Época:
Inicio: Año 1 A. C.
Fin: Año 1 D.C.

Antecedente:
VIAJE A YUCATAN II



Comentario

CAPÍTULO VIII


Marcha a Bolonchenticul. --Fatal camino. --Una gran hacienda. --Imponente entrada. --Un huésped poco hospitalario. --Ruinas de Itzimté. --Edificio arruinado. --Escalera de piedras esculpidas. --Edificio cuadrado. --Fachada decorada de columnas. --Muros arruinados. --Restos de una figura esculpida. --Carácter y aspecto de estas ruinas. --Partida. --Llegada a Bolonchenticul. --Escena de satisfacción. --Pozos. --Derivación de la palabra Bolonchen. --Origen desconocido de los pozos. --El cura. --Visita a una extraordinaria caverna. --Su entrada. --Bajadas precipitadas. --Escena salvaje. --Escaleras toscas. --Peligros del descenso. --Nombre indio de esta caverna. --Una sala subterránea de baile. --Cámara cavernosa. --Numerosos pasadizos. --Gran número de escaleras. --Estanque rocalloso de agua. --Gran profundidad de esta caverna. --Un baño en el estanque. --Su nombre indígena. --Vuelta a la cámara rocallosa. --Exploración de otros pasadizos. --Otro depósito. --Historietas indias. --Otros dos pasadizos y estanques. --Siete estanques en todo. --Nombres indígenas de los otros cinco. --Falta de instrumentos científicos. --Superficie del país. --Esta caverna, la única proveedora de agua de un pueblo grande. --Vuelta. --Visita al cura. --Noticias de nuevas ruinas



Al amanecer el siguiente día, la mujer estaba ya en el sitio para recordarnos el cumplimiento de la promesa que le hicimos. Dímosle una taza de café; y con un pequeño presente que le satisfizo ampliamente por nuestra forzada ocupación de la casucha se quedó en el goce tranquilo de su posesión.

Nuestra comitiva quedó dividida esa mañana en tres partes. Los cargadores se encaminaron directamente a Bolonchén; Mr. Catherwood, guiado de Dimas, fue a trazar una vista del último edificio; y el doctor, yo y Albino nos dirigimos a visitar otra ciudad arruinada, convenidos en reunirnos todos aquella tarde misma en Bolonchén. Ya se nos había prevenido con anticipación, tanto al doctor cuanto a mí, que el camino que íbamos a emprender no podía pasarse a caballo. Durante la primera legua, nuestros brazos y piernas estuvieron en continuo martirio por los rasguños de las zarzas y espinos, y gracias a nuestros sombreros pudimos librarnos del funesto destino de Absalón. En un clima tan caluroso como aquél era muy desagradable mantener siempre atado el sombrero bajo la barba, y pocas cosas pueden ser más insufribles como la de caérsele a uno de cinco en cinco minutos, y tener que apearse del caballo para recogerlo. Nuestro guía indio caminaba a pie con mucha facilidad, trozando las ramas laterales y superiores. No había más alternativa que la de apearnos y guiar del diestro a nuestros caballos; pero, poco acostumbrados éstos a verse favorecidos de semejante manera, retrocedían de tal modo, que el trabajo de tirar de ellos hacía mayor la fatiga de caminar a pie.

Al salir de este enmarañado pasadizo, dimos en una gran hacienda, y nos detuvimos a la sombra de una ceiba enfrente de una verja imponente, al otro lado de la cual había grandes y plenos estanques de agua. Nuestros caballos no habían bebido un trago desde la noche precedente; por consiguiente, al desmontar, aflojamos las cinchas a los animales y, como por mera formalidad, enviamos a Albino a pedir permiso para darles agua. La respuesta fue que bien podíamos verificarlo pagando un real. En Chunhuhú esto nos costó siempre más por el trabajo de los indios; pero a las puertas de esta gran hacienda nos pareció tan ruin la demanda de un real, que no quisimos pagarlo y montamos de nuevo. Albino nos dijo que podríamos evitar un ligero rodeo con cruzar el corral; hicímoslo así, pasamos junto a los estanques de agua, en que había un grupo de hombres a cuya cabeza estaba el amo, y, saliendo al camino real sacudimos de nuestros pies el polvo de esta hacienda inhospitalaria. Nuestros pobres caballos llevaron la gloria de sostener nuestra dignidad.

