Comentario
CAPÍTULO X
Partida de Xlahpak. --Ranchos de azúcar. --Hacienda de Halalsak. --Cultivo de la caña de azúcar. --Otro rancho. --Su agradable apariencia. --Establecimiento del señor Trejo. --Un pozo. --Árboles de ceiba. --Continuación de la jornada. --Pueblo de Iturbide. --Su formación y rápido aumento. --Un conocido. --Atenciones opresoras. --Iris lunar. --Apariencias del pueblo. --Montículo de ruinas. --Visita a las ruinas de Cibinocac. --Un pozo. --Amplio edificio. --Escolta perezosa. --Un huésped apurado. --Vuelta al pueblo. --Un emigrante en prosperidad. --Una comida. --Práctica médica. --Deplorable situación del país con respecto a auxilios medicales. --Segunda visita a las ruinas. --Frente de un edificio. --Estructuras cuadrangulares. --Pintura interesante. --Un pozo antiguo. --Montículos. --Vestigios de una gran ciudad
El martes 24 de febrero nos pusimos en marcha y dejamos las ruinas de Xlabpak. Una estrecha vereda nos condujo al camino real, en cuyo trayecto encontramos varios ranchos pequeños, en que se cultiva la caña de azúcar. A las once de la mañana llegamos a la hacienda Halalsak, cuya apariencia, después de los pocos días pasados en el interior de las florestas, era halagadora y muy atractiva: allí nos detuvimos a pedir agua para nuestros caballos. El dueño nos hizo desmontar, envió los caballos a una aguada y nos obsequió con algunas naranjas que tomó del árbol, haciéndolas pelar y cortar en pequeñas rebanadas cubiertas de azúcar. Díjonos que su establecimiento no podía entrar en comparación con el del señor Trejo, distante de allí una legua, a cuyo individuo, en su concepto, debíamos conocer y en cuya casa, sin duda, nos detendríamos algunos pocos días. No recordando haber oído hablar nunca del señor Trejo, en verdad que no habíamos formado anticipadamente semejante intención; pero, a la cuenta, el señor Trejo debía ser conocido de todo el mundo, y de nosotros en particular, e inferimos, en consecuencia, que debíamos honrarle con una visita a nuestra pasada. Este caballero tenía cuarenta criados empeñados en el cultivo de la caña de azúcar. Al entrar en la región en que se cultiva este precioso artículo, me parece bien indicar que Yucatán puede presentar ventajas para semejante cultivo, no por cierto en el interior por lo costoso de su traslación, sino a lo largo de las costas, supuesto que toda la línea desde Campeche hasta Tabasco es muy buena para aquel cultivo, desde donde estará al alcance de los mercados extranjeros. Las principales ventajas consisten, primero, en que no hay que emplear el trabajo de los esclavos, y, segundo, en consecuencia, de que no se necesita de grueso capital para la compra de ellos. En Cuba y la Luisiana el plantador tiene que contar entre sus gastos el interés del capital invertido en la compra de esclavos y el costo de su manutención; mientras que en Yucatán no tiene que desembolsar ese capital: el trabajo del indio, según afirman personas competentes que lo han comparado con el del negro de Cuba, es el mismo que el de éste, y, dando ocupación constante a los indios, puede cualquiera procurarse el número de ellos que apetezca a razón de un real diario, que es menos del interés del costo de un negro, y menos que el gasto de mantenerlo, aun cuando no costase nada.
