Comentario
CAPÍTULO III
Ruinas de Labná. --No debe uno fiarse de los relatos de los indios. --Ruina irreparable. --Estructura extraordinaria. --Puertas. --Cámaras. --Gigantesca pared cubierta de adornos de estuco. --Calaveras. --Figuras humanas de alto relieve. --Colosal figura sentada. --Gran baile y figuras. --Miserable estado de esta estructura. --Una puerta formada de un arco. --Otros edificios. --Puerta espléndidamente adornada. --Patio. --Adornos de estuco. --Edificio amplio. --Magnífico edificio. --Fachada adornada de piedras esculpidas. --Agujero circular que conducía a una pieza subterránea. --El árbol de ramón. --Una gruta. --Conversación con los indios. --Paseo a la hacienda Tabí. --Adorno esculturado. --Otras figuras. --Visita a una caverna. --Dificultad del paso. --Un vaquero. --Descenso a la caverna. --Escena fantástica. --Vuelta al rancho. --Baño caliente
A la mañana siguiente nos dirigimos a las ruinas de Labná por una senda, al Sudeste, a través de unas colinas, y más pintoresca que ninguna de las que se nos habían presentado hasta allí en todo el país. A distancia como de milla y media llegamos al campo de las ruinas, cuya presencia, aun después de todo lo que habíamos visto antes, engendró en nosotros nuevos sentimientos de admiración y asombro. Una de las circunstancias características de nuestra exploración en las ruinas de aquel país era la de que, cuando llegábamos al terreno, no teníamos ni aun siquiera una idea precisa de lo que habíamos de encontrar. Los relatos de los indios no merecían nunca fe ninguna. Cuando con sus razonamientos nos hacían esperar mucho, nos encontrábamos casi con nada; y, por el contrario, cuando esperábamos hallar poca cosa, una escena grandiosa se nos presentaba. Ni aun nuestro amigo el cura Carillo había oído hablar de aquel sitio. La primera noticia que tuvimos de la existencia de unas ruinas en aquella región nos vino de un hermano del padrecito de Nohcacab, quien, sin embargo, tampoco las había visto. Desde nuestra llegada a Yucatán, jamás nos habíamos encontrado con una cosa que nos conmoviese con mayor viveza como la vista de estas ruinas; y produjeron en nosotros un sentimiento de pena y de placer; de pena, por no haberlas descubierto antes que la sentencia de una destrucción irrevocable hubiese caído sobre ellas; y de placer profundo, porque se nos permitía verlas, en su decadencia, es verdad, pero ostentando aún con orgullo los recuerdos de un pueblo misterioso. Dentro de pocos años, aun lo que está en pie habrá desaparecido, y así como se han negado muchas cosas que han existido, de la misma manera llegará a ponerse en duda si tales edificios han tenido o no una existencia real. Tan vigorosa fue la impresión que recibimos en Labná, que nos hemos determinado a fortificar nuestras pruebas de cuantas maneras sea posible. Si algo podía aumentar el interés de un descubrimiento que ofrecía tan vasto campo a la investigación, era el tener gran número de indios a nuestras órdenes. No se perdió tiempo, y desde luego se puso mano a la obra con todo el ahínco correspondiente a ese número de operarios. Algunos de ellos tenían hachas, y el crujido de los árboles que caían, era semejante al que forman nuestras florestas en su estrepitosa caída.
La primera de estas ruinas era un montículo piramidal, sobre el que descollaba la más curiosa y extraordinaria estructura que hubiésemos descubierto en el país; y nos llamó la atención desde el momento en que la divisamos de lejos. Un día entero pasamos delante de este edificio, y, cuando yo recuerdo mis viajes a través de tantas ciudades arruinadas, no se presenta a mi ánimo un objeto de mayor interés que éste. El montículo es de cuarenta y cinco pies de elevación. Los escalones estaban destruidos, y en el lugar en que estuvieron crecía un espeso bosque, por medio de cuyas ramas logramos subir hasta la parte superior. De manera que, cuando el terreno quedó completamente despejado de árboles, se hizo muy difícil subir y bajar. Una estrecha plataforma es lo que constituye el tope o parte superior del montículo. El edificio mira al Sur, y, cuando entero, debió medir cuarenta y tres pies de frente y veinte de fondo. Tenía tres puertas, de las cuales, una, que se encuentra en completa ruina, medía ocho pies. La puerta central da entrada a dos piezas, cada una de las cuales es de veinte pies de largo y seis de ancho.