A la una de la tarde llegamos a un rancho de indios en donde compramos algunas tortillas y nos procuramos un guía. Apartándonos del camino real, penetramos en una vereda de milpa, y al cabo de una hora se presentó a nuestra vista otra ciudad arruinada conocida bajo el nombre de Itzimté. Desde el llano por donde nos íbamos acercando vimos hacia la izquierda, sobre la ceja de una colina, una línea de edificios como de seis u ochocientos pies de largo, despojados completamente, pues que los árboles estaban recientemente caídos. Conforme nos fuimos acercando, vimos a varios indios empeñados en la operación de despejar el terreno, y, al llegar al pie de los edificios, supo Albino que esta operación se hacía de orden del alcalde de Bolonchenticul, por instancias y bajo la dirección del padre, en obsequio nuestro y esperando nuestra visita.

También tuvimos otro motivo de satisfacción con respecto a nuestros caballos. Había a las inmediaciones de allí una aguada a donde los mandamos inmediatamente, y llevando nuestros chismes a la terraza del edificio más cercano, nos sentamos delante de él a meditar y, sobre todo, a dar un ligero refrigerio a nuestros hambrientos estómagos.

Concluido esto, comenzamos nuestra inspección de las ruinas. Los trabajos que habían hecho emprender nuestros desconocidos amigos nos ponían en aptitud de formar de una sola ojeada una idea general acerca de la extensión y carácter de dichas ruinas, y de caminar con una facilidad relativa de un sitio a otro. Todas las piedras labradas de las paredes interiores se habían arrancado y extraído de allí para ser empleadas en las fábricas del pueblo, y los lados presentaban las cavidades cubiertas de una capa de mezcla de donde se habían removido. El edificio era como de doscientos pies de largo. En él había un departamento de sesenta pies, y una gran escalinata como de veinte de ancho se elevaba en el centro hasta la parte superior. Esta escalinata se hallaba en la condición más ruinosa; pero las piedras exteriores de los peldaños de abajo subsistían todavía, y aparecían ricamente adornadas y esculpidas; seguramente todas ellas tenían la misma rica decoración.

A poca distancia de éste, aparecía otro edificio grande, de forma cuadrada y de un carácter peculiar en su plan. En una de las extremidades, toda la fachada se había desplomado completamente, trayendo consigo una gran masa de mezcla y piedras, presentando toda la línea de columnas con que antes estuvo decorada. En la puerta de una pieza interior había una columna cubierta de labores, y en las paredes se veía la impresión de aquella misteriosa mano roja. A dondequiera que nos convertíamos encontrábamos ruinas completas. En la esquina opuesta al primer edificio había una hilera de paredes arruinadas, entre las cuales hallé caído en el suelo el desolado tronco de una estatua de piedra, a la cual faltaban también las piernas. Al fin de estas paredes había un arco, que desde cierta distancia parecía hallarse allí entero y solitario, como el llamado arco triunfal de Kabáh; pero luego descubrí que era únicamente el arco roto y abierto de un edificio arruinado. Por la extensión de estas ruinas, por las masas de piedras esculpidas y la ejecución del grabado, no hay duda de que ésta debió de ser una de las más clásicas ciudades aborígenes. Su influencia moral no podía ser más poderosa: la destrucción había sido tan completa, que no fue posible aprovecharnos de la bondad de nuestros amigos, y era muy triste que, después de haber hecho ellos tanto por nosotros, nada pudiéramos aprovechar de aquel trabajo. Itzimté era apenas un nuevo testigo de la inmensa desolación que ha sobrevenido en aquellos lugares.