Prosiguiendo nuestra jornada, como a la legua llegamos a otro rancho, que habría podido acreditarse en cualquier país por su hermosura y perfecto arreglo. Dirigímonos a una plaza en cuyo centro descollaban algunas corpulentas ceibas, y cuyos lados se hallaban decorados de muy bonitas casas blancas, y a la puerta de una de ellas vimos un caballo y un carro, señal notoria de civilización, que no habíamos encontrado hasta allí en toda aquella región. Este rancho no podía ser otro que el del señor Trejo. Detuvímonos a la sombra, y el señor Trejo salió de la casa principal, mandó a sus criados que tomasen nuestros caballos, y nos dijo que hacía algunos días que estaba esperándonos. No dejó de sorprendernos algún tanto la especie; pero, como no sabíamos de cierto qué clase de probabilidades podríamos hallar de proporcionarnos aquel día modo de comer, nada le dijimos en contra. Entrado después en la casa, echámonos en unas espléndidas hamacas, y entonces añadió el señor Trejo que no necesitábamos de las recomendaciones del cura Rodríguez de Xul para ser bien recibidos, pues que nosotros mismos nos recomendábamos. Esto presentaba la llave para resolver aquel misterio. En efecto, el cura Rodríguez nos había dado una carta dirigida a cierto individuo que vivía por aquel rumbo, y accidentalmente la habíamos dejado en uno de los puntos anteriores, no conociendo la persona a quien se dirigía; pero entonces recordamos que el cura, al hablar de él, había dicho deliberadamente, y como marcando la plena importancia de sus palabras, que el tal individuo era rico y amigo suyo; y también recordamos que el cura había tenido la franqueza de leernos la carta antes de ponerla en nuestras manos, y en ella, para no comprometerse con su rico amigo, nos recomendaba como muy dignos de los buenos oficios del señor Trejo y como muy capaces de pagar todos nuestros gastos y costas; pero nosotros teníamos motivos para creer que el buen cura había quebrantado los usos de otros pueblos más civilizados, y que sus avisos privados habían dado una interpretación más liberal a su precavida recomendación pública. Sea de esto lo que fuese, ello es que la conducta del señor Trejo nos hizo conocer que no había reserva ninguna en su franca hospitalidad; y, cuando pedimos que se nos sirviese inmediatamente una limonada, no vacilamos en indicar que se añadiese a ella un par de pollos cocidos con su poco de arroz por encima.
Mientras se preparaba todo esto, el señor Trejo nos condujo a echar una ojeada a su establecimiento. Había allí grandes ingenios para la elaboración del azúcar y un alambique para destilar el aguardiente: en el patio existía una vasta colección de enormes cerdos negros durmiendo la siesta en un gran charco de lodo, muchos de ellos con sus enormes hocicos fuera del agua; sublime espectáculo por cierto para quien estuviese inmediatamente interesado en la lonja y manteca de aquellos animales; y el señor Trejo nos dijo que en aquella tarde misma deberían llegar ciento más, iguales en tamaño a los que ya estaban allí, a luchar por su porción de lecho. Para nosotros los principales objetos de interés estaban en la plaza, y consistían en un pozo cavado hasta la profundidad de cerca de seiscientos pies, sin haber echado agua, y en las grandes ceibas que había plantado el mismo señor Trejo, siendo la más antigua de doce años apenas, que aparecía más extraordinaria por su rápido desarrollo, que la otra que habíamos visto anteriormente en Ticul.
A las cuatro de la tarde proseguimos nuestra jornada, y al oscurecer pasamos por unas miserables cabañas situadas en los suburbios del pueblo nuevo de Iturbide, que es el punto avanzado de la civilización, a donde ésta va refluyendo y que podría llamarse el Chicago de Yucatán.
No vaya a figurarse el lector que el país a cuyo través viajábamos se encontraba recargado de población, pero en ciertos puntos, y principalmente en el distrito de Nohcacab, el pueblo considerábalo así. Agobiados y oprimidos por los grandes propietarios de terrenos, muchos de los emprendedores labriegos de este distrito determinaron buscar en las selvas una nueva patria: despidiéronse de sus parientes y amigos, y después de un viaje de dos días y medio llegaron a las fértiles tierras de Cibinocac, que desde tiempo inmemorial era un rancho de indios. Allí las tierras pertenecían al gobierno, y cada vecino pudo tomar el pedazo que mejor le convenía, presentándosele un objeto de labor y una oportunidad de extender sus empresas, que ya no le ofrecía la demasiado poblada región de Nohcacab. Mucho antes de llegar a Iturbide, ya habíamos oído hablar de este pueblo nuevo y de su rápido aumento. En cinco años la población había crecido desde veinticinco hasta mil quinientos, o mil seiscientos; y, sin embargo de que nosotros estábamos familiarizados con los nuevos países y mágicas ciudades que se improvisan en nuestras selvas y bosques, no dejamos de considerar este objeto con cierta curiosidad e interés.
