Comentario
PRIMERA PARTE DEL LIBRO SEGUNDO
DE LA HISTORIA DE LA FLORIDA DEL INCA
Donde se trata de cómo el gobernador llegó a la Florida y halló rastro de Pánfilo de Narváez y un cristiano cautivo; los tormentos y la cruel vida que los indios le daban; las generosidades de un indio, señor de vasallos; las prevenciones que para el descubrimiento se hicieron: los sucesos que acaecieron en las primeras ocho provincias que descubrieron y las desatinadas bravezas, en palabras y obras, de un cacique temerario. Contiene treinta capítulos.
CAPÍTULO I
El gobernador llega a la Florida y halla rastro de Pánfilo de Narváez
El gobernador Hernando de Soto, que, como dijimos, iba navegando en demanda de la Florida, descubrió tierra de ella el postrer día de mayo, habiendo tardado diez y nueve días por la mar por haberle sido el tiempo contrario. Surgieron las naos en una bahía honda y buena que llamaron del Espíritu Santo, y, por ser tarde, no desembarcaron gente alguna aquel día. El primero de junio echaron los bateles a tierra, los cuales volvieron cargados de hierba para los caballos y trajeron mucho agraz de parrizas incultas que hallaron por el monte, que los indios de todo este gran reino de la Florida no cultivan esta planta ni la tienen en la veneración que otras naciones, aunque comen la fruta de ella cuando está muy madura o hecha pasas. Los nuestros quedaron muy contentos de las buenas muestras que trajeron de tierra por asemejarse en las uvas a España, las cuales no hallaron en tierra de México ni en todo el Perú. El segundo día de junio mandó el gobernador que saliesen a tierra trescientos infantes al auto y solemnidad de tomar la posesión de ella por el emperador Carlos Quinto, rey de España. Los cuales, después del auto anduvieron todo el día por la costa sin ver indio alguno y a la noche se quedaron a dormir en tierra. Al cuarto del alba dieron los indios en ellos con tanto ímpetu y denuedo que los retiraron hasta el agua, y, como tocasen arma, salieron de los navíos infantes y caballos a los socorrer con tanta presteza como si estuvieran en tierra.
El teniente general Vasco Porcallo de Figueroa fue el caudillo del socorro. Halló los infantes de tierra apretados y turbados como bisoños, que unos a otros se estorbaban al pelear, y algunos de ellos ya heridos de las flechas. Dado el socorro y seguido un buen trecho el alcance de los enemigos, se volvieron a su alojamiento. Y apenas habían llegado a él cuando se les cayó muerto el caballo del teniente general de un flechazo que en la refriega le dieron sobre la silla, que pasando la ropa, tejuelas y bastos, entró más de una tercia por las costillas a lo hueco. Vasco Porcallo holgó mucho de que el primer caballo que en la conquista se empleó y la primera lanza que en los enemigos se estrenó, fuese el suyo.
Este día y otro siguiente desembarcaron los caballos, y toda la gente salió a tierra. Y, habiéndose refrescado ocho o nueve días y dejado orden en lo que a los navíos convenía, caminaron en la tierra adentro poco más de dos leguas, hasta un pueblo de un cacique llamado Hirrihigua con quien Pánfilo de Narváez, cuando fue a conquistar aquella provincia, había tenido guerra, aunque después el indio se había reducido a su amistad, y, durante ella, no se sabe por qué causa, enojado Pánfilo de Narváez, le había hecho ciertos agravios que por ser odiosos no se cuentan.
Por la sinrazón y ofensas quedó el cacique Hirrihigua tan amedrentado y odioso de los españoles que, cuando supo la ida de Hernando de Soto a su tierra, se fue a los montes desamparando su casa y pueblo. Y por caricias, regalos y promesas que el gobernador le hizo, enviándoselas por los indios sus vasallos que prendía, nunca jamás quiso salir de paz ni oír recaudo alguno de los que le enviaban, antes se enfadaba con quien se los llevaba diciendo que, pues sabían cuán ofendido y lastimado estaba de aquella nación, no tenían para qué llevarle sus mensajes, que, si fueran sus cabezas, ésas recibiera él de muy buena gana, mas que sus palabras y nombres no les querría oír. Todo esto y más puede la injuria, principalmente si fue hecha sin culpa del ofendido. Y para que se vea mejor la rabia que este indio contra los castellanos tenía, será bien decir aquí algunas crueldades y martirios que hizo en cuatro españoles que pudo haber de los de Pánfilo de Narváez, que, aunque nos alarguemos algún tanto, no saldremos del propósito, antes aprovechará mucho para nuestra historia.
Es de saber que, pasados algunos días después que Pánfilo de Narváez se fue de la tierra de este cacique, habiendo hecho lo que dejamos dicho, acertó a ir a aquella bahía un navío de los suyos en su busca, el cual se había quedado atrás, y, como el cacique supiese que era de los de Narváez y que los buscaba, quisiera coger todos los que iban dentro para quemarlos vivos. Y por asegurarlos se fingió amigo de Pánfilo de Narváez y les envió a decir cómo su capitán había estado allí y dejado orden de lo que aquel navío debía de hacer, si aportase a aquel puerto. Y para persuadirles a que le creyesen mostró desde tierra dos o tres pliegos de papel blanco y otras cartas viejas que de la amistad pasada de los españoles, o como quiera que hubiese sido, había podido haber, y las tenía muy guardadas.
Los del navío, con todo esto, se recataron y no quisieron salir a tierra. Entonces el cacique envió en una canoa cuatro indios principales al navío diciendo que, pues no fiaban de él, les enviaba aquellos cuatro hombres nobles y caballeros (este nombre caballero en los indios parece impropio porque no tuvieron caballos, de los cuales se dedujo el nombre, mas, porque en España se entiende por los nobles, y entre indios los hubo nobilísimos, se podrá también decir por ello) en rehenes y seguridad para que del navío saliesen los españoles que quisiesen ir a saber de su capitán Pánfilo de Narváez, y que, si no se aseguraban, que les enviaría más prendas. Viendo esto, salieron cuatro españoles y entraron en la canoa con los indios que habían llevado los rehenes. El cacique, que los quisiera todos, viendo que no iban más de cuatro no quiso hacer más instancia en pedir más castellanos porque esos pocos que iban a él no se escandalizasen y se volviesen al navío.
Luego que los españoles saltaron en tierra, los cuatro indios que habían quedado en el navío por rehenes, viendo que los cristianos estaban ya en poder de los suyos, se arrojaron al agua, y, dando una larga zambullida y nadando como peces, se fueron a tierra, cumpliendo en esto el orden que su señor les había dado. Los del navío, viéndose burlados, antes que les acaeciese otra peor, se fueron de la bahía con mucho pesar de haber perdido los compañeros tan indiscretamente.