A poco andar llegamos a los suburbios del pueblo de Bolonchenticul, y entramos ya bastante avanzada la tarde por una espaciosa calle decorada de casas de guano a derecha e izquierda. Los indezuelos retozaban en medio del camino, y los indios que volvían ya de sus tareas rústicas se estaban columpiando en sus hamacas en el interior de las cabañas. A poco más nos encontramos con un vecino, que, rodeado de varias personas, estaba sentado en la puerta de su casa tocando una guitarra. Tal vez era una escena de indolencia y abandono; pero al mismo tiempo lo era de paz, quietud y regocijo, comodidad y economía. Frecuentemente al entrar en las turbulentas poblaciones de Centroamérica, en medio de indios ebrios y de blancos armados y hechos unos baladrones, experimentábamos cierto puntillo de inquietud: las miradas que se nos dirigían eran amenazantes y suspicaces; siempre estábamos temiendo un insulto, y alguna vez ese temor se realizaba. Aquí, por el contrario, todos nos miraban con curiosidad, pero sin desconfianza; cada fisonomía que encontrábamos parecía darnos la bienvenida, y, conforme avanzábamos, todos nos saludaban amigablemente. Al término de esta prolongada calle se nos presentó la plaza situada en una ligera elevación, cubierta de grupos de indios que extraían agua del pozo, y recostada sobre unas verdes colinas que descollaban tras la cúspide de las casas, y que con la reflexión del sol poniente tenía un aspecto tan bello y pintoresco cual ningún otro pueblo en todo el país nos había ofrecido. A mano izquierda, sobre una elevada plataforma, descollaba la iglesia y a su lado el convento. En consideración a lo que el cura había hecho ya en favor nuestro, y a que nuestra comitiva era numerosa, notando además que la casa real, sólido y buen edificio con un ancho pórtico o corredor delante, nos estaba invitando realmente con su apariencia, determinamos libertar al cura de la molestia de nuestra presencia y nos dirigimos a la casa real. Unos indios bien vestidos, con un cacique muy comedido a su cabeza, estaban listos para hacerse cargo de nuestros caballos. Habiendo desmontado, entramos en el departamento principal. De un lado estaban los cerrojos de una prisión, y del otro un cepo, que servía de aviso a los forasteros para que tuviesen buena conducta. Nuestros cargadores habían llegado ya. Enviamos en busca de ramón y maíz para los caballos; colgamos nuestras hamacas y nos sentamos en el corredor.

Apenas nos habíamos sentado, cuando los vecinos vestidos con sus limpios trajes vespertinos, llevando varios de entre ellos bastones con puños de oro, vinieron a vernos. Todos fueron profusos en sus buenos ofrecimientos, y como aquélla era una de las horas de tomar el chocolate, vímonos perplejos entre las numerosas invitaciones que se nos hacían para ir a tomarlo en casa de los vecinos. Entre nuestros visitantes sobresalía un joven de hermosa barba negra, que le cubría el rostro, muy bien vestido, y el único que tenía sombrero negro, y al cual tomamos de pronto por un oficial del ejército, como que sabíamos que se andaba reclutando gente para resistir la temida invasión del general Santa Anna; pero luego supimos que ese individuo era un ministro de la Iglesia, y que servía al cura de ministro coadjutor. El cura aún no estaba entre los recién venidos; pero uno de éstos, dirigiendo la vista al convento y mirando que las puertas y ventanas aún estaban cerradas, nos dijo que se hallaba durmiendo la siesta.

Apenas tuvimos tiempo de echar una rápida ojeada a lo más interesante que había en el pueblo, que eran los pozos: espectáculo por cierto sumamente refrigerativo después de nuestros aprietos de Chunhuhú, y del cual ya nuestros caballos se habían aprovechado, recibiendo el beneficio de un baño.