La entrada se hacía por una calle prolongada, a cuya cabeza, y al desembocar por la plaza, vimos un grupo que podía pasar en aquel país por una turba, signo de cierta vida y actividad que no era muy frecuente en los pueblos más antiguos; pero al acercarnos, echamos de ver que aquel grupo se mantenía estacionario; y luego que llegamos nos convencimos que, conforme a una costumbre vespertina del pueblo, todos los principales vecinos estaban reunidos alrededor de una mesa de naipes jugando al monte; malísimo síntoma por cierto, pero estos atrevidos labradores ostentaban un buen rasgo de carácter en la misma profunda atención que mostraban sobre el negocio que traían entre manos. Echaron una mirada sobre nosotros al tiempo de pasar, y continuaron el juego. Al salir del grupo, sin embargo, algunos de los que estaban menos empeñados en aquel asunto salieron a nuestro encuentro. Entre éstos se hallaba uno que se titulaba conocido nuestro, y que nos dijo que nos había seguido ansiosamente la pista hasta Bolonchén, desde donde perdió la huella enteramente: pareció quedar muy tranquilo cuando le referimos que nuestra desaparición había sido entre las ruinas de Xlabpak. Este caballero era como de cincuenta años de edad, vestido con el traje ligero del país, de sombrero de paja y alpargatas, y por cierto que no le sirvió de gran recomendación decirnos que nos había conocido en Nohcacab. Era uno de los emigrados de aquel pueblo, en donde se hallaba de visita cuando nos conoció. Consideraba al Dr. Cabot más particularmente como a su amigo; y en efecto, recordaba el doctor haber recibido de él algunos buenos oficios de amistad. Disculpose porque en Nohcacab le fue imposible mostrarnos mayores atenciones, pues, si bien aquél era su pueblo, carecía de domicilio en él: en Iturbide era otra cosa; aquí estaba su casa y podría ofrecernos una reparación. Añadió que éste era un pueblo nuevo todavía y presentaba poquísimas comodidades: la casa real se hallaba sin puertas, porque aún no se le habían puesto. Sin embargo, él se encargó de aposentarnos, y al efecto nos condujo a una casa contigua a la de su hermano, y que pertenecía a este último, en la esquina de la plaza. La tal casa tenía un techo de paja y puede ser que actualmente tenga ya un suelo formal, pues por entonces el piso estaba cubierto de cal y tierra para hacer mezcla, y a cada paso que dábamos la huella del pie quedaba profundamente impresa, levantando una nube de polvo sutil. Sin embargo de eso, servía de almacén a la tienda de la esquina, y las paredes estaban cubiertas de garrafones, cántaros y tercios de tabaco: el centro se hallaba desocupado y no había allí silla, banco o mesa; pero, con una interpelación enérgica que dirigimos a los circunstantes, conseguimos todos estos artículos.
Nuestro amigo de Nohcacab fue el más eficaz en sus atenciones, pues se constituyó efectivamente, por sí mismo, en comisión encargada de recibirnos; y, después de repetir frecuentemente que en Nohcacab, aunque era su pueblo, no tenía casa, etc., por fin se determinó a invitarnos a que fuésemos a su casa a tomar chocolate. Aburridos por la turba y deseando estar solos por el momento, le dimos las gracias por su invitación, que no aceptamos, y por desgracia le alegamos por causal que ya habíamos mandado que se nos hiciese chocolate. Saliose con todos los demás; pero en el momento regresó diciéndonos que le habíamos dado una bofetada, despreciándole en la estimación de su pueblo. Como él parecía realmente mortificado, dimos orden de que se suspendiesen los preparativos, y nos dirigimos con él a su casa donde tomamos una taza de un malísimo chocolate; a lo cual añadió que nosotros debíamos comer en su casa durante nuestra permanencia en Iturbide, sin que gastásemos un centavo en la comida. Nuestros gastos diarios en Nohcacab, según él, eran enormes; y, al despedirnos, vino escoltándonos hasta casa, trayendo un vaso de barro (cajete), que contenía aceite y una mecha, diciendo que no había necesidad de que gastásemos nada en velas, e insistiendo en que le prometiésemos comer en su casa al día siguiente.
Entretanto, Albino había estado haciendo investigaciones, y el resultado de ellas fue que descubriésemos que nos habíamos granjeado un conocido de importancia. Don Juan era uno de los primeros pobladores de Iturbide, y uno de los de más influjo en el pueblo; y si bien no desempeñaba a la sazón ningún oficio público, sus conexiones, sin embargo, eran de categoría en el municipio. Uno de sus hermanos era el primer alcalde, y otro era el montero, o tenedor de la mesa de juego.
