio de los pies, y, aunque la iguana sólo podía sostenerse con los delanteros, todavía opuso tal resistencia, que los indios no lograron su objeto. Entonces desataron las cuerdas de sus cacles y atando los pies del animal tiraron con fuerza hasta que casi a punto de partirse, como había sucedido con la cola, salió por fin el cuerpo. Aseguráronle después con una apretadura en la mitad de él y le rompieron el espinazo y los huesos de las piernas para que no pudiese correr más, abriéronle las mandíbulas, manteniéndolas separadas con una pequeña estaca puntiaguda a fin de que no mordiese, y entonces lo arrojaron a un lado en la sombra. Esta refinada crueldad era con el objeto de evitar la necesidad de dar muerte a la iguana, porque muerta habría quedado incomible en aquel clima ardiente, mientras que, mutilada y destrozada, podía vivir aún hasta la noche.

Concluida esta operación, nos trasladamos en cuerpo, conduciendo la iguana hasta el próximo edificio que estaba situado como a un cuarto de milla en diferente dirección, y se hallaba materialmente sepultado dentro de los bosques. Era de setenta y cinco pies de largo, con tres puertas de entrada que conducían a otros tantos departamentos. Una gran parte del frontispicio había caído y, con alguna ligera diferencia en los pormenores del adorno, su carácter era el mismo que el de todos los demás edificios, y ofrecía el mismo conjunto agradable. En el techo crecían dos plantas de maguey o agave americana, que en nuestra latitud se habrían tenido por plantas centenarias, mientras que bajo el sol ardiente de los trópicos se reproducen cada cuatro o cinco años. Cuatro especies hay de esa planta en Yucatán: el maguey de que se hace el pulque, bebida común en todas las provincias mexicanas, y que tomada con exceso produce embriaguez; el henequén, que produce el artículo conocido en nuestros mercados con el nombre de Sisal hemp; la zabila, con la cual las indias destetan a sus hijos, cubriéndose el pecho con el jugo, que es de un sabor amarguísimo; y la pita, que tiene pencas dos veces más largas que la zabila, y de la cual se extrae una hebra muy blanca y delicada. Estas plantas, en algunas o todas de sus variedades, se encuentran siempre en las cercanías de las ruinas formando alrededor de ellas un muro de espinas, que nos veíamos obligados a cortar a fin de llegar a los edificios.

Mientras que Mr. Catherwood estaba ocupado en dibujar esta estructura, los indios nos dijeron que había otras dos a distancia como de media legua. Escogí dos que me sirviesen de guías, y con el mismo contento que habían mostrado en todo lo demás se presentaron nueve voluntarios para acompañarme. Tuvimos una buena vereda por casi todo el tránsito, hasta que los indios me designaron un objeto blanco que apenas se distinguía a través de los árboles, empleando de nuevo con fuerza gutural la familiar expresión de Xlab-pak. En pocos minutos abrieron un paso hasta el edificio. Era éste mayor que el último, con el frontispicio adornado de la misma manera y muy destruido, si bien presentaba un interesante espectáculo. Como no estaba muy cubierto de árboles, nos pusimos desde luego a trabajar en despejarlo; pero dejamos la obra para ir en busca del otro edificio, respecto del cual los indios me habían hecho formar cierta curiosa expectación, porque me lo habían descrito como muy nuevo. Estaba situado en la misma vereda, a la izquierda, y separado de nosotros por un gran tahonal, a cuyo través tuvimos que cortar un camino de algunos centenares de yardas para arribar al pie de la terraza. Los muros estaban intactos y eran muy macizos; pero, habiendo subido, sólo encontramos un pequeño edificio de dos departamentos, el frente destruido y las puertas cubiertas de escombros, sin que hubiese allí señal ni motivo ninguno para suponerle más nuevo o moderno que los demás. Después de sabido, lo que por cierto pude saber desde entonces con sólo haber preguntado, que le llamaban muy nuevo, porque los indios le habían descubierto apenas hacia doce años mientras tumbaban el monte para su milpa, hasta cuyo tiempo les era tan desconocido como el resto del universo. Esta especie da grave peso a la consideración que se me había presentado muy a menudo de que muchas ciudades semejantes a las ya conocidas podían existir sepultadas en los bosques, perdidas y ocultas, que acaso nunca llegarán a descubrirse.

Sobre los muros de este desolado edificio aparecían las impresiones de la mano roja. Jamás vi sin interés este vestigio: era la impresión de una mano con vida, que siempre me aproximaba a los constructores de estas ciudades; y, en medio de la soledad, ruinas y desolación figurábaseme que allí inmediato, detrás de alguna cortina, se ocultaba la mano en actitud de saludar al curioso. Estos vestigios eran mayores de los que yo había visto hasta allí. En algunos lugares los medí con mi propia mano, extendiendo los dedos en la misma forma en que aparecían extendidos los de la mano sobre la pared. Los indios decían que esa mano era la del amo o dueño del edificio.

El misterioso interés que a mis ojos tenía la mano roja ha llegado a tomar una forma más definida. Yo he sabido que en la colección de curiosidades indias formada por Mr. Cattin, durante una residencia larga entre nuestras tribus norteamericanas, hay una tienda que le fue presentada por el jefe de la antes poderosa y hoy extinguida raza de los mandans, la cual representa entre otros signos dos vestigios de la mano roja; y he sabido, además, que dicho vestigio se ve constante sobre los vestidos de búfalo y otras pieles de animales salvajes traídos por los cazadores de las Montañas Rocallosas, y que en efecto es un símbolo común y reconocido entre todos los actuales indios americanos del Norte. No hago mención de estos hechos, como conocidos por mí, sino con la esperanza y el deseo de llamar la atención de aquellas personas que pudieran tener la oportunidad de verificarlos, y permítaseme indicar la consideración interesante de que, si es verdad que en esa tienda y esos vestidos de piel de búfalo se ven los vestigios de la mano roja, eso pone en contacto a nuestras tribus errantes del Norte con las naciones comparativamente civilizadas que han construido las ciudades del Sur; y que, si hasta hoy nuestros indios norteamericanos usan de ese signo como un símbolo, su significado puede comprenderse con la explicación de testigos que viven aún, y con eso, un rayo de luz, atravesando la oscuridad de las edades pasadas, puede caer hoy sobre esos misteriosos e incomprensibles caracteres, que dejan confundido y perplejo al extranjero que se acerca a los muros de las desoladas ciudades del Sur.

A mi vuelta al rancho supe la causa de la extraordinaria distinción que se nos había mostrado, que, sin embargo de haberla recibido como una cosa corriente, no había dejado, en efecto, de llamarnos la atención. Nuestras incursiones en las cercanías habían gozado de cierta notoriedad. La visita preliminar de Albino y nuestras intenciones habían llegado a oídos de la señora, y la noche anterior a nuestro arribo al rancho los indios habían recibido órdenes terminantes de que se pusiesen a nuestra disposición; y esta fina y delicada manera de prestar un servicio es uno de los muchos rasgos de bondad que tengo que agradecer a los ciudadanos de Yucatán. El anciano alcalde estuvo en nuestra compañía otra vez hasta que le dio sueño; y entonces nos pidió permiso para retirarse a su cabaña, dejando, como la noche precedente, cuatro o cinco indios que colocaron sus hamacas bajo la enramada.