Bolonchén deriva su nombre de dos palabras de la lengua maya: bolon, que significa nueve, y chen, que significa pozo, lo cual reunido quiere decir nueve pozos. Desde tiempo inmemorial, en efecto, nueve pozos formaban en la plaza el centro de esta población, y aun se ven en la misma plaza los tales pozos. Su origen es tan oscuro y desconocido como el de todas las ciudades arruinadas que cubren el país, y nadie ha pensado en averiguarlo.

Estos pozos son unas aberturas circulares practicadas sobre un vasto lecho rocalloso. El agua distaba, a la sazón, unos diez o doce pies de la superficie, y en todos los pozos se hallaba al mismo nivel. El origen o fuente de estas aguas es un misterio para los habitantes; pero hay varios datos que presentan la solución del caso de una manera muy simple. Los tales pozos no son otra cosa que meras perforaciones a través de una capa irregular de rocas, puestos todos en comunicación, como que en la estación de la seca un hombre puede entrar en uno y salir por otro en la más distante extremidad de la plaza; por consiguiente, claro es que las aguas no son vivas, o provenientes de alguna fuente subterránea. Además de eso, los pozos están llenos durante la estación lluviosa; pero, cuando ésta concluye, las aguas comienzan a desaparecer, en términos que cuando llega la estación de la seca desaparecen completamente; de lo que podría inferirse que bajo de la superficie hay una gran caverna rocallosa en que se precipitan las aguas llovedizas por medio de algunas grietas o aberturas, que sólo podían descubrirse haciendo un largo reconocimiento del país, y no teniendo por donde escaparse, bastan para las necesidades de la población, y más cuando se aumentan por las lluvias continuas.

El cuidado y preservación de estos pozos parece uno de los cuidados y tareas más principales de las autoridades del pueblo; pero ,a pesar de eso, la provisión de aguas basta apenas para siete u ocho meses del año. Mas en aquél, con motivo de la prolongada duración de la estación lluviosa, se habían mantenido provistos por más tiempo y aun conservaban abundante agua. Sin embargo, acercábase a gran prisa el tiempo en que estas aguas iban a agotarse, y los habitantes debían acudir a proveerse a una extraordinaria caverna distante media legua del pueblo.

Al anochecer llegó Mr. Catherwood y volvimos a la casa real. En un salón de cincuenta pies de largo y libre de pulgas, arrieros y conductores indios, con amplio espacio para columpiarse en las hamacas, todos experimentamos un feliz cambio de nuestros trabajos de Chunhuhú.

Durante el principio de la noche, el cura fue a vernos; pero, hallando que ya nos habíamos recogido, no quiso perturbarnos en nuestro sueño. A la mañana siguiente muy temprano vino a golpearnos la puerta, y no nos dejó hasta que le prometimos ir al convento y tomar chocolate con él.

Al cruzar la plaza, salió el cura a nuestro encuentro, envuelto en un ropón y capa negros, descubierta la cabeza sembrada de cabellos canos relucientes, y ambos brazos extendidos: abrazonos a todos, y con el tono de un hombre que cree no haber sido tratado bien nos reprendió por no habernos dirigido rectamente al convento: guionos en seguida, mostronos todas sus comodidades y conveniencias, insistió en mandar a la casa real por nuestros equipajes, y sólo consintió en diferir esta operación mientras nosotros consultábamos el plan de nuestras ulteriores operaciones.

Este plan consistía en salir de Bolonchén aquella tarde misma dirigiéndonos a las ruinas de San Antonio, cuatro leguas distante de allí. El cura jamás había oído hablar de tales ruinas, y ni siquiera creía que existiesen; pero conocía la hacienda y envió a tomar informes sobre el particular. Entretanto, dispusimos emplear la mañana en visitar la cueva, y volver a comer en su compañía. Recordonos que aquel día era viernes, y por consiguiente día de ayuno; pero, como conocíamos muy bien a los padres, no por eso tuvimos aprensión ninguna.