Nos habíamos figurado que sus atenciones de aquella noche se habían concluido, cuando he aquí que a poco rato nuestro hombre entra de repente, trayendo en pos una turba. Esta vez fue realmente bien recibido, porque vino a llamarnos para ver un arco iris lunar, que el pueblo consideraba en cierta conexión con nuestra visita y los objetos de ella, y por tanto tenía aquel fenómeno por ominoso: el mismo don Juan no las tenía todas consigo. Pero este incidente no perturbó en nada a los que se hallaban alrededor de la mesa de juego, quienes entretanto, para evitar los inconvenientes del sereno de la noche, habían ido a refugiarse a la sombra de la casa del propietario, hermano de don Juan, nuestro huésped.
A la mañana siguiente, un corto espacio de tiempo nos bastó para ver todos los objetos de interés que existían en el pueblo nuevo de Iturbide. Todavía, hasta cinco años antes, la reja del arado había corrido por el terreno mismo que hoy ocupa la plaza; o para hablar con más propiedad, supuesto que el arado no se conoce en Yucatán, la plaza está situada en un terreno que entonces había sido una milpa o sementera de maíz. En esos antiguos tiempos, probablemente estaba comprendida dentro de un rústico cercado; mientras que hoy, en uno de sus ángulos, se eleva una casa techada de guano, con una enramada por delante, en donde es muy probable que a esta hora los principales habitantes estén jugando al monte. En el ángulo opuesto estaba, y aún estará todavía si no ha caído, otra casa cuyo techo había volado, y dentro de la cual se hallaban de venta los no muy bien aderezados restos de una vaca. En los lados aparecían varias cabañas blanqueadas; y en otro de los ángulos aparecía otra bella y elegante casa perteneciente a nuestro amigo el señor Trejo; después se veía otro pequeño edificio con una cruz en la parte superior para indicar que aquélla era la iglesia; y, por último, se seguía una abierta casa pública, llamada así con toda propiedad, porque no tenía puertas. Tales eran los edificios que se habían levantado en cinco años en el pueblo nuevo de Iturbide; y junto a cada casa había un patio de fango, en que unos enormes cerdos negros se revolcaban en el lodo, demandando todo el especial cuidado del propietario, como que luego que engordaban lo suficiente se llevaban al mercado de Campeche, en donde se vendían a diez o doce pesos cada uno. Pero por más interesante que fuese examinar la marcha de las mejoras progresivas, no era ese el objeto que nos había llamado a Iturbide. En la plaza misma existían monumentos de otros tiempos antiguos y mejores; signos de la presencia de un pueblo más ingenioso, que la civilizada población blanca que hoy la ocupa. En un extremo existía un montículo de ruinas, que había sostenido un antiguo edificio; y en el centro había un pozo también antiguo, inalterable desde el tiempo de su construcción, y que desde ese tiempo inmemorial proveía de agua a los vecinos. Era inútil hacer investigaciones sobre la fecha en que este pozo se construiría: todo el pueblo decía que era de los antiguos, no haciendo de él más aprecio, que el que se merecía por haberle ahorrado el trabajo y gastos de construir otro nuevo para su uso. Tenía como una vara y cuarto de abertura en forma circular, sobre siete u ocho varas de profundidad, y estaba construido de piedras unidas sin mezcla ni revoco alguno. Estas piedras se hallaban perfectamente afirmadas en su respectivo sitio, lisas y pulimentadas, y cubiertas de canalículos en el brocal, hechos por las sogas empleadas en sacar el agua, indicando el
antiquísimo uso de extraerla.
Además de estos monumentos, desde una calle que se comunicaba con la plaza vimos una hilera de elevados montículos, que eran las ruinas de la antigua ciudad de Cibinocac, que nos habían atraído a Iturbide. Don Juan estaba ya listo para acompañarnos a las ruinas, y mientras estaba esperando a nuestra puerta, una tras otra fueron viniendo a juntársele muchas personas, hasta que nos encontramos con un cortejo de todos aquellos respetables ciudadanos, que seguramente acababan de dejar la mesa de juego, de pálido y miserable aspecto, y tiritando de frío a pesar de hallarse envueltos en sus frazadas.