Sobre la cornisa del edificio se eleva perpendicularmente una muralla gigantesca hasta la altura de treinta pies, que estuvo adornada en el anverso y el reverso, desde la base, hasta la parte superior, de figuras colosales y otras labores de estuco, hoy reducidas a fragmentos, pero que presentan una apariencia curiosa y extraordinaria, como el arte que ningún otro pueblo pudo haber producido jamás. A lo largo de la parte superior, descollando sobre la pared, aparecía una hilera de calaveras, bajo de la cual había dos líneas de figuras humanas en alto relieve, de que sólo existen algunos restos de brazos y piernas. Este grupo, hasta donde era posible ser examinado, mostraba una considerable inteligencia y perfección artística en un ramo tan difícil del arte del diseño. Sobre la puerta central, constituyendo el principal adorno de la muralla, había una figura colosal sentada,
de que apenas existían algunas decoraciones del traje. Visible sobre la cabeza de esta figura principal aparecía una gran bola decorada de una figura humana de un lado, tomándola con las manos, y otra debajo con una rodilla en tierra y una mano extendida en alto, en actitud como de detener la bola próxima a caerle encima. En todas nuestras tareas y labores en aquel país,nunca habíamos procurado con más diligencia y empeño formar de los fragmentos una combinación más escrupulosa, que nos diese el significado de estas figuras y adornos. Estando en la misma posición, y contemplándolo todo reunido, jamás pudimos imitar las actitudes.
Mr. Catherwood hizo dos dibujos a diversas horas y bajo diferentes posiciones del sol; y el Dr. Cabot y yo estuvimos trabajando todo el día en el daguerrotipo. Con el brillo de un sol vertical encima, la piedra blanca brillaba con una intensidad tan deslumbradora, que fatigaba y hacía mal a la vista, y casi realizaba el relato de Bernal Díaz, en la expedición de México, cuando habla de la llegada de los españoles a Cempoala: "Habiendo avanzado nuestras descubiertas hasta la gran plaza, cuyos edificios habían sido recientemente blanqueados y revocados, en cuyo arte son muy hábiles aquellas gentes, uno de nuestros hombres de a caballo se deslumbró de tal manera con el esplendor de su apariencia en el sol, que retrocedió a escape a encontrarse con Cortés, diciéndole que las paredes de las casas eran de plata".
La mejor vista que logramos obtener fue en la tarde, cuando el edificio quedaba en la sombra, pero estaban tan confusos y destruidos los adornos, que ni aun con el daguerrotipo logramos una vista, distinta, y el único medio de conseguir algunos detalles era el de acercar una escalera: nosotros teníamos, es verdad, madera de sobra para hacer cuantas hubiésemos querido; pero la dificultad consistía en que los indios pudiesen hacer una de las dimensiones que se requerían; y aun haciéndola, su propia magnitud y peso hubiéranla hecho inmanejable en la estrecha plataforma del frente. Fuera de que la pared estaba vacilante y a punto de desplomarse: una gran porción de ella había caído, en una línea perpendicular, desde la parte superior hasta la inferior. ¡Ah!, lo repito: dentro de pocos años habrá caído definitivamente: su sentencia es irrevocable. El poder humano no alcanza a salvarla; pero en sus ruinas dará una grande idea de las escenas de bárbara magnificencia, que debió haber presentado ese misterioso país cuando todas sus ciudades se hallaban en pie. Las figuras y adornos de esta pared estaban pintados; los restos de los brillantes coloridos están visibles aún, desafiando la acción de los elementos. Si un viajero solitario del Antiguo Mundo, por un extraño accidente, hubiera visitado esta ciudad indígena cuando estaba perfecta todavía, su relato habría parecido más fantástico que cualesquiera de las historias orientales, y como un objeto de los cuentos de las Noches Árabes.
A distancia de doscientos pies de esta estructura descubrimos una puerta arcada, bastante notable por la belleza de sus proporciones y la gracia de sus adornos. Hacia la derecha, y formando con ella un ángulo de treinta grados, había un edificio que se conoce haber sido grande, pero que hoy se encuentra en absoluta ruina. A la izquierda formaba un ángulo con otro edificio, y en la pared posterior se presentaba una puerta de buenas proporciones, y más ricamente adornada que cualquier otra parte de la estructura. El efecto del conjunto era curioso e imponente: a pesar de hallarnos harto familiarizados con las ruinas, la primera vista de éstas, con la gran muralla desplomándose en el frente, nos produjo una impresión que no es fácil describir.