Había una gran dificultad en nuestro proyecto de visitar la cueva en aquellas circunstancias. Desde que comenzó la estación lluviosa había dejado de frecuentarse; y cada año, poco antes de comenzar de nuevo a recibir las visitas de los habitantes del pueblo, empleábanse varios días en reparar las escaleras. Pero, como aquélla era la única oportunidad que teníamos de verla, determinamos hacer la prueba.

El cura se encargó de hacer los necesarios aprestos, y después del almuerzo nos pusimos en marcha en medio de una larga procesión de indios y de vecinos. Como a media legua de distancia del pueblo, camino de Campeche, penetramos en una amplia vereda que seguimos hasta entrar en un pasadizo tortuoso. Bajando gradualmente por él, llegamos al pie de una ruda, elevada y caprichosa abertura practicada bajo una atrevida bóveda de rocas pendientes, con el aire de una magnífica entrada a un gran templo destinado al culto del dios de la Naturaleza.

Desembarazámonos de los atavíos que pudieran servirnos de dificultad y siguiendo al indio que debía guiarnos, provistos de un antorcha de viento, entramos en la salvaje caverna, que iba haciéndose más y más oscura conforme avanzábamos. Como a distancia de sesenta pasos el descenso se hizo precipitado, y bajamos por una escalera de veinte pies. En este sitio desapareció hasta el último vestigio de luz que venía de la boca de la caverna; pero muy luego llegamos al borde de una inmensa bajada perpendicular, en cuyo fondo mismo caía una masa luminosa, que pasaba por medio de una abertura practicada en la superficie de la colina, y que tenía doscientos diez pies de profundidad, según pudimos saberlo después tomando las medidas. Al situarnos en el borde de este precipicio bajo una inmensa cobertura de rocas vivas, que todavía parecía más oscura y sombría por el rayo de luz que penetraba por la abertura superior, las gigantescas estalactitas y los enormes picachos de piedra parecían revestidos de las formas más caprichosas y fantásticas, y tomaban el aire de animales monstruosos, o de las deidades de un mundo subterráneo.

Desde el borde del precipicio en que estábamos descendía una enorme escalera, de la construcción más tosca que puede imaginarse, llevando perpendicularmente hasta el fondo de la abertura. Tenía de setenta a ochenta pies de largo sobre unos doce de ancho, y estaba construida de rudas ramas atadas entre sí y sostenidas por estacas horizontales apoyadas en la roca, por toda la prolongación del descenso. La escalera era doble y dividida por el centro en dos ramales; y, además, todas las ataduras eran de mimbres. Su aspecto nos pareció bastante precario e inseguro, confirmándonos los malos precedentes que habíamos oído sobre la dificultad de penetrar en una caverna tan extraordinaria.

Nuestros indios comenzaron el descenso; pero apenas se había perdido la cabeza del primero, cuando faltó uno de los peldaños, y con trabajo pudo escaparse de una catástrofe acertando a fijarse en otro, del cual quedó colgado. Como la escalera había sido atada con mimbres verdes todavía, éstos se hallaban secos entonces, flojos y aun rotos en ciertas partes. Sin embargo, nos resolvimos a bajar, y en efecto bajamos con algunos ligeros contratiempos, cuidando siempre de asegurar los dos pies y las dos manos en apoyos diferentes, a fin de que fallando uno se encontrase el que le seguía; y de este modo todos llegamos hasta la extremidad inferior de la escalera; es decir, nosotros tres, nuestros indios y tres o cuatro individuos de la numerosa escolta que llevábamos, porque el resto había desaparecido quedándose arriba. La vista de esta escalera desde abajo, e iluminada a la débil luz de las antorchas, es uno de los espectáculos más salvajes e imponentes que pudiera imaginarse. Sin embargo, el lector no se encuentra todavía sino a la boca de esta singular caverna, y, para explicarle brevemente su extraordinario carácter, direle su nombre, que es el de Xtacumbil-Xunaan. Esto quiere decir en lengua maya la señora escondida, y se deriva de una leyenda indígena que refiere la historia de una señora que, robada del poder de su madre, fue escondida por su amante en esta caverna.