A nuestro tránsito para las ruinas pasamos otro pozo de la misma forma y construcción del que estaba en la plaza, pero lleno de escombros y enteramente inútil. Llamábanle los indios Stukum, tomando la palabra de un objeto que les es familiar, y que en efecto da una cabal idea de la inutilidad del pozo, porque la tal palabra indica una calabaza cuyas semillas se han secado dentro. A poco andar nos encontramos en un paisaje abierto, en que descollaban las ruinas de otra ciudad antigua. En varios sitios, el campo estaba despejado de árboles y cubierto únicamente de plantíos de tabaco, tachonado de elevadas hileras de montículos cuajados de arboledas a cuyo través se vislumbraban blancas masas de piedra, elevándose en tan rápida sucesión y en tal número, que Mr. Catherwood, quien no se encontraba en buena disposición de trabajar, dijo con cierto desaliento que las labores de Uxmal iban a comenzar de nuevo.
Entre estos edificios había uno prolongado, con una especie de torre en cada extremidad, y a éste nos dirigimos primero, acompañados de nuestra numerosa escolta. Difícil era imaginarse a qué debíamos el honor de semejante compañía, puesto que evidentemente no tenían esos hombres interés ninguno por las ruinas, ni podían darnos ningún informe, pues no conocían ni las veredas que a ellas conducían; y por otra parte no podíamos lisonjearnos que eso fuese por sólo el placer que les proporcionaba nuestra sociedad. El edifico que teníamos delante estaba más arruinado de lo que parecía desde cierta distancia, y en varios respectos difería mucho de los que hasta allí habíamos examinado. Necesitaba ser despejado completamente, y, cuando significamos esta especie a nuestra comitiva, nos encontramos que entre todos ellos no había ni un solo machete. Generalmente en estas ocasiones siempre había alguno listo para trabajar y aún algunos estaban en expectativa de ser ocupados; pero, en este próspero pueblo, ninguno había que se hallase dispuesto a trabajar sino en calidad de curioso. Algunos pocos, sin embargo, salieron al frente designados por consentimiento general, como los más propios para trabajar, sobre los cuales cayeron todos, haciéndoles volver a la población en busca de sus machetes, aprovechándose algunos de aquella oportunidad para encargar que se les enviase su almuerzo, y sentándose todos a esperar. Mr. Catherwood, que no estaba muy bueno y se encontraba fastidiado de la charla de aquellos hombres, se acostó en el suelo sobre su frazada, y al fin se encontró tan indispuesto, que tuvo que volverse a casa. Entretanto, yo había llegado al pie del edificio, en donde, después de estar vagando más de una hora, percibí un cierto movimiento hacia arriba, y vi a un muchachillo como de trece años cortando por entre las ramas de un árbol. Media docena de hombres se colocaron al alcance de su oído, y le daban direcciones hasta un punto tal, que me vi obligado a decirles que yo solo bastaba para dirigir a un muchachillo semejante en lo que estaba haciendo. Al cabo de un rato, juntósele otro muchacho como de quince años, y por un largo espacio de tiempo estos dos eran los únicos que trabajaban, mientras que aquellos perezosos holgazanes, asegurándose en las piedras que proyectaban, se hallaban muy activamente ocupados en contemplar a los muchachos. A las mil y quinientas vino un hombre con su machete, y de ahí otro y otro, hasta el número de cinco que se pusieron a la obra, en que emplearon la mayor parte del día sin que hubiesen quedado perfectamente despejadas de árboles ciertas partes del edificio, que necesitábamos tener despejadas para poder tomar la vista. En todo este tiempo los espectadores permanecieron contemplando, como si esperasen algún desenlace final: por último, comenzaron a mostrar síntomas de ansiedad, y por medio de don Juan, aunque sin intención ninguna, llegué a verificar un descubrimiento. La fama del daguerrotipo, o la máquina había llegado hasta los oídos de aquellos habitantes, aunque bastante exagerada. Por de contado que nada conocían a derechas sobre la tal máquina, pero habían ido acompañándonos con la esperanza de ver en acción su poder milagroso. Si el lector es un tanto malicioso, no podrá menos de simpatizar con la satisfacción que yo experimenté cuando, ya despejado el terreno y pronto para tomar las vistas, pagué a los hombres y me regresé al pueblo dejando a todos aquellos curiosos sentados en las piedras.
