Época:
Inicio: Año 1 A. C.
Fin: Año 1 D.C.

Antecedente:
LA FLORIDA DEL INCA



Comentario

CAPÍTULO XII


Degüéllase el indio embajador y Juan de Añasco pasa adelante en su camino



Habiendo caminado, de la manera que hemos dicho, el capitán Juan de Añasco y sus treinta caballeros casi tres leguas de camino, pararon a comer y a descansar un rato a la sombra de unos grandes árboles, porque hacía mucho calor. El caballero indio que con ellos iba por embajador, habiendo ido hasta entonces muy alegre y regocijado entreteniendo los españoles por todo el camino con darles cuenta de lo que se la pedían de las cosas de su tierra y de las comarcanas, empezó a entristecerse y ponerse imaginativo con la mano en la mejilla. Daba unos suspiros largos y profundos que los nuestros notaron bien, aunque no le preguntaron la causa de su tristeza por no congojarle más de lo que de suyo lo estaba.

El indio, sentado como estaba en medio de los españoles, tomó su aljaba y, poniéndola delante de sí, sacó una a una muy despacio las flechas que en ella iban, las cuales, por la pulicia y el artificio que en su hechura tenían, eran admirables. Todas eran de carrizos. Unas tenían por casquillos puntas de cuernas de venado, labrados en grandísima perfección, con cuatro esquinas, como punta de diamante. Otras tenían por casquillos espinas de pescados maravillosamente labradas al propósito de las flechas. Otras había con casquillos de madera de palma y de otros palos fuertes y recios que hay en aquella tierra. Estos casquillos tenían dos, tres arpones, tan perfectamente hechos en el palo como si fueran de hierro o acero. En suma, todas las flechas eran tan lindas, cada una de por sí, que convidaban a los circunstantes a que las tomasen en las manos y las gozasen mirándolas de cerca. El capitán Juan de Añasco, y cada cual de sus compañeros, tomó la suya para la ver, y todos loaban la pulicia y curiosidad del dueño. Notaron, particularmente, que estaban emplumadas en triángulo porque saliesen mejor del arco. En fin, cada una tenía nueva y diferente curiosidad que la hermoseaba de por sí.

Y no es encarecimiento lo que de las flechas de este caballero hemos dicho, que antes quedamos cortos en la pintura de ellas, porque todos los indios de la Florida, principalmente los nobles, ponen toda su felicidad en la lindeza y pulicia de sus arcos y flechas, las que hacen para su ornamento y traer cotidiano, que las hacen con todo el mayor primor que pueden esforzándose cada uno en aventajarse del otro con nueva invención o mayor pulicia, de manera que es una contienda y emulación muy galana y honesta que de ordinario pasa entre ellos. Las flechas que hacen de munición para gastar en la guerra, son comunes y baladíes, aunque a necesidad todas sirven, sin ser respetadas las pulidas de las no pulidas, ni las estimadas de las despreciadas.

El indio embajador, que, como decíamos, sacaba sus flechas una a una del aljaba, casi en las últimas sacó una que tenía una casquilla de pedernal hecho como punta y cuchilla de daga de una sexma en largo, con la cual, viendo que los castellanos estaban descuidados y embebidos con mirar sus flechas, se hirió en la garganta de tal suerte que se degolló y cayó luego muerto.

Los españoles se admiraron de caso tan extraño y se dolieron de no haber podido socorrerle y, deseando saber la causa de aquella desgracia y haberse muerto con tanta tristeza habiendo estado poco antes tan alegre y regocijado, llamaron los indios de servicio que consigo llevaban y les preguntaron si lo sabían. Ellos, con muchas lágrimas y sentimiento de la muerte de su principal, por el amor que todos le tenían y porque sabían cuánto les había de pesar a sus señoras, madre e hija, de su triste fallecimiento, dijeron que, según lo que entendían, no podía haber sido otra la causa sino haber caído aquel caballero en la cuenta de que aquella embajada que llevaba era contra el gusto y voluntad de su señora la vieja, pues era notorio que con los primeros embajadores que le enviaron no había querido salir a ver los castellanos y que ahora, en guiar y llevar los mismos españoles donde ella estaba para que de grado o por fuerza la trajesen, no correspondía al amor que ella le tenía, ni la crianza que como madre y señora le había hecho. Demás de esto habría entendido que, si no hacía lo que su señora le mandaba, que era guiar los españoles y llevar la embajada (ya que tan inconsideradamente se había encargado de ella), caería en su desgracia y perdería su servicio y, que cualquiera de los dos delitos, o que fuese contra la madre o contra la hija, afirmaban los indios, le había de ser de más pena que la misma muerte. Por lo cual, viéndose metido en tal confusión y no pudiendo salir de ella sin ofender a alguna de sus señoras, había querido mostrar a entrambas el deseo que tenía de las servir y agradar y que, por no hacer lo contrario (ya que había caído en el primer yerro, queriendo excusar el segundo), había elegido por mejor la muerte que enojar a la una o a la otra y así la había tomado por sus propias manos. Esto, y no otra cosa, decían los indios que, a su entender, hubiese causado la muerte de aquel pobre caballero, y a los españoles no les pareció mal la conjetura de los indios.

Juan de Añasco y sus treinta compañeros, aunque con pesadumbre de la muerte de su guía, pasaron adelante en su demanda y caminaron aquella tarde otras tres leguas por el camino que hasta allí habían llevado, que era camino real. El día siguiente, para pasar adelante, preguntaron a los indios si sabían dónde y cuánto de allí estaba la señora viuda. Respondieron que de cierto no lo sabían, porque el indio muerto traía el secreto de la estancia de ella, mas que ellos a tiento los guiarían donde les mandasen. Con toda esta confusión siguieron su viaje los castellanos y, habiendo caminado casi cuatro leguas, ya cerca de medio día, que ardía bravísimamente el sol, viendo indios y poniéndose en emboscada, prendieron un indio y tres indias, que no eran más los que venían, de los cuales quisieron informarse dónde estaría la viuda. Ellos respondieron llanamente que habían oído decir que se había retirado más lejos de donde primero estaba, mas que no sabían dónde y que, si querían llevarlos consigo, que ellos irían preguntando por ella a los indios que topasen por el camino, que podría ser estuviese cerca y podría ser que estuviese lejos. Es frasis del general lenguaje del Perú.