Todas las escaleras se reparan y aseguran anualmente cuando los pozos de la plaza de Bolonchén comienzan a flaquear. La municipalidad designa el día en que deben cerrarse los pozos y trasladarse la concurrencia a la caverna: ese día se celebra una gran fiesta campestre al pie de esta inmensa escalera. Por el lado que conduce a los depósitos de agua hay un rudo salón de elevado techo de roca y un piso nivelado: adórnanse de ramas las paredes de esta sala, ilumínase bien toda ella, y el pueblo entero se traslada allí con músicas y refrescos. El cura no deja de concurrir, siendo el jefe de la fiesta, y todo el día se pasa en bailar dentro de la caverna, regocijándose de que, cuando una fuente se ha cerrado, se encuentra abierta otra para satisfacer sus necesidades.

A un lado de esta cámara, esto es, al pie de la grande escala, hay una abertura practicada en la roca, desde la cual entramos en un rápido descenso, a cuyo extremo se hallaba otra prolongada y sospechosa escalera. Extendíase a lo largo de la viva roca, y si bien no era tan profunda ni empinada como la precedente, su condición era mucho más ruinosa: los peldaños estaban sueltos, y los primeros cayeron en el momento en que hicimos la primera tentativa de bajar. La caverna era húmeda, y la roca y escalera lo estaban tanto que a cada paso se resbalaba. En este pasaje nos desamparó el resto de nuestros acompañantes, siendo el padre coadjutor el último de los que desertaron. Era evidente que el trabajo de explorar esta caverna se había multiplicado por el pésimo estado de las escaleras, y no dejaba de ser peligroso el insistir en ello; pero, como, a pesar de todo cuanto habíamos visto en materia de cavernas, había en ésta no sé qué de grande, bravío y extraordinario, no acertamos a desistir de la empresa. Por fortuna, el cura había tenido cuidado de proveernos de cuerdas; así, pues, aseguramos una a la extremidad de una roca, y un indio condujo la otra extremidad a la parte inferior de la roca. Seguímosle de uno en uno: sujetándonos de la cuerda con una mano y apoyándonos con la otra en la escalera; no era posible llevar antorcha alguna, y por lo mismo tuvimos que practicar a oscuras el descenso, o iluminados a lo sumo con la pálida claridad que podía llegar hasta nosotros de las antorchas de arriba y abajo. Al pie de esta escalera había una inmensa cámara cavernosa, desde la cual diferentes pasadizos o grutas irregulares llevaban a los varios depósitos del agua. El Dr. Cabot y yo, acompañados de Albino, tomamos uno de estos pasadizos indicados por los indios.