El pórtico, o puerta de entrada, es de diez pies de ancho. Al cruzar por ella, entramos en una espesa floresta, que crecía con tal exuberancia sobre el edificio, que nos fue imposible delinear su forma; pero, habiendo hecho despejar el terreno, descubrimos que aquél era el frente principal, y que los árboles crecían en lo que fue la área o el patio. Las puertas de los departamentos que se extendían a ambos lados del pórtico, cada uno de los cuales medía doce pies de largo y ocho de ancho, daban sobre esta área. Encima de cada puerta había un hueco cuadrado, en que existían aún los restos de un rico adorno en estuco, con visibles señales de pintura al parecer representando la faz del Sol rodeada de sus rayos, y que probablemente sería objeto de culto y adoración, por más que hoy se presenta tan miserablemente destruido. Los edificios situados alrededor del patio o área forman un montón de doscientos pies de largo.
Al nordeste del montículo sobre el cual descuella la gran muralla, y como a unas ciento cincuenta yardas de distancia, había un gran edificio erigido en una terraza, oculto entre la espesura de árboles que allí crecían, con un frente muy arruinado, y sin presentar más que uno u otro resto de sus adornos de escultura. Más lejos, en la misma dirección, y caminando siempre en medio de un bosque muy denso, llegamos al grandioso y realmente magnífico y espléndido edificio con cuya vista he decorado el frontispicio de este segundo volumen. Descuella sobre una terraza gigantesca de cuatrocientos pies de largo y ciento cincuenta de ancho, cubierta de fábricas en toda su extensión. El frente representado mide doscientos ochenta y ocho pies de largo; y consta de tres partes distintas, diferentes en estilo y acaso erigidas en diversos tiempos. A cierta distancia, como no podíamos distinguirlo bien a través de los árboles, nos formamos una idea exacta de su extensión. Dirigímonos a uno de los ángulos: nuestro guía abrió una vereda a lo largo de la pared del frente, y como íbamos deteniéndonos para copiar los adornos, y entrando en todos los departamentos que hallábamos en el tránsito, el edificio llegó a parecernos inmenso.
Toda la extensión de la fachada estaba adornada de piedras esculpidas, cuyos detalles eran de un primor más curioso e interesante que nada de cuanto hasta allí se nos había presentado. En uno de los ángulos del lado izquierdo del principal edificio aparecería un adorno de piedra, figurando las enormes mandíbulas abiertas de un lagarto o de cualquier otro animal feroz, dentro de las cuales se veía una cabeza humana. El lector puede formarse una idea de lo boscoso y arruinado de este edificio, por el hecho que puedo citarle, de que, sin embargo de haber estado trabajando casi un día entero sobre la terraza, no supe que había otro edificio en la parte superior de ella. Con el objeto de tomar una vista más completa del frente fue preciso despejar el terreno hasta cierta distancia, y entonces fue cuando descubrimos inopinadamente la estructura superior. La espesura y densidad de los árboles era igual en la terraza, que en la floresta misma: para despejarla era preciso no sólo echar abajo los árboles, sino arrastrar los troncos y arrojarlos en el llano o parte inferior. El edificio que descubrimos al fin consistía en un solo corredor estrecho, cuya fachada era de piedra lisa y sin ningún adorno particular.
La plataforma del frente es el techo del edificio inferior; y en ella aparecía un agujero circular, idéntico a los que habíamos visto en Uxmal y otros sitios, que guiaban a ciertos departamentos subterráneos. Este agujero era muy conocido de los indios y gozaba entre ellos de una maravillosa reputación. Sin embargo, no se les ocurrió hacer mención de él, sino cuando me vieron subir a examinar el edificio superior. Decían que era la mansión o residencia del dueño de la casa. Yo les propuse bajar en el acto y penetrar en la cámara subterránea; pero el indio anciano me suplicó que me abstuviese de ello, diciendo a los otros en tono de aprensión: "¿Quién sabe si ese hombre llegará a encontrarse con el dueño?" Como quiera, yo mandé inmediatamente a buscar una cuerda, una linterna y fósforos; y, aunque parezca absurdo, yo me hallaba realmente excitado contemplando las salvajes figuras de los indios agrupados alrededor del agujero, oyéndoles hablar con mucho calor del dueño del edificio. Como se presentó alguna dificultad en conseguir una cuerda, hice cortar unos mimbres por cuyo medio, pertrechado de una linterna, hice mi descenso al agujero. La noticia de mi intención y de los preparativos que se hacían alarmó a todos los indios, y, abandonando en masa sus tareas, se dirigieron al teatro del suceso. El agujero era como de cuatro pies de profundidad, y en el momento en que mi cabeza desapareció de la superficie de la tierra sentí una conmoción y una especie de extraordinario rasguño, mientras que una enorme iguana corría por la pared, y se escapaba a través del agujero por donde yo había entrado.
