Comentario
CAPÍTULO IX
Partida de Bolonchén. --Extravío. --Rancho de azúcar. --Una nueva sección del país. --Rancho Santa Rosa. --Plaga de pulgas. --Visita a las ruinas de Xlabpak. --Una elevada estructura. --Departamentos, etcétera. --Escaleras. --Puertas principales. --Interesante descubrimiento. --Patio. --Edificio cuadrado en la segunda terraza. --Figuras y adornos colosales. --Departamento central. --Señales de reciente ocupación. --Plan de la hilera baja de habitaciones. --Bajorrelieves esculpidos. --Los constructores acomodaron su estilo al género de materiales que tenían a la mano. --Residencia en las ruinas. --Necesidades. --Escena a la luz de la luna. --Pintura. --Agujeros circulares. --Escalinatas. --Adornos de estuco. --Lluvia. --Afición a lo maravilloso
A la mañana siguiente muy temprano reasumimos nuestro viaje, y no bien habíamos salido de Bolonchén cuando nos encontramos sumergidos de nuevo en las salvajes florestas del país. Albino se quedó atrás por almorzar; y no nos habíamos alejado mucho cuando llegamos a una encrucijada del camino: tomamos uno de sus ramales, caminando por un gran llano cubierto de arbustos que llegaban a la altura de las cabezas de los caballos, y cuya vereda fue estrechándose de tal modo, que al fin fue imposible proseguir adelante. Retrocedimos para tomar otra y, sujetándonos cuanto era dable al rumbo que se nos había designado, dimos en una aguada fangosa y cubierta de matojos; algo más allá estaba un rancho de azúcar, el primero que hubimos visto en Yucatán, indicando que ya habíamos entrado en una diversa sección de aquel país. Habíamos salido, en fin, de la región de eternas piedras, y la tierra era rica y arcillosa. A una legua más llegamos al rancho Santa Rosa. Muy raro era hallar en aquel país un sitio que llamase realmente la atención por su belleza de situación; pero no pudo menos de chocarnos la de este rancho, cuya belleza consistía acaso en la altura en que se hallaba situado, descubriéndose desde allá todo el paisaje abierto que le rodeaba.
El mayordomo se sorprendió algo al saber el objeto de nuestra visita. Las ruinas distaban del rancho cerca de dos leguas, él no las había visto jamás, ni tenía buena opinión de las ruinas en general; sin embargo de eso, envió desde luego a notificar a los indios para que estuviesen a la mañana siguiente en el sitio de ellas, y por la tarde nos trajo uno que quedaba encargado de servirnos de guía. Con la intención de darle alguna idea de lo que eran ruinas, mostrámosle algunos dibujos de Mr. Catherwood, y preguntámosle si las de allí tenían alguna semejanza con las que se le presentaban a la vista. Miró atentamente los dibujos y señaló los claros que dejaban las puertas como puntos de semejanza. De esta suerte, nuestra primera impresión fue que tendríamos que darle las gracias al cura por habernos empeñado en hacer allí una visita inútil.
La noche que pasamos en el rancho ha sido una de las más memorables. Vímonos tan afligidos de las pulgas, que fue imposible dormir. Mr. Catherwood y el Dr. Cabot apelaron a la práctica que se estila en Centroamérica de costurar la sábana formando un saco, y toda la noche estuvimos acometidos de una verdadera fiebre.
A la mañana siguiente nos encaminamos a las ruinas de Xlabpak, teniendo particular cuidado de llevar nuestro equipaje, pues bajo ningún pretexto intentábamos regresar al rancho: el mayordomo nos acompañaba, y era una cosa verdaderamente de lujo eso de trotar por un camino libre enteramente de piedras. Al cabo de una hora entramos en una floresta de bellos árboles, y, a la legua de estar en ella caminando, encontramos una partida de indios que nos designó una vereda acabada de abrir, más selvática que ninguna de las que hasta allí habíamos cruzado. Después de seguirla por cierta distancia, detuviéronse los indios, y nos hicieron señal de que desmontásemos. Asegurando bien los caballos y continuando en prosecución de los indios, a pocos minutos descubrimos a través de un pequeño claro que dejaba el bosque el blanco frontis de un elevado edificio, que, por la imperfecta vista que teníamos de él, parecionos el mayor que hubiese en todo el país. Era de tres cuerpos: el superior consistía en una bronca y desnuda pared sin frente ni abertura ninguna, siendo ésta, según nos dijeron los indios, la casa cerrada que el cura y el alcalde trataban de bombardear. El edificio entero y sus terrazas estaba cubierto de árboles gigantescos. Abriendo los indios una vereda a lo largo del frente, fuimos caminando de puerta en puerta, a través de sus desolados salones. Era la primera vez que encontrábamos en semejantes edificios escaleras interiores, y una de las que allí había estaba entera completamente, con cada peldaño en su lugar. Las piedras se hallaban como gastadas por el uso, y casi esperábamos a cada paso descubrir las huellas de sus primitivos ocupantes. Con un vehemente interés lo anduvimos todo, hasta llegar a la parte superior del edificio, desde donde se obtenía una extensa vista sobre aquella grande y boscosa llanura, dándole la apariencia del cielo en aquel momento, un grado más de sombría tristeza. La atmósfera estaba cargada y anunciaba la proximidad de un nuevo norte. Era tan impetuosa la fuerza del viento sobre el arruinado edificio, que alguna vez nos veíamos obligados a sujetarnos de las ramas para evitar el peligro de una caída. Un águila detuvo su vuelo por los aires, y parecía suspendida sobre nuestras cabezas. A tan elevada altura, el doctor Cabot reconoció que era un águila de especie muy rara, y la primera que hubiese visto en el país: por algún tiempo estuvo con la escopeta lista esperando que le sería posible traerla consigo como un recuerdo de aquel sitio; pero el ave atrevida continuó su vuelo hasta desaparecer.
