Época:
Inicio: Año 1 A. C.
Fin: Año 1 D.C.

Antecedente:
LA FLORIDA DEL INCA



Comentario

CAPÍTULO XXIII


El gobernador envia relación de su descubrimento a La Habana. Cuéntase la temeridad de un indio



Con la relación que el capitán Diego Maldonado trajo de toda la costa y del buen puerto que había descubierto en Achusi holgaron mucho, porque, conforme a las trazas que el general llevaba hechas, les parecía que los principios y medios de su descubrimiento y conquista iban bien encaminados para los fines que en ella pretendían de poblar y hacer asiento en aquel reino. Porque lo principal que el gobernador y los suyos deseaban para poblar era descubrir un puerto tal cual se había descubierto, donde fuesen a surgir los navíos que llevasen gente, caballos, ganados, semillas y otras cosas necesarias para nuevas poblaciones.

Pocos días después de la venida de Diego Maldonado, le mandó el gobernador fuese a La Habana con los dos bergantines que tenía a su cargo y visitase a doña Isabel de Bobadilla y le diese cuenta de lo que hasta entonces por mar y tierra habían andado y visto, y enviase la misma relación a todas las demás ciudades y villas de la isla, y que para el octubre venidero (que esto era el fin de febrero del año de mil y quinientos y cuarenta) volviese al puerto de Achusi con los dos bergantines y la carabela que Gómez Arias había llevado, y con otro algún navío o navíos más, si hallasen a comprar, y en ellos trajesen todas las ballestas y arcabuces, plomo y pólvora que se pudiese haber, y mucho calzado de zapatos y alpargates, y otras cosas que el ejército había menester, de las cuales por escrito le dio una memoria con instrucción de lo que había de hacer, porque para entonces pensaba el gobernador hallarse en el puerto de Achusi, habiendo hecho un gran cerco por la tierra adentro y descubierto las provincias que por aquel paraje hubiese para dar principio a la población, mas convenía poblar primero el puerto, cosa tan necesaria para lo de la mar y lo de tierra. Mandole asimismo dijese a Gómez Arias se viniese con él para el tiempo señalado, porque por su mucha prudencia para las cosas de gobierno, y por su buena industria y mucha práctica para las de la guerra, le convenía tenerlo consigo.

Con esta orden y comisión salió el capitán Diego Maldonado de la bahía de Aute y fue a La Habana, donde por las buenas nuevas que del gobernador y de su ejército llevaba, y por el próspero suceso hasta entonces habido y por el que se esperaba tener adelante, fue muy bien recibido de doña Isabel de Bobadilla y de toda la ciudad de La Habana, de donde se envió luego el aviso a las demás ciudades de la isla, las cuales con mucho regocijo solemnizaron la prosperidad del gobernador. Y para el tiempo señalado se hicieron grandes apercibimientos de enviarle socorro de gente, caballos y armas y las demás cosas necesarias para poblar. Todo lo cual aprestaban las ciudades en común, y los hombres ricos en particular, esforzándose cada cual en su tanto de enviar o llevar lo más y mejor que pudiese para mostrar el amor que a su gobernador y capitán general tenían, y por los premios que esperaban. En los cuales apercibimientos los dejaremos y volveremos a contar algunas cosas particulares que acaecieron en la provincia de Apalache, por los cuales se podrán ver las ferocidades de los indios de aquella provincia y juntamente su temeridad, porque cierto por sus hechos muestran que saben osar y no saben temer como se verá en el caso siguiente y en otros que se contarán, aunque no todos los que sucedieron que, por huir prolijidad, nos excusaremos de los más.

Es así que un día de los del mes de enero del año de mil y quinientos y cuarenta sucedió que el contador Juan de Añasco y otros seis caballeros andaban en buena conversación paseando a caballo las calles de Apalache y, habiéndolas andado todas, les dio gusto salirse al campo alderredor del pueblo sin apartarse lejos, porque por las asechanzas de los indios que tras cada mata se hallaban emboscados no estaba el campo seguro. Empero, no habiendo de apartarse del pueblo, les pareció podrían salir sin armas, a lo menos defensivas, y así salieron solamente con las espadas ceñidas, salvo uno de ellos, llamado Esteban Pegado, natural de Yelves, que acertó a ir armado y llevaba una celada en la cabeza y una lanza en la mano. Yendo así en su conversación, vieron un indio y una india que, en lo rozado de un monte que estaba cerca del pueblo, andaban cogiendo frisoles que del año pasado habían quedado sembrados. Debían de cogerlos más por entretenerse hasta ver si salía algún castellano del pueblo que por necesidad que tuviesen de los frisoles, porque como habemos dicho la provincia estaba llena de todo mantenimiento. Como los españoles viesen los indios, fueron a ellos para los prender. La india, viendo los caballos, se cortó, que no acertó a huir. El marido la tomó en brazos y corriendo la llevó al monte que estaba cerca y, habiéndola puesto en las primeras matas, le dio dos o tres empellones diciéndole que se metiese por el monte adentro. Hecho esto, pudiendo haberse ido con la mujer y escaparse, no quiso, antes volvió corriendo adonde había dejado su arco y flechas, y, cobrándolas, salió a recibir a los castellanos con tanta determinación y tan buen denuedo como si ellos fueran otro indio solo como él. Y de tal manera hizo este acometimiento que obligó a los españoles a que unos a otros se dijesen que no lo matasen sino que lo tomasen vivo, por parecerles cosa indigna que siete españoles a caballo matasen un solo indio a pie, y también porque juzgaban que un ánimo tan gallardo como el infiel mostraba no merecía que lo matasen sino que le hiciesen toda merced y favor. Yendo todos con esta determinación, llegaron al indio, que por ser el trecho corto aún no había podido tirar una flecha, y lo atropellaron y procuraron rendir sin lo dejar levantar del suelo encontrándole ya el uno ya el otro, siempre que se iba a levantar, y todos le daban grita que se rindiese.

El indio cuanta más prisa le daban tanto más feroz se mostraba y así caído como andaba, unas veces poniendo la flecha en el arco y tirándola como le era posible y otras dando punzadas en las barriga y pospiernas de los caballos, los hirió todos siete, aunque de heridas pequeñas porque no le daban lugar a poderlas dar mayores. Y, escapándose de entre los pies de ellos, se puso en pie y, tomando el arco a dos manos, dio con él un tan fiero palo sobre la frente a Esteban Pegado, que era el que a recatonazos más le acosaba, que le hizo reventar la sangre por cima de las cejas y le corrió por la cara y lo medio aturdió. El español portugués, viéndole ofendido y tan mal tratado, encendido en ira dijo: "Pesar de tal, ¿será bien que aguardemos a que este indio solo nos mate a todos siete?" Diciendo esto le dio una lanzada por los pechos que le pasó de la otra parte y lo derribó muerto. Hecha esta hazaña, requirieron sus caballos y los hallaron todos heridos, aunque de heridas pequeñas, y se volvieron al real admirados de la temeridad y esfuerzo del bárbaro y corridos y avergonzados de contar que un indio solo hubiese parado de tal suerte a siete de a caballo.