Comentario
CAPÍTULO X
El gobernador prende al curaca de Apalache
El adelantado Hernando de Soto no estaba ocioso mientras el contador y capitán Juan de Añasco y los treinta caballeros que con él iban hacían el viaje que hemos dicho. Antes, sintiendo los indios de la provincia de Apalache, donde él estaba, con la ansia y cuidado que hemos visto de matar o herir a los castellanos, y que no perdían ninguna ocasión que para poderlo hacer de día o de noche se les ofrecía, pareciéndole que si pudiese haber a las manos al cacique cesarían luego las asechanzas y traiciones de sus indios, puso gran diligencia, en secreto, por saber dónde estaba el curaca, y, en pocos días, le trajeron nueva cierta que estaba metido en unas grandes montañas de mucha aspereza, donde, aunque no estaba más de ocho leguas del real, le pareció al cacique estar seguro, así por la mucha maleza y dificultad del camino, monte y ciénagas que en él había, como por la fortaleza del sitio y por la mucha y buena gente que para su defensa consigo tenía.
Con esta nueva cierta quiso el general hacer la jornada por su propia persona y, tomando los caballos e infantes necesarios, guiado por las mismas espías, fue donde el cacique estaba y, habiendo caminado las ocho leguas en tres días y pasado mucho trabajo por las dificultades del camino, llegó al puesto. Los indios lo tenían fortificado en esta manera, en medio de un monte grandísimo y muy cerrado, tenían rozado un pedazo, donde el curaca y sus indios tenían su alojamiento. Para entrar a esta plaza tenían por el mismo monte abierto un callejón angosto y largo de más de media legua. Por todo este callejón, a trechos de cien a cien pasos, tenían hechas fuertes palizadas con maderos gruesos que atajaban el paso; en cada palenque había gente de guarnición, señalada por sí para que la defendiese. No tenían hecha salida para salir por otra parte de este fuerte por parecerles que el sitio, aunque los españoles llegasen a él, era de suyo tan fuerte, y la gente para su defensa tanta y tan valiente, que era imposible que lo ganasen. Dentro en él estaba el cacique Capasi, bien acompañado de los suyos, y ellos con ánimo de morir todos antes que ver su señor en poder de sus enemigos.
Llegado el gobernador a la boca del callejón, halló la gente bien apercibida para su defensa. Los castellanos pelearon bravamente porque, como el callejón era angosto, no podían pelear más de los dos delanteros. Con este trabajo a puro golpe de espada, recibiendo muchos flechazos, ganaron la primera palizada y la segunda. Mas como fuese menester cortar las maromas de mimbres y otras sogas con que los indios tenían atados los maderos atravesados, mientras las cortaban, recibían mucho daño de los enemigos. Empero, con todas estas dificultades ganaron el tercer palenque y los demás hasta el último, aunque los indios pelearon tan obstinadamente que por la mucha resistencia que hacían, ganaban los españoles el callejón palmo a palmo hasta que llegaron donde estaba el curaca en lo desmontado.
Allí fue grande la batalla porque los indios, viendo a su señor en peligro de ser muerto o preso, peleaban como desesperados y se metían por las espadas y lanzas de los españoles para los herir o matar cuando de otra manera no podían. Los cristianos, por otra parte, viendo tan cerca la presa que deseaban, por no perder lo trabajado, hacían peleando todo lo posible porque el cacique no se les fuese. En esta porfía y combate estuvieron mucho espacio indios y españoles, mostrando los unos y los otros la fortaleza de sus ánimos, aunque los indios, por falta de las armas defensivas, llevaban lo peor. El gobernador, que deseaba ver al cacique en su poder, sintiéndole tan cerca, peleaba por su persona como muy valiente soldado que era y, como buen capitán, animaba a los suyos nombrándolos a voces por sus nombres. Con lo cual los españoles hicieron grandísimo ímpetu e hirieron a los enemigos con tanta ferocidad y crueldad que casi los mataron todos.
Los indios, habiendo hecho para gente desnuda más de lo que habían podido, esos pocos que quedaron, porque los españoles a vueltas de ellos no matasen al cacique, viendo que ya no podían defenderle, y también porque el mismo curaca a grandes voces se lo mandaba, soltaron las armas y se rindieron y, puestos de rodillas ante el gobernador, le suplicaron todos a una perdonase a su señor Capasi y a ellos mandase matar. El general recibió a los indios piadosamente y les dijo que a su señor y a todos ellos perdonaba la inobediencia pasada, con que adelante fuesen buenos amigos.
El cacique vino en brazos de sus indios porque no podía andar por sus pies. Llegó a besar las manos al gobernador, el cual lo recibió con mucha afabilidad, muy contento de verlo en su poder. Era Capasi hombre grosísimo de cuerpo, tanto que, por la demasiada gordura y por los achaques e impedimentos que ella suele causar, estaba de tal manera impedido que no podía dar solo un paso ni tenerse en pie. Sus indios lo traían en andas doquiera que hubiese de ir, y lo poco que andaba por su casa era a gatas. Y ésta fue la causa de no haberse alejado Capasi más de lo que se apartó del alojamiento de los españoles, entendiendo que bastaba la distancia del sitio y la fortaleza de él, con la maleza del camino, para que le aseguraran de ellos, mas hallose engañado de sus confianzas.