La cámara era absolutamente diferente en su forma de todas las que yo había visto hasta allí. Las otras eran circulares y con techumbre en figura de una media naranja: ésta tenía paredes paralelas y el techo era una bóveda triangular; en realidad, era exactamente de la misma forma que los departamentos superiores. Tenía once pies de largo, siete de ancho y diez de altura hasta el centro del arco. Las paredes y el techo estaban revocados, el piso era de mezcla, todo muy recio y en buen estado de conservación. Después de la evasión de la iguana, un ciempiés era el único habitante de aquel sitio.
Mientras yo tomaba las dimensiones, los indios conversaban en voz baja alrededor del agujero. Un misterioso velo les había mantenido oculto aquel sitio, por una tradición pasada de padres a hijos, y ese misterio llevaba envuelto consigo un indefinible sentimiento de aprensión. No había cosa más fácil que deshacer ese misterio en cinco minutos y en cualquier tiempo; pero ninguno de ellos había pensado en ello, y el anciano me suplicó que saliese cuanto antes, diciendo que, si yo llegaba a morir, a ellos les harían responsables de mi muerte. Apenas era creíble tanto candor. Todos ellos tienen suficiente buen sentido para apartar del fuego sus manos sin necesidad de que se les diga, pero probablemente hasta hoy se encuentran en la inteligencia de que el dueño de la casa reside permanentemente en aquel agujero. Cuando salí, me contemplaron con admiración, diciéndome que había otros sitios de la misma forma que aquél; pero que no se atrevían a mostrármelos por temor de que me sobreviniese algún accidente desagradable; y, como mi tentativa les había hecho abandonar el trabajo y no me prometía yo ningún resultado satisfactorio en mis ulteriores investigaciones, me abstuve de insistir en que me los mostrasen.
Esa cámara estaba formada en el techo mismo del departamento inferior. Aquel edificio contenía dos corredores, y nosotros nos habíamos figurado siempre que el gran intervalo entre los arcos de los corredores paralelos era una masa sólida de cal y canto. El descubrimiento de esta cámara nos dio luz sobre un nuevo rasgo característico en la construcción de estos edificios. Es imposible decir si los demás techos, o algunos de ellos, contengan o no cámaras de esta especie. Como no sospechábamos cosa alguna en el particular, no hicimos investigación ninguna; y si existen, las aberturas de entrada se encuentran cubiertas de escombros y vegetación. Hasta allí me incliné a creer que estos departamentos subterráneos se habían construido con el objeto de que sirviesen de cisternas o depósitos de agua. La situación de ésta sobre un techo parece opuesta sin embargo a esta idea, porque, en caso de una ruptura o grieta, el agua se extravasaría en el departamento inferior.
Al pie de la terraza había un árbol que ocultaba parte del edificio. A pesar de la especie de veneración que se tiene por un árbol grande, no dejaba de producir cierto grado de satisfacción el verlos caer con estrépito alrededor de esas ciudades arruinadas. El árbol de que hablo era un noble ramón, que había yo mandado echar abajo mientras me hallaba ocupado en otra dirección. Cuando volví al sitio en que estaba, encontreme con que los indios no habían cumplido mis órdenes, diciéndome que su tronco era demasiado recio y podría quebrar sus hachas. En efecto, sus pequeñas hachuelas apenas parecían capaces de hacer una ligerísima impresión sobre el tronco, y entonces les di la orden, más bárbara acaso todavía, de cortar las ramas y dejar en pie el tronco. Vacilaban en obedecerme, y uno de los indios se aventuró a observar en tono deprecativo que las hojas de aquel árbol servían de alimento a los caballos y al ganado vacuno, y que siempre les había encargado la señora que no los cortasen. El pobre indio parecía bastante perplejo entre obedecer las órdenes vigentes en el rancho y cumplir con las que yo daba en aquel momento.