El pesado lance de la mañana traía a don Juan en ansioso desconcierto, porque había erogado algunos gastos en hacer preparativos, y no sabía a derechas si nosotros le haríamos el honor de comer en su compañía. Temiendo recibir otra bofetada, se abstuvo de decirnos cosa alguna sobre el objeto; pero, al llegar a su casa, envió aviso de que la comida estaba lista, preguntando además si nos la enviaría a nuestro alojamiento. Para reparar algunas faltas y a fin de captarnos su buena voluntad, respondimos que iríamos a comer a su casa, de lo cual se mostró por medio de Albino muy reconocido como si aquél fuese el mayor honor que podíamos hacerle.
Su casa estaba en la calle principal a muy corta distancia de la plaza; era una de las primeramente construidas y la mejor que había en el pueblo. Don Juan había resuelto establecerse en Iturbide con motivo de las facilidades y privilegios otorgados por el Gobierno, siendo el privilegio que más estimaba el de poder traspasarlo. Según nos dijo, cuando vino al pueblo no tenía ni siquiera un medio, y le parecía haber hecho lo bastante para hallarse en una situación razonable. En efecto, a pesar de las apariencias, era propietario. Su casa, incluyendo puertas y un tabique, le había costado treinta pesos. Las puertas y un tabique eran considerados por sus vecinos como una especie de lujo pretencioso de que podía haberse abstenido; pero como no tenía hijos no hizo cuenta de los gastos. En una testera de la pieza había un poyo mal construido, que sostenía la imagen del santo titular; y cerca de él descollaba una estaca profundamente sembrada en tierra, en cuya extremidad superior formada de una triple horquilla se veía colocado un cajete de barro lleno de aceite de higuerilla, con su correspondiente mecha, para iluminar de noche la casa; todo el moblaje consistía en una especie de aparador con botellas de aguardiente anisado para vender al menudeo a los indios, una mesita y tres hamacas. Estas últimas eran las que servían de asientos; pero, como don Juan no había previsto jamás el caso extraordinario de que comiesen allí tres personas juntas, no se le había ocurrido colocarlas de manera que se hallasen en contacto con la mesa. En su consecuencia, envió a la vecindad a pedir prestados dos asientos, y con la mesa delante de las hamacas pudimos sentarnos todos, menos nuestro huésped, que se proponía servirnos. Había un cierto arreglo aristocrático en el servicio doméstico de don Juan. La cocina, que era una vieja y raquítica fábrica de estacas, se hallaba del otro lado de la calle; y, después de haberse dirigido varias veces a ella sin sombrero para vigilar los preparativos que allí se hacían, echose por fin en una hamaca próxima a la puerta de la calle gritando con toda solemnidad: "Trae la comida, muchacha". El primer servicio consistía en una taza de caldo, un plato de arroz y tres cucharas; y, aunque esto era un preliminar alarmante, parecía sin duda mucho mejor que la alternativa en que más de una vez nos habíamos visto de tener tres platos y una sola cuchara, o acaso ninguna; pero toda nuestra aprensión se disipó cuando vimos entrar de nuevo a la muchacha trayendo otra taza y otro plato. Seguíala en pos don Juan con las dos manos ocupadas, y ya con eso tuvimos cada uno su taza, plato y cuchara. Despachado este servicio, vino otro plato, que, según algunos restos de alas y piernas, pudimos inferir que sería la substancia de dos pollos, y mientras nos ocupábamos en dar fin al guisado, empeñámonos en la amigable tarea, rara vez emprendida por un viajero en sentido favorable a su huésped, de calcular los gastos que éste haría. Nosotros teníamos demasiada buena opinión acerca de la sagacidad de don Juan, para creer que se entregase con tanta prodigalidad a estos gastos sin esperar de nosotros alguna recompensa. Apenas hubimos comenzado a discurrir sobre este punto, cuando nuestro huésped, como si hubiese adivinado lo que pasaba en nuestro magín, hizo comparecer a su esposa, que era una vieja y respetable persona, y mostró un nuevo designio acerca del daguerrotipo. Había oído decir en Nohcacab algo sobre retratos que se hacían por medio de este instrumento, y pretendía tener el de su esposa; pero quedó desconcertado, y acaso se desvanecieron los cálculos que había hecho, cuando supo que, no habiendo objetos en qué ocupar ventajosamente el daguerrotipo, estábamos determinados a no abrirlo.