Parecía una especie de sacrilegio perturbar el reposo en que estaba el edificio y remover la mortaja que lo cubría; pero este sentimiento quedó sofocado al crujido del hacha y el machete y a la estrepitosa caída de los árboles. Teníamos treinta indios, que, trabajando bajo la dirección del mayordomo, equivalían a cuarenta o cincuenta en nuestras manos; experimentaba yo la más viva y gloriosa emoción al pasearme a lo largo de aquellas terrazas, teniendo al mayordomo y a Albino para transmitir mis órdenes a los indios. Y en verdad que apenas puedo concebir un grado mayor de excitación que el que yo experimentaría cruzando el país en todas direcciones, con tiempo, recursos y considerable fuerza a mis órdenes, y despejar completamente toda la región en que hoy yacen sepultadas tantas ciudades en completa ruina.
Entretanto Mr. Catherwood, que se hallaba todavía convaleciendo y que no había podido pegar los ojos en la noche anterior, hizo colgar su hamaca en el departamento superior del edificio. A la tarde, se concluyó el desmonte y comenzó aquél a trabajar en sus dibujos.
A primera vista, aquella pared superior nos pareció en efecto la casa cerrada, y casi deseamos tener allí al cura con sus bombas. El mayordomo también le daba el mismo nombre al verla; pero parece extraño que se le atribuya semejante carácter, porque, al abrirnos paso por la plataforma de la terraza, descubrimos una serie de puertas que daban entrada a los departamentos, y que cuanto hasta allí se había visto no era más que una pared posterior sin puertas ni ventanas. Todavía hicimos otro descubrimiento de mayor importancia e interés: la elevación a donde primero llegamos y que da vista al poniente, noble y majestuosa cual lo era, sólo venía a ser la parte posterior del edificio; y el frente, que daba al oriente, presentaba los vacilantes restos de la mayor estructura que alza su arruinada cabeza en medio de las florestas de Yucatán.
Enfrente había un gran patio con hileras de edificios arruinados formando un espacioso cuadrilátero, en cuyo centro se elevaba una gigantesca escalinata que guiaba del patio a la plataforma del tercer cuerpo. A las dos extremidades de la plataforma de la segunda terraza existía un edificio cuadrado semejante a una torre, adornados ambos con los restos de muchas labores de estuco; y en la plataforma del tercero, a la cabeza de la gran escalinata y a cada uno de los lados de ella, veíanse dos edificios oblongos con fachadas cubiertas de figuras colosales y adornos también de estuco, sirviendo al parecer como de portal a la construcción más elevada. Al subir la grande escalinata, el cacique, el sacerdote o el extranjero tenía delante de sí este portal primorosamente adornado, y pasaba a través de él para penetrar en el departamento central del cuerpo superior.
Este departamento, sin embargo, no correspondía a la magnificencia de su entrada, y, conforme a nuestra mejor inteligencia en punto a propiedad, la vista del departamento era un completo desengaño: era de veintitrés pies de largo, de sólo cinco pies y seis pulgadas de ancho, sin pinturas ni adornos de ninguna especie. Pero en la cámara superior había un monumento extraño, un signo de reciente ocupación indicando en medio de la desolación y silencio que reinaba en derredor, que pocos años antes este arruinado edificio, del cual acaso huyeran sus habitantes acometidos de terror o lanzados por la punta de la espada, había sido el refugio y residencia del hombre. En los claros de las puertas de entrada existían hamaqueros; y en las testeras había unos andamios hechos de palos atados con mimbres. Cuando el cólera morbus cayó como un fatal azote sobre aquel aislado país, los habitantes de los pueblos y los ranchos huyeron a las montañas y florestas buscando la salvación. Este desolado edificio se habitó de nuevo, esta elevada cámara fue la mansión de algunas familias espantadas en presencia de tal calamidad, y allí, en medio de duras privaciones, esperaron que pasase el ángel de la muerte.
