Comentario
CAPÍTULO VIII
Dos curacas vienen de paz. Los españoles tratan de hacer siete bergantines
Ya por este tiempo, y antes, se había publicado por toda aquella comarca cómo los castellanos se habían vuelto de su viaje y estaban alojados en la provincia y pueblo Aminoya. Lo cual, sabido por el curaca y señor de la provincia Anilco, de quien atrás hicimos mención, temiendo no hiciesen los españoles en su tierra el daño que las otras veces habían hecho y porque sus enemigos los de Guachoya, favoreciéndose de ellos, no fuesen a vengarse de él e hiciesen las abominaciones que en la jornada pasada hicieron, quiso enmendar el yerro que entonces hizo con su rebeldía y pertinacia, que tan dañosa le fue.
Empero, no osando fiar de los españoles su persona, mandó llamar a un indio, deudo suyo muy cercano, que de muchos años atrás había sido y era su capitán general y gobernador en todo su estado, y le dijo: "Iréis en mi nombre al general de los españoles y le diréis cómo os envío en lugar de mi propia persona, que por faltarme salud no voy personalmente a servirles; que les suplico cuan encarecidamente puedo me reciban en su amistad y servicio, que yo les prometo y doy mi fe de les ser leal y obediente servidor en todo lo que de mi casa y estado quisieren servirse. Estas palabras diréis de mi parte, y de la vuestra, y de los demás indios que con vos fuesen. Haréis toda la buena ostentación de obras que os fuese posible en lo que os mandasen para que los castellanos crean el ánimo que me queda y el que vosotros lleváis de agradarles en todo lo que fuese de su servicio."
Con esta embajada salió de su tierra el capitán general Anilco, que, por no saber su propio nombre, le damos el de su curaca, y, acompañado de viente y cuatro hombres nobles, muy bien arreados de plumajes y mantas de aforros, y otros tantos indios que venían cargados de frutas y pescados y carne de venado, y doscientos indios para que sirviesen a todo el ejército, llegó ante el gobernador Luis de Moscoso y con todo respeto y buen semblante dio su embajada repitiendo las mismas palabras que su cacique le había dicho, y, en pos de ellas ofreció su persona, significando el buen ánimo y voluntad que todos ellos tenían de le servir, y al fin de sus ofrecimientos dijo: "Señor, no quiero que vuestra señoría dé crédito a mis palabras sino a las obras que nos viese hacer en su servicio."
El gobernador le recibió con mucha afabilidad y le hizo la honra que pudiera hacer a su mismo cacique. Dijo que le agradecía mucho sus buenas palabras, ánimo y voluntad, y para el curaca dio muchas encomiendas, diciendo que estimaba y tenía en mucho su amistad. Y a los demás indios nobles hizo muchas caricias, de que todos ellos quedaron muy contentos. Anilco envió el recaudo del gobernador a su señor y él se quedó a servir a los españoles.
Dos días después vino el cacique Guachoya a besar las manos al gobernador y a confirmar el amistad pasada. Trajo un gran presente de las frutas, pescados y caza que en su tierra había. Al cual asimismo recibió el general con mucha afabilidad y caricias. Mas a Guachoya no le dio gusto ver al capitán de Anilco con los españoles, y menos de que le hiciesen la honra que todos le hacían, porque, como atrás se ha visto, eran enemigos capitales, empero, como mejor pudo disimuló su pesar para mostrarlo a su tiempo.
Estos dos caciques Guachoya y Anilco asistieron al servicio de los castellanos todo el tiempo que ellos estuvieron en aquella provincia llamada Aminoya, y cada ocho días se iban a sus casas y volvían con nuevos presentes y regalos. Y, aunque ellos se iban, quedaban sus indios sirviendo a los españoles. Los cuales, como para salir de aquel reino tuviesen puesta su esperanza en los bergantines que habían de hacer, entendían con toda diligencia en prevenir las cosas necesarias para ellos y, para los poner en efecto, dieron el cargo principal de la obra al maestro Francisco Ginovés, gran oficial de fábrica de navíos. El cual, habiendo tanteado el tamaño que los bergantines habían de tener conforme a la gente que en ellos se había de embarcar, halló que eran menester siete. Y para este número de bergantines previnieron lo necesario, y, porque el invierno con sus aguas no les estorbase el trabajar, hicieron cuatro galpones muy grandes que servían de atarazanas, donde todos ellos, sin diferencia alguna, trabajaban igualmente y cada cual, sin que se lo mandasen, acudía al ministerio que mejor se amañaba, unos a aserrar la madera para tablas, otros a labrarla con azuela, otros a hacer carbón, otros a labrar los remos, otros a torcer la jarcia, y el soldado o capitán que más trabajaba en estas cosas se tenía por más honrado.
En estos ejercicios se ocuparon los nuestros todo el mes de febrero, marzo y abril, sin que los indios de aquella provincia los inquietasen ni estorbasen de su obra, que no fue poca merced que les hicieron.
El general Anilco se mostró en todo este tiempo, y después, amicísimo de los españoles porque con mucha prontitud acudía a proveer las cosas que le pedían necesarias para los bergantines. Trajo muchas mantas nuevas y viejas, que era la falta que los españoles temían que no se había de cumplir por haber pocas en todo aquel reino. Mas la amistad de este buen indio, y su buena diligencia, facilitaba lo que los nuestros tenían por más dificultoso.
Las mantas nuevas guardaron para velas y de las viejas hicieron hilas que sirviesen de estopa para calafatear los navíos. Estas mantas hacen los indios de la Florida de cierta hierba como malvas que tiene hebra como lino, y de ella misma hacen hilo y le dan las colores que quieren finísimamente.
Trajo asimismo Anilco mucha cantidad de sogas gruesas y delgadas para jarcia, escotas y gúmenas. En todas estas cosas, y otras, que este buen indio proveía, lo que más le era de estimar y agradecer era la buena voluntad y largueza con que las daba, porque siempre acudía con más de lo que le pedían, y venía con tanta puntualidad en los plazos que para proveer esto o aquello tomaba que nunca los dejaba pasar. Y entre los españoles andaba como uno de ellos, ayudándoles a trabajar y diciéndoles pidiesen lo que hubiesen menester, que deseaba servirles y mostrar el amor que les tenía. Por las cuales cosas el general y sus capitanes y soldados le hacían la misma honra que pudieran hacer al gobernador Hernando de Soto, si fuera vivo, y Anilco la merecía así por su virtud como por el buen aspecto de su rostro y su persona, que en extremo era gentil hombre.