Sin embargo, no abandonó el terreno. La inmediata tentativa fue dirigida entonces al Dr. Cabot, y también en favor de su anciana esposa. Tomándola de la mano, la acercó al doctor; y con cierta energía que la revestía de dignidad a pesar de su escaso pergeño, penetrando hasta las profundidades de la ciencia médica, explanó la buena mujer la naturaleza de sus enfermedades. El caso era realmente delicado, y lo era más todavía por el considerable transcurso de tiempo que había pasado desde el matrimonio. Jamás me había ocurrido en mi práctica un caso semejante, y aún el Dr. Cabot estaba en conflictos.
Mientras se discutía este asunto, presentáronse varios hombres, que sin duda habían sido prevenidos de antemano para que acudiesen a aquella hora. Uno estaba con asma, otro con hinchazón, y por último eran tantos los amigos enfermos de don Juan, que nos vimos precisados a verificar una rápida retirada. Por la noche, el hermano de don Juan, el alcalde del lugar, acudió al Dr. Cabot para que le diese su opinión sobre un niño enfermo que tenía, y que, según el tratamiento que se le hacía, muy pronto iba a quedar fuera del influjo de la medicina. El Dr. Cabot le hizo desistir de aquel régimen, y al día siguiente se encontraba tan mejorado el niño, que todo el pueblo concibió muy ventajosa opinión de las habilidades del doctor y determinó acudir a él con más empeño. Muy deplorable es por cierto la situación del país con respecto a los auxilios médicos. Excepto en Mérida y Campeche, no hay allí médicos titulados, pero ni aun boticarios ni boticas. Los curas, en los pueblos que los tienen, hacen el oficio de médicos. Por de contado que ellos carecen de una competente educación médica, así es que su práctica la hacen valiéndose de algún mal recetario manuscrito, y aún así se ven frecuentemente embarazados por la falta de medicinas. Pero en los pueblos en que no hay curas, ni siquiera este auxilio puede ofrecerse a un enfermo; los ricos van a Campeche o a Mérida a ponerse en manos de un médico; pero los pobres padecen y mueren víctimas de la ignorancia o del empirismo.
La fama del Dr. Cabot, como médico de bizcos, se había difundido por todo el país; y en cualquier pueblo adonde llegábamos había tal curiosidad de conocer al médico, que Mr. Catherwood y yo nos quedábamos desapercibidos. Frecuentemente oíamos a la gente repetir: "Tan joven", "Es un muchacho todavía"; porque asociaban en su mente la idea de la edad con la de un gran médico. A cada paso era consultado en muchos casos, en que no le era posible resolver con entera satisfacción. Un tratamiento que podía ser bueno hoy, acaso no correspondería a los pocos días después; y lo peor era que, si nuestro propio botiquín no podía suministrar la medicina, la receta tenía que esperar la oportunidad de que se enviase a Mérida, y cuando la medicina llegaba solía ésta ser enteramente inútil, porque el caso se había alterado y cambiado de carácter. Me es muy grato decir que su práctica en general fue muy satisfactoria, si bien debemos admitir que hubo algunas quejas de parte de los pacientes. No hago mención de esto en tono de reproche: en todo el país tuvo el doctor una numerosa clientela, y su fama, como ya he dicho, llegó hasta el pueblo de Iturbide. Desgraciadamente el día en que los habitantes se determinaron a acudir a él estaba lloviendo a mares, y teníamos que mantenernos casi todo ese tiempo encerrados en casa: y fue tal el número de hombres, mujeres y niños que acudieron, muchos de ellos con recomendaciones de don Juan, que al fin el doctor llegó seriamente a fastidiarse. Todas las enfermedades ocultas se hacían patentes, y veíase ocupado de hacer prescripciones, para los casos que pudiesen ocurrir, bien así como para los que ya existían.
A la mañana siguiente, Mr. Catherwood hizo un esfuerzo para visitar las ruinas. No tuvimos la numerosa escolta de la primera ocasión, y estuvimos enteramente solos, si se exceptúa a un indio, que tenía su plantío de tabaco en aquellas inmediaciones. Este indio sostenía la sombrilla sobre la cabeza de Mr. Catherwood para protegerle contra el sol, y, mientras éste trabajaba, se veía obligado por la debilidad a echarse en el suelo y detenerse. Yo estaba desalentado con semejante espectáculo. Aunque supuestas nuestras enfermedades no habíamos en realidad perdido mucho tiempo, nos encontrábamos sin embargo tan embarazados, y era tan desagradable el no poder dar un paso sin hallarnos expuestos a los fríos y calenturas, que yo me sentí dispuesto a romper la expedición y regresar a nuestro país; pero Mr. Catherwood insistió en que prosiguiésemos hasta el fin.
