Época:
Inicio: Año 1 A. C.
Fin: Año 1 D.C.

Antecedente:
LA FLORIDA DEL INCA



Comentario

CAPÍTULO XXI


Pedro Calderón, con la porfía de su pelea, llega donde está el gobernador



Con el día siguieron los nuestros su camino y llegaron a un arroyo hondo y muy dificultoso de pasar, y los indios lo tenían atajado con palenques y albarradas fuertes, puestas a trechos. Los españoles, reconociendo el paso y lo que en él estaba hecho, y con la experiencia de los que otra vez pasaron por él, mandaron que se apeasen los de a caballo que más bien armados iban, y, tomando rodelas, espadas y hachas, fuesen treinta de ellos en vanguardia a ganar y romper las palizadas y defensas contrarias, y los peor armados, subiendo en los caballos, porque no eran de provecho en aquel paso, fuesen con la ropa y gente de servicio en medio; y otros veinte de los mejor armados quedasen en retaguardia, para que, si los enemigos los acometiesen por las espaldas, hallasen defensa; con esta orden entraron en el monte que había antes del arroyo. Los indios, viendo los castellanos donde no podían valerse de los caballos, que era lo que ellos más temían, cargaron con grandísimo ímpetu, ferocidad y vocería a flecharlos, pretendiendo matarlos todos, según eran pocos y el paso dificultoso. Los cristianos, procurando defenderse, ya que por la estrechura del lugar no podían ofenderles, llegaron a los palenques, donde fue la pelea muy reñida y porfiada, que los unos por hacer camino por do pasar y los otros por defenderlo se herían cruelmente. Al fin, los españoles, unos resistiendo a los indios con las espadas y otros cortando con las hachas las sogas y ataduras de bejucos, que son como parrizas largas y sirven de atar lo que quieren, ganaron el primer palenque, y el segundo, y los demás; empero costoles muy malas heridas que los más de ellos sacaron, sin las cuales, mataron los indios de un flechazo que dieron por los pechos a un caballo de Álvaro Fernández, portugués natural de Yelves, de manera que en este arroyo, y en la ciénaga pasada, perdió este fidalgo dos caballos buenos que llevaba. Con estos males y daños, pasaron los españoles aquel mal paso y caminaron con menos pesadumbre por los llanos donde no había malezas, porque los indios, doquier que no las había, se apartaban de los cristianos de miedo de los caballos. Mas, donde había manchones de monte cerca del camino siempre había indios emboscados que salían a sobresaltar y flechar los nuestros dándoles grita y repitiendo muchas veces aquellas palabras: "¡Dónde vais, ladrones, que ya hemos muerto vuestro capitán y a todos sus soldados!" Y tanto porfiaban en estas razones que ya los castellanos estaban por creerlas, porque, estando ya tan cerca del pueblo de Apalache, que podían ser oídos según la grita que llevaban, no habían salido a socorrerles, ni ellos habían visto gente ni caballos ni otra señal por do pudiesen entender que estaban allí. De esta manera caminaron estos ciento y veinte españoles escaramuzando y peleando con los indios todo el día, y llegaron a Apalache a puesta de sol, que, aunque la jornada no había sido tan larga como las pasadas, la habían caminado a paso corto por los muchos heridos que llevaban, de los cuales murieron después diez o doce, y entre ellos Andrés de Meneses, que era un valiente soldado.

Llegados ante la presencia tan deseada de su capitán general y de sus amados compañeros, fueron recibidos con la fiesta y regocijo que se puede imaginar, como hombres que habían sido tenidos por muertos y pasados de esta vida, según que los indios, por dar pena y dolor al gobernador y a los suyos, les habían dicho muchas veces que los habían degollado por los caminos, y ello era verosímil, porque habiéndose visto el gobernador en grandes peligros y necesidades con llevar más de ochocientos hombres de guerra cuando pasó por aquellas provincias y malos pasos, era creedero que, no siendo más de ciento y veinte los que entonces iban, se hubiesen perdido. Por lo cual, como si hubieran resucitado, así fueron general y particularmente recibidos y festejados de sus compañeros, dando los unos y los otros gracias a Dios que los hubiese librado de tantos peligros.

El gobernador como padre amoroso recibió a su capitán y soldados con mucha alegría, abrazando y preguntando a cada uno de por sí cómo venía de salud y cómo le había ido por el camino. Mandó curar y regalar con mucho cuidado los que iban heridos. En suma, con grandes palabras engrandeció y agradeció los trabajos y peligros que a ida y vuelta los unos y los otros habían pasado, ca este caballero y buen capitán, cuando se ofrecía ocasión, sabía hacer esto con mucha bondad, discreción y prudencia.