Verificada una ligera subida sobre aquel lecho de rocas, a una distancia como de setenta y cinco pies, llegamos al pie de una pequeña escalera de nueve pies de largo; a poco más había otra de cinco, la cual subimos, habiendo bajado después por otra que tenía dieciocho pies de largo. Un poco más lejos todavía, nos encontramos con otra de once pies, y a corta distancia descubrimos otra, que ya era la séptima, cuya longitud y apariencia general nos indujo a detenernos un momento y a entrar en reflexiones serias. En aquel momento, Albino era la única persona que nos acompañaba. La escalera que teníamos a nuestros pies se prolongaba sobre la planicie estrecha y oblicua de una roca, protegida de un lado por una pared vertical, y expuesta del otro a un precipicio abierto. Su aspecto era poco lisonjero, mas al fin determinamos proseguir adelante. Apoyándonos sobre el lado de la escalera contiguo a la roca, bajamos rompiendo y haciendo caer los toscos peldaños, en términos que, cuando habíamos tocado al fondo, toda comunicación quedaba cortada con Albino. Érale imposible a éste bajar a donde nosotros estábamos, y lo peor era que ni era posible tampoco retroceder a donde él se hallaba. Era ya demasiado tarde para reflexionar. Dijímosle a Albino que nos arrojase las antorchas, y regresase en busca de los indios y de las cuerdas para sacarnos de aquel abismo. Entretanto, seguimos andando a través de un pasadizo quebrado y tortuoso, y como a la distancia de doscientos pies llegamos a la cabeza de otra escalera de ocho pies de largo, en cuya extremidad inferior penetramos por un largo y estrechísimo pasadizo. Arrastrándonos sobre pies y manos, seguimos adelante, y a la distancia como de trescientos pies llegamos a un estanque de roca viva, lleno de agua. Antes de llegar, una de nuestras antorchas se había consumido y la otra estaba a punto de extinguirse. Conforme al mejor cálculo aproximativo que pude formar, en aquel momento nos hallábamos a mil cuatrocientos pies de distancia de la entrada principal, y como a cuatrocientos cincuenta de profundidad en línea perpendicular. Ya puede suponer el lector, por lo que sabe de estos pozos, que nosotros estábamos ennegrecidos por el humo, colorados y sudando a mares. El agua era el más agradable espectáculo que pudiera lisonjear a la vista; pero no nos satisfizo con haber bebido de ella únicamente: teníamos necesidad de un beneficio más eficaz. Nuestra expirante antorcha nos contenía, porque en la oscuridad jamás hubiéramos podido hallar nuestro camino y volver a la superficie de la tierra habitada; pero, confiados en que, si no aparecíamos en el decurso de la semana, Mr. Catherwood no dejaría de acudir en nuestro socorro y sacarnos de allí, despojámonos de la poca ropa que teníamos encima, y nos sumergimos en el estanque. Éste era suficientemente capaz para prevenir el que nos embarazásemos recíprocamente, y con eso nos dimos un buen baño, que, tal vez, ningún hombre blanco había tomado antes de nosotros en semejante profundidad.

Llamaban los indios Chac-há a este depósito de agua, cuyas palabras significaban agua-roja; pero eso no lo sabíamos entonces, ni podíamos tampoco descubrirlo, porque, con el fin de economizar nuestra única antorcha, evitamos atizarla, y yacía sobre la roca semejante a un tizón próximo a extinguirse como amonestándonos de que no era lo mejor fiarnos demasiado, para salir de allí, de nuestros amigos residentes en la faz de la tierra, sino que era más seguro cuidar de nosotros mismos. Al salir del baño, vestímonos de prisa, y, retrocediendo con nuestra expirante antorcha próxima a darnos el postrer adiós, alcanzamos el pie de la escalera destruida, de donde ya era imposible seguir adelante. Albino volvió al fin con los indios y las cuerdas. Trepamos por ellas como mejor supimos, y volvimos al salón de donde partían los pasadizos en líneas divergentes: los indios nos designaron uno, y penetramos desde luego en él, y lo recorrimos hasta que vino a ser tan bajo y estrecho como ninguno de los que hubimos explorado antes, llegando a otro estanque de agua que, según las medidas del Dr. Cabot, se hallaba a cuatrocientos y un pasos, y según las mías a trescientos noventa y siete distante del punto de partida. Este depósito, según supimos después, se llamaba Pucul-há, lo cual significa que el agua tiene flujo y reflujo como el mar. Decían los indios que mengua cuando sopla el viento del Sur, y crece con el del Noroeste; y más agregan todavía, a saber, que, cuando marchan en silencio, hallan el agua, pero, cuando van hablando o haciendo algún ruido, el agua desaparece. Quizás no gasta de tantos escrúpulos cuando se acerca la gente blanca, porque nosotros hallamos agua, y por cierto que no nos acercamos con los labios sellados. Algo más añaden los indios todavía, y es que una vez se desmayaron cuarenta mujeres en este pasadizo, y que desde entonces no permiten que vaya sola ninguna mujer. Al regreso, nos apartamos dos veces del pasadizo principal para entrar en otros, y llegamos a dos nuevos estanques de agua; y, cuando alcanzamos el pie de la grande escala, rendidos y casi extenuados de fatiga tuvimos la satisfacción de saber por boca de nuestros amigos que nos esperaban para escuchar el relato de nuestras aventuras, que los tales depósitos de agua eran siete por junto, y que sólo se nos habían escapado tres. Todos ellos tienen nombres que los indios les han puesto, y de los dos primeros ya he hecho referencia.