El tal árbol de ramón crecía a la boca de una caverna, que los indios afirmaban era un pozo. Tal vez yo no hubiera hecho alto en ella, si no hubiese ocurrido la discusión relativa a cortar el árbol; y, aunque no estaba muy dispuesto a emprender otra incursión subterránea, con todo bajé por la cavidad o entrada con el objeto de echar una ojeada sobre aquel sitio. De un lado proyectaba un gran lecho de piedra a manera de techumbre, y bajo de él aparecía un pasadizo tallado en la roca, pero enteramente cubierto de piedras caídas. Aunque yo hubiera estado dispuesto a continuar en mi examen, eso habría sido imposible; pero hay mil razones para creer que, lo mismo que en Xkooch y Chaac, hubo allí antiguamente a través de las rocas un rudo tránsito que guiaba a un depósito subterráneo de agua, y que ese pozo habría sido uno de los grandes depósitos de donde se proveían los antiguos habitantes de aquella ciudad.
Con la multitud de indios puestos a nuestras órdenes y la buena voluntad con que ellos trabajaban, estuvimos en disposición de hacer mucho en corto tiempo. En tres días llevaron a cabo todo lo que exigimos de ellos. Al despedirles, les dimos sobre su paga un medio peso de gratificación para dividirlo entre diecisiete que ellos eran, y al tiempo de retirarme exclamó Bernardo: ¡Ave María; qué gracias dan a usted!
Cerrose la noche con una reunión general de indios en la enramada situada enfrente de la casa real. Antes de partir en la siguiente mañana, el alcalde me preguntó si deseaba yo reunirlos con el objeto de conversar; y, conviniendo en ello, mandé prepararles un carnero y un pavo en cuya tarea estuvo ocupado Bernardo todo el día. A la caída de la tarde todo estaba listo. Nosotros insistimos en que el viejo alcalde ocupase una silla en la mesa. Bernardo sirvió la vianda y las tortillas, y el alcalde se encargó de la distribución del aguardiente, que, como comprado por él y para dar una prueba de su buena calidad, lo probaba antes de distribuirlo reservándose para después su competente ración. Concluida la cena, comenzó la conversación, que consistía únicamente en preguntas que nosotros dirigíamos y en respuestas que daban los indios, manera singular de discurrir que aun en la vida civilizada no deja de ser difícil sostener por mucho tiempo. Había muy buena voluntad en darnos las noticias; lo que faltaba eran los medios de comunicación; y eso hacía aquel diálogo poco satisfactorio y provechoso. Realmente, ellos no tenían nada que comunicarnos; pues carecían de historias y tradiciones: nada conocían acerca del origen de los edificios arruinados; cuando ellos nacieron, ya esas ruinas estaban allí, y existían desde el mismo tiempo que sus padres; el indio anciano decía que casi había perdido la memoria de su existencia. En un punto diferían, sin embargo, de los de Uxmal y de Zayí; y era que no poseían sentimientos supersticiosos acerca de las ruinas, y no tenían miedo de ir a ellas de noche, ni recelo de dormir entre sus escombros; y, cuando les hablábamos de la música que solía oírse en los antiguos edificios de Zayí, nos decían que, si tal música se hubiese escuchado entre los de Labná, todos ellos habrían acudido allí para bailar.
Había allí otros vestigios y montones de ruinas; pero todos se hallaban en la más miserable condición. El último día de nuestra permanencia en Labná, mientras que Mr. Catherwood se ocupaba en dar la última mano a sus dibujos, monté a caballo y me dirigí con Bernardo a la hacienda Tabí, situada a dos leguas de distancia, y que con Xkanchakan, de que ya he hablado, y Uayalceh, en donde nos detuvimos en la primera visita de Uxmal, son las tres haciendas más ricas y distinguidas de Yucatán. Enfrente de la puerta de entrada descollaban algunos árboles de ceiba, y allí cerca se veía una tiendecita, provista de los artículos más usuales para el consumo de los indios de la hacienda. El gran patio o manga estaba decorado de edificios, entre los cuales aparecían la iglesia y un tablado o circo para la lidia de toros, dispuesto para la fiesta que debía comenzar el día siguiente. En las paredes de la hacienda había algunos adornos esculpidos tomados evidentemente de las ruinas. Al pie de la escala, en una piedra, había un águila de dos cabezas bien esculpida, con una especie de cetro en sus dos garras, apareciendo debajo las figuras de dos tigres como de cuatro pies de elevación. En la parte posterior de la casa principal proyectaba una figura de piedra con la boca abierta, cierta expresión desagradable en la fisonomía, los brazos en jarro oprimiéndose con las manos la cadera, como expresando una situación angustiada. Servía como de manga o bomba de agua, y de la boca de la figura brotaba una viga. Los edificios de donde estas piedras fueron extraídas se hallaban cerca de la hacienda; pero no eran ya más que una masa informe de ruinas, que habían suministrado materiales para construir la iglesia, las murallas y todas las demás fábricas de la hacienda.