El edificio que éste dibujaba era de ciento cincuenta pies de frente por veinte pies y siete pulgadas de profundidad. Difería en la forma de cuantos hasta allí habíamos visto, y tenía unas estructuras cuadrangulares en el centro y en las dos extremidades, que las llamaban torres y que, en efecto, desde lejos tenían la apariencia de tales. Las fachadas de estas torres estaban adornadas de piedras esculpidas; y en el interior de algunas piezas se veían hojas de tabaco puestas a secarse. En el centro, una pieza se hallaba escombrada, y esto cortaba la luz que debía entrar por la puerta; pero así en la oscuridad percibimos en una de las piedras que cerraban la bóveda el opaco contorno de una pintura, semejante a la que habíamos visto en Kiuic: en la pieza vecina existían los restos de pinturas, las más interesantes, excepto las que están cerca del pueblo de Xul, que yo había visto en el país, y que, lo mismo que éstas, se hallaban dispuestas de manera que me trajeron el recuerdo de las procesiones en las tumbas egipcias. El color de la parte que representaba la carne era rojo, y lo mismo estilaban los egipcios para representar su propio pueblo. Desgraciadamente estaban harto mutiladas para poder extraerse, y parecía que sobrevivían al universal naufragio únicamente para probar que los constructores aborígenes habían poseído más habilidad en el ramo menos durable del arte gráfico. Las primeras noticias que tuve de estas ruinas databan desde la época de mi primera visita a Nohpat. Entre los indios que allí trabajaban, había uno que, mientras estábamos almorzando a la sombra de un árbol, hizo mención de estas ruinas en términos exagerados, particularmente de una hilera de soldados pintados, como él los llamaba, y que por su imperfecta descripción me pareció que tuviesen alguna semejanza con las figuras de estuco que se ven en los frontispicios de las ruinas del Palenque. Pero, llevando adelante mis preguntas, me dijo que esas figuras tenían fusiles, y fue tan pertinaz en este punto, que yo llegué a inferir que o estaba hablando de poco más o menos, o que esas serían ruinas de algunas construcciones españolas. Anoté el sitio en mi cartera, y teniéndole siempre muy presente en la memoria y recibiendo noticias más discrepantes que las relativas a cualquier otro lugar de ruinas, ninguno resultó conforme con lo que hallamos. Nosotros esperábamos encontrar pocos restos, pero muy distinguidos por su belleza y adornos y en buen estado de preservación. En lugar de eso, nos encontramos con un campo inmensamente grande, imponente e interesante por su misma magnitud; pero todo tan arruinado, a excepción de este solo edificio, que apenas podía descubrirse una pequeñísima parte de sus detalles.
Detrás de este edificio, o mejor dicho en su otro frente, había un bien logrado sembradío de tabaco, el único en tan próspero estado que yo hubiese visto en Iturbide; y en la extremidad había otro pozo antiguo, que proveía de agua, como proveyó de ella en tiempos remotos, y del cual nos dieron de beber los indios que cuidaban la siembra de tabaco. Algo más lejos descollaban otros montículos y vestigios, indicando la antigua existencia de la mayor ciudad que hubiésemos encontrado hasta allí. Vagando entre estas ruinas, el doctor Cabot y yo contamos hasta treinta y tres terrados, todos los cuales sostuvieron por lo menos un edificio. El campo inmediato estaba comparativamente tan abierto, que era de fácil acceso; pero los terrados mismos estaban recargados de arboleda. Yo me esforcé por subir a algunos de ellos, hasta que la empresa se me hizo cansadísima y me pareció inútil, porque todos ellos, como decían los indios, no eran más que puras piedras; ningún edificio estaba en pie, y todos habían caído; y, aunque estábamos muy contentos, acaso más que en ningún otro sitio, de andar vagando entre estos derruidos monumentos de un poderoso, antiguo y misterioso pueblo, casi nos era muy triste el no haber tenido esta buena fortuna siquiera un siglo antes, cuando, como nosotros lo creíamos, todos estos edificios estaban enteros.