Época:
Inicio: Año 1 A. C.
Fin: Año 1 D.C.

Antecedente:
LA FLORIDA DEL INCA



Comentario

CAPÍTULO XX


Prosigue el camino Pedro Calderón, y la continua pelea de los enemigos con él



No andaba menos cruel y sangrienta la pelea por las otras partes, porque por el lado derecho de la batalla acudió una gran banda de indios con mucho ímpetu y furor sobre los cristianos. Un valiente soldado, natural de Almendralejo, que había nombre Andrés de Meneses, salió a resistirles, y con él fueron otros diez o doce españoles, sobre los cuales cargaron los indios con tanta ferocidad y braveza que, de cuatro flechazos que dieron a Andrés de Meneses por las verijas y muslos, le derribaron en el agua que, por lo ver cubierto el cuerpo con un pavés que llevaba, le tiraron a lo más descubierto. Hirieron asimismo otros cinco de los que fueron con él.

Con esta rabia y crueldad andaba la pelea entre indios y españoles dondequiera que podían llegar a las manos. Los indios redoblaban las fuerzas y el coraje por acabar de vencer, como hombres que tenían por suya la victoria y estaban ensoberbecidos con los buenos lances que habían hecho. Los españoles se esforzaban con su buen ánimo a defender las vidas, que ya no peleaban por otro interés, y llevaban lo peor de la batalla, porque no eran a la defensa más de los cincuenta peones, que los de a caballo, por ser la pelea en el agua, no eran de provecho para los suyos ni de daño para los enemigos.

A este punto corrió por todos los indios la desdichada nueva de que el capitán general de ellos estaba herido de muerte, con la cual mitigaron algún tanto el fuego y la ira con que hasta entonces habían peleado. Empezaron a retirarse poco a poco, empero tirando siempre flechas a sus contrarios. Los castellanos se rehicieron y, con la mejor orden que pudieron, siguieron los indios hasta echarlos fuera de toda el agua y ciénaga, y los metieron por el callejón del monte cerrado que había en la otra ribera de la ciénaga, y les ganaron el sitio que dijimos habían rozado los españoles para su alojamiento cuando pasó el gobernador con su ejército. Aquel sitio habían fortificado los indios y tenían su alojamiento en él. Desampararon por acudir a su capitán general. Los españoles se quedaron en él aquella noche porque era plaza fuerte y cerrada donde los enemigos no podían hacerles daño, si no era por el callejón, y, como lo guardasen, estaban seguros. Curaron los heridos como pudieron, que todos los más lo estaban, y mal heridos, y pasaron la noche velando, que con gritos y alaridos no les dejaron reposar los indios.

Con el buen tiro que Antonio Galván acertó a hacer aquel día socorrió Nuestro Señor a estos españoles, que, cierto, a no ser tal y en la persona del capitán general, se temió hicieran los indios gran estrago en ellos, o los degollaran todos, según andaban pujantes y victoriosos y en gran número, y los españoles pocos y los más a caballo, los cuales, por ser la pelea en el agua, no eran señores de sí ni de sus caballos para ofender al enemigo o defenderse de él, por lo cual, peleando los infantes solos, estuvieron a punto de perderse todos. Y así, platicando después muchas veces delante del gobernador del peligro de aquel día, daban siempre a Antonio Galván la honra de que por él no los hubiesen vencido y muerto.

Luego que amaneció, caminaron los castellanos por el camino angosto del monte cerrado, llevando antecogidos los enemigos hasta sacarlos a otro monte más claro y abierto, de dos leguas de travesía, donde a una parte y a otra del camino los infieles tenían hechas grandes palizadas, o eran las mismas que hicieron cuando el gobernador Hernando de Soto pasó por este camino y se habían quedado en pie hasta entonces. De las palizadas salían los enemigos y tiraban innumerables flechas, con orden y concierto de no acometer a un mismo tiempo por ambos lados por no herirse con sus propias armas. De esta manera caminaron las dos leguas de monte donde los indios hirieron más de veinte castellanos y ellos no pudieron hacer daño alguno en sus enemigos porque hacían harto en guardarse de las flechas. Pasado el monte, salieron a un campo raso donde los indios, de temor de los caballos, no osaron ofender a los españoles, ni aun esperarles. Así los dejaron caminar con menos pesadumbre.

Los cristianos, habiendo caminado cinco leguas, hicieron alto para alojarse en aquel llano, porque los heridos de aquel día y del pasado, con la continua pelea que habían llevado, iban fatigados. Luego que anocheció, vinieron los indios en gran número, y a un tiempo los acometieron por todas partes con gran vocería y alarido. Los de a caballo salieron a resistirles sin guardar orden, sino que cada uno acudía donde más cerca sentían los indios. Los cuales, viendo los caballos, se hicieron a lo largo, tirando siempre flechas; con una de ellas hirieron malamente a un caballo de Luis de Moscoso. En toda la noche cesaron los infieles de dar grita a los cristianos diciéndoles: "¿Dónde vais, malaventurados, que ya vuestro capitán y todos sus soldados son muertos y los tenemos descuartizados y puestos por los árboles y lo mismo haremos de vosotros antes que lleguéis allá? ¿Qué queréis? ¿A qué venís a esta tierra? ¿Pensáis que los que estamos en ella somos tan ruines que os la hemos de desamparar y ser vuestros vasallos y siervos y esclavos? Sabed que somos hombres que os mataremos a todos vosotros y a los demás que quedan en Castilla." Estas y otras razones semejantes dijeron los indios tirando siempre flechas hasta que amaneció.