La hilera inferior de edificios consiste en cuatro líneas de departamentos estrechos y construidos con la mayor uniformidad en su diseño y proporción. La grande escalinata tiene 40 pies de ancho; y todo el conjunto superior está cerrado de todos lados sin comunicación con los departamentos, y según todas las apariencias, constituyendo una masa sólida. Si realmente lo sean, o contengan algunas piezas interiores, eso queda, como otras estructuras de la misma especie, para la investigación de futuros historiadores; porque, en las circunstancias en que hicimos nuestra visita, nos era imposible averiguar nada en el particular.
Bueno será saber que en este edificio, lo mismo que en el Palenque, existen bajorrelieves esculpidos, adornos que en todas nuestras peregrinaciones en demanda de ruinas americanas sólo habíamos visto en estos dos sitios. A la sazón caminábamos en dirección del Palenque, si bien nos hallábamos de allí a grande distancia: la faz del país era menos pedregosa, y el descubrimiento de estos bajorrelieves, así como el aumento y profusión de adornos de estuco hacían presumir que, al pasar los límites de la gran superficie de piedra calcárea, los constructores de estas ciudades adaptaron su estilo a los materiales más próximos, hasta que en el Palenque, en vez de trazar grandes fachadas de piedra toscamente esculpida, decoraron el exterior con adornos de estuco y, haciendo uso de muy pocos que fuesen esculpidos, pusieron en ello más esmero y habilidad.
Casi teníamos ya encima la noche, cuando Albino se acercó a preguntarnos en qué pieza colgaría nuestras hamacas, cosa en que no habíamos pensado hasta allí, preocupados con el interés de lo que estábamos contemplando; el zumbido que sentimos en el bosque era un fatal anuncio de mosquitos, y nos inclinamos a ocupar los pisos más altos; pero no dejaba de ser peligroso trasladar allí todo nuestro menaje, o caminar en la oscuridad a través de las derruidas terrazas, Al fin escogimos las piezas de más fácil acceso, y para preservarnos de los mosquitos cerramos la puerta principal con la muselina negra que nos servía de tienda de campaña para el daguerrotipo. Establecimos la cocina en un rincón del cuarto, y luego que todo estuvo arreglado llamamos a todos los sirvientes, y asociados con nosotros constituimos una comisión permanente de medios y recursos (ways and means). En cuanto a yerba, los caballos estaban bien provistos, porque muchos de los árboles que se habían echado abajo eran majestuosos ramones, pero no había allí maíz ni agua, ni aun para nuestro propio uso. Excepto nuestra provisión de té, café, chocolate y pan de Bolonchén, endulzado como todo el pan que se usa en el interior y propio solamente para tomar chocolate, nada más teníamos y el día nos podría sorprender sin los materiales indispensables para almorzar. Era, pues, preciso adoptar medidas urgentes y sumarias, y entré en consulta con el mayordomo y los indios. Éstos habían despejado un pedazo del terreno cerca de los caballos, y colgado sus hamacas, encendiendo una gran hoguera en el centro. Todos estaban reposando tranquilamente y mostrando la docilidad misma de las palomas, hasta que les hice presente la necesidad de ponerse inmediatamente en movimiento en demanda de provisiones. Siendo completamente criaturas de hábito, y teniendo que terminar sus labores con el sol, retirándose después a conversar y reposar, no les agradaba mucho el ser interrumpidos, ni aun con el estímulo del dinero; y, si no hubiera sido por el mayordomo, yo no habría podido conseguir nada de ellos. Escogió aquél dos comisionados diferentes, cometiendo a cada cual parte de la comisión, puesto que uno solo no podría recordar todos los artículos demandados, ni habría servido de nada el escribirlos en una nota. Muy dudoso era conseguir uno de esos artículos, a saber, una olla de barro, porque los indios no tenían más que una sola en cada cabaña y siempre estaba en ejercicio. Sin embargo, nuestros mensajeros llevaron órdenes terminantes para comprarla, alquilarla, pedirla prestada o conseguirla del mejor modo que pudiese sugerirles su habilidad, a fin de que en ningún caso se volviesen sin ella.