El tercero es llamado Sayab, que significa agua manantial; el cuarto Akab há, en razón de la oscuridad que allí reina; el quinto, Choco-há, por la circunstancia de hallarse el agua siempre caliente; el sexto, Ocil há, por su color de leche; y el séptimo, Chimez-há, porque cría ciertos insectos llamados chimez.

Muy sensible nos fue el no poder fijar las particularidades o diferencias que podían existir entre estas aguas, y sobre todo el no llevar un barómetro y un termómetro para conocer su temperatura y gravedad específica. Si hubiéramos sabido algo, de antemano habríamos llevado por lo menos un termómetro; pero, como siempre ignorábamos en lo absoluto lo que nos esperaba, nuestro principal cuidado era desembarazarnos de cuanto podía retardar nuestras marchas; y después de eso, hablando la pura verdad, hicimos en aquel país ciertas cosas sólo por nuestra propia satisfacción, y sin ningún proyecto científico. La superficie del país está formada de un terreno de transición, o cubierta de montañas de piedra calcárea, y, aunque éste es casi indudablemente su carácter, acaso allí, más que en ninguna otra parte del territorio, abundan esas hendiduras o cavernas, en que las fuentes brotan súbitamente, y los torrentes siguen un curso subterráneo. Pero estas fuentes vivas de agua y la conformación geológica del terreno entonces eran para nosotros objetos de interés secundario. El hecho más importante era que, desde el momento en que los pozos de la plaza flaqueaban, el pueblo entero acudía a proveerse de agua en esta caverna, y por cuatro o cinco meses consecutivos éste era el único surtidero de aquel elemento. Y no era esta caverna, como en Xkoch, el recurso de un indio errante, ni como en Chaac el de un pequeño y miserable rancho, no: era el único depósito de agua de uno de los más prósperos pueblos de Yucatán, que contiene una población de siete mil almas; y subirá de punto la admiración cuando se sepa que durante todo ese tiempo largas hileras de indios, hombres y mujeres, acuden diariamente con sus cántaros a cuestas que sacan de allí llenos de agua; y que, a pesar de la fama que la caverna de Bolonchén tiene en Yucatán, según los mejores informes que reuní, ningún hombre blanco del pueblo la había explorado jamás.

Volvimos a la casa real, nos dimos una lavada que tanto necesitábamos, y en seguida salimos a comer con el cura. Si él no nos hubiera recordado antes que era viernes y día de ayuno, en verdad que no lo hubiéramos descubierto en la mesa. En efecto, no estábamos acostumbrados a tanto regalo, y creo que el buen cura se imaginó que nunca habíamos comido en la vida. No parecía propio que nos pusiésemos en marcha aquella tarde misma, y además ya no sabíamos qué hacer, porque el cura había trastornado todos nuestros planes con asegurarnos que, después de todas las investigaciones que había hecho, estaba cierto de que no había ruinas de ninguna especie en San Antonio, en donde sólo existía una caverna. Como estábamos ya hartos de ellas para emplear más tiempo en su examen, determinamos visitar otras ruinas de que nos dio noticia el cura, sin que nosotros hubiésemos oído hablar de éstas anteriormente. Estaban en el rancho Santa Rosa, perteneciente a un amigo del cura, llamado don Antonio Cervera, alcalde del pueblo. Don Antonio no las había visto jamás, pero tanto él como el cura tenían el proyecto de visitarlas, y me hablaron con particularidad de una casa cerrada que pensaban visitar en la próxima seca provistos de bombas para echarla abajo. El cura mostró tanto empeño en que visitásemos aquel sitio, que casi a pesar nuestro tuvimos que tomar esa dirección.