Junto a ésta había una gran caverna, de la cual me había hablado en Mérida el propietario de Tabí, quien me dijo que no la había escudriñado jamás, pero que deseaba lo verificase yo, y que leería la descripción que hiciese de ella. El mayordomo era un mestizo inteligente, que había entrado en la caverna y me confirmó la existencia en ella, de figuras esculpidas de hombres y animales, columnas y una capilla subterránea tallada en la roca, de que yo había oído hacer frecuentes relatos. Diome un caballo fresco y un vaquero que me sirviese de guía, con lo cual me puse en marcha. A corta distancia de la hacienda, nos apartamos del camino para penetrar en un pasadizo tan boscoso, que antes de haber andado mucho por él, me persuadí de que el propietario de la hacienda tenía sobrada razón en contentarse con la descripción que yo hiciese de la caverna, sin tomarse la molestia de visitarla. El vaquero tenía a cuestas todo el equipaje que esta clase de gente usa para correr a través de los bosques en pos del ganado: un pequeño, recio y pesado sombrero de paja, camisa de algodón, calzoncillos y alpargatas; a manera de sobretodo llevaba una chaqueta de piel curada, cuyas mangas excedían de las manos, y cuyo conjunto podía mantenerse en pie, como si fuese hecho de madera recia; la silla tenía enormes faldas de cuero, que tiradas hacia atrás protegían las piernas del jinete, quien llevaba además un par de botas del mismo material para resguardarse los pies. Mientras que él atravesaba ileso por los matojos y zarzales, mis sencillos vestidos se hacían pedazos; y, como conocía muy bien lo que eran las garrapatas, me decía con énfasis: "Estos chicos son muy demonios".
Como a distancia de una legua llegamos a la caverna; y atando los caballos, descendimos por una hendidura a una profundidad acaso de doscientos pies, encontrándonos bajo una inmensa bóveda de roca. Conforme avanzábamos, la caverna iba siendo más oscura, si bien penetraba la luz exterior por medio de una grande abertura perpendicular presentando magníficas estalactitas, trozos pintorescos de roca que, en la media sombra de la profundidad, tomaban las formas más fantásticas, proviniendo de ahí que se les llamasen figuras de hombres y animales, columnas y capillas. Convencime a primera vista que había recibido un nuevo desengaño; no había monumentos del arte ni cosa alguna que pudiese llamarse artificial; pero la caverna misma, amplia y abierta cual es, e iluminada en varios sitios por hendiduras superiores, era tan magnífica, que, a pesar de mis sufrimientos y del chasco que había llevado, no di por mal empleada mi visita. Pasé dos horas vagando por ella, regresé en seguida a la hacienda a comer, y era ya de noche cuando alcanzamos el rancho, en donde por última vez recibí de su pozo el inapreciable beneficio de un baño caliente. Por toda la península de Yucatán no hay indio, por pobre que sea, que no tenga en su pequeño moblaje una bañadera o batea; y, después de la obligación que tiene la mujer de confeccionar las tortillas, su principal obligación es tener agua caliente lista para cuando su marido vuelve del trabajo. Nosotros carecíamos de la conveniencia de tener mujer; pero en aquel rancho, por sólo un medio real, tuvimos todas las noches a nuestra disposición la batea o baño del alcalde. El tal baño era una pieza labrada de madera, con el fondo plano, como de tres pies de largo, dieciocho pulgadas de profundidad. El bañarse en semejante mueble era lo mismo que bañarse en una salvilla de las que se usan en una mesa de té; pero, cubiertos de garrapatas como nos hallábamos constantemente y mortificados de sus mordeduras, una simple abolución era tanto o más agradable que un baño turco o egipcio.