Arreglado este importante punto, el campamento bajo los árboles con las atezadas figuras de los indios iluminadas por la luz de la hoguera, presentaba un bello espectáculo; y, si no hubiese sido por la aprensión de los mosquitos, de buena gana hubiera hecho colgar mi hamaca entre aquéllos. Cuando regresaba yo a mi alojamiento, la luna iluminaba magníficamente todo el desmonte, penetraba la oscuridad de las selvas adyacentes y dejaba caer sus luminosos rayos sobre el grande edificio blanco desde su base hasta la cima. No nos faltaban algunas nuevas aprensiones para el resto de la noche. Mi hamaca estaba colgada en la pieza del frente; y en línea perpendicular a mi cabeza, en el lecho de piedras planas que cierra la bóveda, se veía el opaco contorno de una pintura encarnada, semejante a la que por primera vez habíamos visto en Kiuic. En las paredes existían las impresiones de la misteriosa mano roja, y en rededor aparecían los signos de la reciente ocupación de que he hecho referencia, dando fuerza a la reflexión que siempre obraba en nuestro ánimo, de la variedad de relatos de maravilla y horror que habrían referido aquellas paredes, si hubieran tenido el don de la palabra. Hicimos encender una hoguera en un rincón del departamento, pero ni oímos el chillido de los mosquitos ni había pulgas. Cuantas veces despertamos en la noche, no fue sino para congratularnos mutuamente de vernos libres de estas pequeñas molestias.
Nuestro primer cuidado a la mañana siguiente fue enviar a los caballos a beber agua, y a que se nos proporcionase alguna para nosotros, pues los indios habían agotado cuanto se encontró en los huecos de las rocas. A las once de la mañana volvieron nuestros emisarios trayendo pollos, huevos, tortillas y una olla que habían tomado alquilada en medio real, pero sólo para un día. Seguimos en nuestro examen de las ruinas; mas nos encontramos tan intrincados en la espesura de los bosques, que se hacía ya imposible buscar un camino para emprender el examen de los otros edificios. Mientras estábamos haciendo el desmonte, nos encontramos con dos agujeros circulares, semejantes a los descubiertos en Uxmal, y que los indios llamaban chaltunes, o cisternas, añadiendo que se hallaban por todas partes. El doctor Cabot, persiguiendo a un pájaro, halló una hilera de edificios a muy corta distancia, separados los unos de los otros y con fachadas ornamentadas de estuco.
Siguiendo adelante, vimos a través de los árboles el ángulo de un gran edificio, el cual se descubrió que era un inmenso paralelogramo que conservaba en el interior una plaza. En el centro del frente corría una escalinata completamente arruinada; y, subiendo de la base a la cima del edificio, y cruzando después sobre el techo plano, encontrámonos con otra escalinata igual que bajaba del otro lado dentro del patio o plaza. Los más ricos ornamentos se hallaban de esta parte, eran de estuco, y de cada lado de la escalinata los había de un nuevo y curioso diseño, que desgraciadamente se encontraba en el estado más completo de ruina. Todo aquel recinto se hallaba tan cubierto de árboles y maleza, que de los edificios del frente apenas se veía alguna cosa, y en ciertos puntos, nada en lo absoluto.
En la tarde arreció el norte, y por la noche el agua hizo entrar a todos los indios que dormían fuera.
Al siguiente día el agua continuaba, y el mayordomo se marchó dejándonos, y llevándose consigo a casi todos los indios, lo cual puso término a la obra del desmonte. Mr. Catherwood tuvo su acceso de fiebre, y en los intervalos en que el sol alumbrada el doctor Cabot y yo trabajábamos en el daguerrotipo.
Entretanto, y por la dificultad de procurarnos agua y provisiones, encontrámonos con que era muy molesta nuestra residencia en las ruinas. Quejábanse de aquella detención los indios contratados para la conducción de equipajes, y para colmo de dificultades presentose el propietario de la olla para que se le devolviese, Además, Mr. Catherwood no podía trabajar; los bosques se hallaban húmedos con los aguaceros, y por tanto juzgamos conveniente cambiar el lugar de la escena. No habíamos visitado un sitio que nos costase tanto pesar el abandonarlo sin concluir su examen, ni que mereciese mejor una exploración de un mes. Aún queda para el futuro explorador un rico campo casi virgen; y lo que es más, para que se excite algo su imaginación y se convenza de que la afición a lo maravilloso no está confinada a un solo país, puedo añadir que, fundándose en una carta mía dirigida a un amigo del interior con motivo del descubrimiento de este sitio, y en la cual hacíamos mención de los vestigios de seis edificios, a nuestro regreso a Mérida nos encontramos en que estos seis habían ido acumulándose, sin detenerse, hasta llegar al número de ¡seiscientos!