Comentario
CAPÍTULO XXII
El ejército sale de Ychiaha y entra en Acoste y en Coza, y el hospedaje que en estas provincias se les hizo
Recibida la relación de las minas de oro que fueron a descubrir, mandó el gobernador apercibir para el día siguiente la partida, la cual hicieron nuestros castellanos dejando al curaca y a sus indios principales muy contentos de las dádivas que el general y sus capitanes les dieron por el hospedaje que les hicieron.
Caminaron aquel día la isla abajo, que, como dijimos, era de cinco leguas en largo. A la punta de ella, donde el río se volvía a juntar, estaba fundado otro pueblo llamado Acoste. Era de otro señor bien diferente del pasado. El cual recibió a los castellanos muy de otra manera que el cacique de Ychiaha, porque no les mostró semblante alguno de amistad, antes estaba puesto en arma con más de mil y quinientos indios de guerra, bien compuestos de plumajes y apercibidos de armas, las cuales traían en las manos sin las querer dejar, aunque habían recibido ya a los españoles en su pueblo. Y se mostraban tan bravos y ganosos de pelear que no había indio que, hablando con español, no presumiese clavarle los dedos en los ojos, y así lo cometían a hacer. Y si les preguntaban algo, respondían con tanta soberbia, sacudiendo y blandiendo los brazos con los puños cerrados (señales que ellos hacen cuando quieren pelear), que no se les podía sufrir la desvergüenza que tenían ni las palabras y ademanes, que todos provocaban a batalla. De tal manera que muchas veces estuvieron los castellanos, perdida la paciencia, por cerrar con ellos. Mas el adelantado lo estorbó diciéndoles que sufriesen todo lo que hiciesen los indios siquiera por no quebrar el hilo de la paz que hasta allí habían traído desde que salieron de la belicosa provincia de Apalache. Así se hizo como el gobernador lo mandó, mas aquella noche los unos y los otros la pasaron toda puestos en sus escuadrones como enemigos declarados.
El día siguiente se mostraron los indios más afables, y el curaca y los más principales vinieron con nuevo semblante a ofrecer al gobernador todo lo que en su tierra tenían, y le dieron zara para el camino. Entendiose que algún buen recaudo que el señor de Ychiaha les hubiese enviado en favor de los españoles hubiese causado aquel comedimiento. El general les agradeció el ofrecimiento y les pagó el maíz, de que ellos quedaron contentos, y el mismo día salió del pueblo y pasó el río en canoas y balsas, de que había gran cantidad. Y daban todos gracias a Dios que los hubiese sacado del pueblo Acoste sin haber quebrado la paz que hasta allí habían traído.
Salidos de Acoste, entraron en una gran provincia llamada Coza. Los indios salieron a recibirles de paz y les hicieron toda buena amistad, dándoles para el camino bastimentos y guías de un pueblo a otro.
El curaca y señor de esta provincia había el mismo nombre que ella, la cual, por donde los españoles la pasaron, tenía más de cien leguas de largo, todas de tierra fértil y muy poblada, tanto que, algunos días que caminaron por ella, pasaban por diez y por doce pueblos, sin los que dejaban a una mano y otra del camino. Verdad es que los pueblos eran pequeños, de los cuales salían los indios con mucho contento y regocijo a recibir los cristianos y los hospedaban en sus casas, y de muy buena voluntad les daban cuanto tenían, y por el camino les iban sirviendo los de un pueblo hasta llegar al otro, y, cuando éstos los habían recibido, se volvían aquéllos. De esta manera los llevaron por todas las cien leguas, alojándose los españoles unas noches en poblado y otras en el campo, como acertaban a hacerse las jornadas, que todas eran de a cuatro leguas poco más o menos.
El señor de aquella provincia Coza, que estaba al otro término de ella, enviaba cada día nuevos mensajeros con un mismo recaudo, repetido muchas veces, dando al gobernador el parabién de su buena venida, suplicándole caminase por su tierra muy poco a poco holgándose y regalándose todo lo que le fuese posible, que él le esperaba en el pueblo principal de su provincia para servir a su señoría y a todos los suyos con el amor y voluntad que ellos verían.
Los españoles caminaron veintitrés o veinticuatro días sin acaecerles cosa que sea de contar, si no es repetir muchas veces la buena acogida que los indios les hacían, hasta que llegaron al pueblo principal, llamado Coza, de quien tomaba nombre toda la provincia, donde estaba el señor de ella. El cual salió una gran legua a recibir al gobernador acompañado de más de mil hombres nobles muy bien aderezados con mantos de diversos aforros de pieles. Muchas de ellas eran de martas finas que daban de sí grande olor de almizcle. Traían sobre sus cabezas grandes plumajes, que son la gala y ornamento de que los indios de este gran reino más se precian, y, como éstos fuesen bien dispuestos, como lo son generalmente todos los de aquella tierra, y los plumajes subiesen media braza en alto y fuesen de muchas y diversas colores, y ellos estuviesen en el campo puestos por su orden en forma de escuadrón de veinte por hilera, hacían una hermosa y agradable vista a los ojos.
Con esta grandeza y ostentación militar y señoril recibieron los indios al general y a sus capitanes y soldados, haciendo todas las mayores demostraciones que podían de contento que decían tener de verlos en su tierra. Al gobernador aposentaron en una de tres casas que en diversas partes del pueblo tenía el curaca hechas de la forma que de otras semejantes hemos dicho, asentadas en alto, con las ventajas de casas de señor a las de los vasallos. El pueblo estaba fundado a la ribera de un río, tenía quinientas casas grandes y buenas, que bien mostraba ser cabeza de provincia grande y principal como se ha dicho. La mitad del pueblo (hacia la posada del gobernador) tenía desembarazado, donde se alojaron los capitanes y soldados, y cupieron todos en él porque las casas eran capaces de mucha gente, donde estuvieron los castellanos once o doce días servidos y regalados del curaca y de todos los suyos como si fueran hermanos muy queridos, que cierto ningún encarecimiento basta a decir el amor y cuidado y diligencia con que les servían, de tal manera que los mismos españoles se admiraban de ello.