Comentario
CAPÍTULO XVI
Que prosigue las riquezas del entierro y el depósito de armas que en él había
Bajando la vista del techo abajo, vieron nuestros capitanes y soldados que por lo más alto de las cuatro paredes del templo iban dos hiladas, una sobre otra, de estatuas de figuras de hombres y mujeres de común tamaño de la gente de aquella tierra, que son crecidos como filisteos. Estaban puestas cada una en su basa o pedestal, unas cerca de otras en compás, y no servían de otra cosa sino de ornamento de las paredes porque no estuviesen descubiertas por lo alto sin tapices. Las figuras de los hombres tenían diversas armas en las manos, todas las que otras veces hemos nombrado. Las cuales estaban guarnecidas con anillos de perlas y aljófar ensartado, de cuatro, cinco, seis vueltas, cada anillo, y, para mayor hermosura, tenían a trechos rapacejos de hilo de colores finísimas, que a todo lo que estos indios quieren se les dan en extremo finas. Las estatuas de las mujeres no tenían cosa alguna en las manos.
Por el suelo, arrimadas a las paredes, encima de unos bancos de madera muy bien labrada, como era toda la que en el templo había, estaban las arcas que servían de sepulturas en que tenían los cuerpos muertos de los curacas que habían sido señores de aquella provincia Cofachiqui y de sus hijos y hermanos y sobrinos hijos de hermanos, que en aquel templo no se enterraban otros.
Las arcas estaban bien cubiertas con sus tapas. Una vara de medir encima de cada arca, había una estatua entallada de madera arrimada a la pared sobre su pedestal, la cual era retrato sacado al vivo del difunto o difunta que en el arca estaba de la edad que era cuando falleció. Los retratos servían de recordación y memoria de sus pasados. Las estatuas de los hombres tenían sus armas en las manos, y las de los niños y mujeres sin cosa alguna.
El espacio de pared que había entre los retratos de los difuntos y las estatuas que estaban en lo alto de las paredes estaba cubierto de rodelas y paveses grandes y chicos, hechos de cañas tan fuertemente tejidas que se podía esperar con ellos una jara tirada con ballesta, que, tirada con arcabuz, pasa más que con ballesta. Los paveses y rodelas estaban enredados con hilos de perlas y aljófar y por el cerco tenían rapacejos de hilos de colores que los hermoseaban mucho.
Por el suelo del templo, a la larga, iban puestas encima de bancos tres hiladas de arcas de madera grandes y chicas, unas sobre otras, puestas por su orden, que las grandes eran las primeras y sobre éstas había otras menores y sobre aquéllas otras más chicas, y de esta manera estaban puestas cuatro y seis arcas unas encima de otras, subiendo de mayores a menores en forma de pirámide. Entre unas arcas y otras había calles que iban a la larga del templo y cruzaban al través del un lado al otro, por las cuales, sin estorbo alguno, podían andar por todo el templo y ver lo que en él había a cada parte.
Todas las arcas grandes y chicas estaban llenas de perlas y aljófar. Las perlas estaban apartadas unas de otras por sus tamaños, y conforme el tamaño estaban en las arcas, que las mayores estaban en las primeras arcas, y las no tan grandes en las segundas, y otras más chicas, en las terceras, y así, de grado en grado, hasta el aljófar, el cual estaba en las arquillas más altas. En todas ellas había tanta cantidad de aljófar y perlas que por vista de ojos confesaron los españoles que era verdad y no soberbia ni encarecimiento lo que la señora de este templo y entierro había dicho, que, aunque se cargasen todos ellos, que eran más de novecientos hombres, y aunque cargasen sus caballos, que eran más de trescientos, no acabarían de sacar del templo las perlas y aljófar que en él había. No debe causar mucha admiración ver tanta cantidad de perlas, si se considera que no vendían aquellos indios ninguna de cuantas hallaban sino que las traían todas a su entierro, y que lo habían hecho de muchos siglos atrás. Y, haciendo comparación, se puede afirmar (pues se ve cada año), que, si el oro y plata que del Perú se ha traído y trae a España no se hubiera sacado de ella, pudieran haber cubierto muchos templos con tejas de plata y oro.
Con la bravosidad y riqueza de perlas que había en el templo había asimismo muchos y muy grandes fardos de gamuza blanca y teñida de diversas colores, y la teñida estaba apartada, la de cada color de por sí. También había grandes líos de mantas de muchas colores hechas de gamuza, y otra gran muchedumbre de mantas de pellejinas aderezadas con su pelo de todos los animales que en aquella tierra se crían, grandes y chicos. Había muchas mantas de pellejos de gatos de diversas especies y pinturas, y otras de martas finísimas, todas tan bien aderezadas que en lo mejor de Alemania o Moscovia no se pudieran mejorar.
De todas estas cosas, y de la manera y orden que se ha dicho, estaba ordenado el templo, así el techo como las paredes y el suelo, cada cosa puesta con tanta pulicia y orden cuanta se puede imaginar de la gente más curiosa del mundo. Estaba todo limpio, sin polvo ni telarañas, donde parece debía de ser mucha la gente que cuidaba del ministerio y servicio del templo, de limpiar y poner cada cosa en su lugar.
Alderredor del templo había ocho salas, apartadas unas de otras y puestas por su orden y compás, las cuales mostraban ser anejas al templo y a su ornato y servicio. El gobernador y los demás caballeros quisieron ver lo que en ellas había, y hallaron que todas estaban llenas de armas puestas por la orden que diremos. La primera sala que acertaron a ver estaba llena de picas, que no había otra cosa en ella, todas muy largas, muy bien labradas con hierros de azófar que, por ser tan encendido de color, parecían de oro. Todas estaban guarnecidas con anillos de perlas y aljófar de tres y cuatro vueltas puestos a trechos por las picas. Muchas de ellas estaban aderezadas por medio (donde cae sobre el hombro, y la punta cabe el hierro) con mangas de gamuza de colores y, a los remates de la gamuza, en ambas partes alta y baja, tenían flecos de hilo de colores con tres y cuatro, cinco y seis vueltas de perlas o de aljófar, que las hermoseaban grandemente.
En la segunda sala había solamente porras, como las que dijimos que tenían los primeros gigantes que estaban en la puerta del templo, salvo que las de la sala, como armas que estaban en recámara de señor, estaban guarnecidas con anillos de perlas y de aljófar y de rapacejos de hilo de colores puestos a trechos, de manera que el un color mestizase con otro, y todos con las perlas, y las otras picas de los gigantes no tenían guarnición alguna.
En otra sala, que era la tercera, no había sino hachas, como las que dijimos que tenían los gigantes de la cuarta orden, con hierros de cobre que de la una parte tenían cuchilla y de la otra punta de diamante de una sexma y de una cuarta en largo. Muchas de ellas tenían hierros de pedernal asidos fuertemente a las astas con anillos de cobre. Estas hachas también tenían por las astas sus anillos de perlas y aljófar y rapacejos de hilo de colores.
En otra sala, que era la cuarta, había montantes hechos de diversos palos fuertes, como eran los que tenían los gigantes de la segunda orden, todos ellos guarnecidos con perlas y aljófar y rapacejos por las manijas y por las cuchillas hasta el primer tercio de ellas.
En la quinta sala había solamente bastones, como los que dijimos que tenían los gigantes de la tercera orden, empero guarnecidos con sus anillos de perlas y aljófar y rapacejos de colores por toda la asta hasta donde empezaba la pala. Y porque el capítulo no salga de la proporción de los demás, diremos en el siguiente lo que resta.