Época:
Inicio: Año 1 A. C.
Fin: Año 1 D.C.

Antecedente:
LA FLORIDA DEL INCA



Comentario

CAPÍTULO XIX


Dan cuenta al visorrey de los casos más notables que en la Florida sucedieron



Entre los vecinos y caballeros principales de México que llevaron a los nuestros a hospedar a sus casas acertó el fator Gonzalo de Salazar, de quien al principio de esta historia hicimos mención, a llevar a Gonzalo Silvestre, y hablando con él de muchas cosas acaecidas en este descubrimiento, vinieron a tratar del principio de su navegación y lo que les acaeció la primera noche de ella cuando salieron de San Lúcar: de cómo se vieron los dos generales en peligro de ser hundidos. En este discurso vino a saber el fator que era Gonzalo Silvestre el que había mandado tirar los dos cañonazos que a su nao tiraron por haberse adelantado de la armada y puéstose a barlovento de la capitana, como largamente lo tratamos en el primer libro de esta historia, por lo cual de allí adelante le hizo más honra diciendo que lo había hecho como buen soldado, aunque también dijo que holgara ver al gobernador Hernando de Soto para le hablar sobre lo que aquella noche había pasado.

Después supo el fator de otros soldados la buena suerte que Gonzalo Silvestre había hecho en la provincia de Tula, del indio que partió por la cintura de una cuchillada y, viendo la espada, que era antigua, de las que ahora llamamos viejas, se la pidió para ponerla en su recámara por joya de mucha estima. Y, cuando supo que el listón o pendón de martas finas guarnecido de perlas y aljófar que dijimos había ganado en el pueblo donde tomaron comida viniendo por el Río Grande abajo, donde desampararon los caballos por la prisa que los indios les dieron, lo había dado en Pánuco a su huésped en recompensa del hospedaje que le había hecho, le pesó diciendo que, por sólo tener en su recámara una cosa tan curiosa como era el pendón, le diera mil y quinientos pesos por él, porque en efecto era el fator curiosísimo de cosas semejantes.

Por otra parte, toda la ciudad de México en común, y el visorrey y su hijo don Francisco de Mendoza en particular, holgaban mucho de oír los sucesos del descubrimiento, y así pedían se los contasen sucesivamente. Admiráronse cuando oyeron contar los tormentos tantos y tan crueles que a Juan Ortiz había dado su amo Hirrihigua y de la generosidad y excelencias de ánimo del buen Mucozo, de la terrible soberbia y braveza de Vitachuco, de la constancia y fortaleza de sus cuatro capitanes y de los tres mozos hijos de señores de vasallos que sacaron casi ahogados de la laguna. Notaron la fiereza y lo indomables que se mostraron los indios de la provincia de Apalache, la huida de su cacique tullido y los casos extraños que en trances de armas en aquella provincia acaecieron, con la muy trabajosa jornada que al ir y volver a ella los treinta caballeros hicieron.

Maravilláronse de la gran riqueza del templo de Cofachiqui, de sus grandezas y suntuosidad y abundancia de diversas armas, con la multitud de perlas y aljófar que en él hallaron y la hambre que antes de llegar a él pasaron en los desiertos. Holgáronse de oír la cortesía, discreción y hermosura de la señora de aquella provincia Cofachiqui, y de los comedimientos y grandezas, y el ofrecer su estado el curaca Coza para asiento de los españoles. Espantáronse de la disposición de gigante que el cacique Tascaluza tenía y de la de su hijo, semejante a la de su padre, y de la sangrienta y porfiada batalla de Mauvila y de la repentina de Chicaza, y de la mortandad de hombres y caballos que estas dos batallas hubo, y de la del fuerte de Alibamo. Gustaron de las leyes contra las adúlteras. Dioles pena la necesidad de la sal que los nuestros pasaron y la horrible muerte que la falta de ella les causaba, y la muy larga e inútil peregrinación que hicieron por la discordia secreta que entre los españoles se levantó, de cuya causa dejaron de poblar. Estimaron en mucho la adoración que a la cruz se le hizo en la provincia de Casquin y el apacible y regalado invierno que tuvieron en Utiangue. Abominaron la monstruosa fealdad que los de Tula artificiosamente en sus cabezas y rostros hacen, y la fiereza de sus ánimos y condición semejante a la de sus figuras.

Dioles mucho dolor la muerte del gobernador Hernando de Soto. Hubieron lástima de los dos entierros que le hicieron, y, en contrario, holgaban mucho de oír sus hazañas, su ánimo invencible, su prontitud para las armas y rebatos, su paciencia en los trabajos, su esfuerzo y valentía en pelear, su discreción, consejo y prudencia en la paz y en la guerra. Y, cuando dijeron al visorrey la intención que la muerte le atajó de enviar dos bergantines por el Río Grande abajo a pedir socorro a su excelencia y cómo (por lo que ellos vieron navegando hasta la mar) se le pudiera haber dado con mucha facilidad, lo sintió grandemente y culpó mucho al general y capitanes que habían quedado que no hubiesen proseguido y llevado adelante los propósitos del gobernador Hernando de Soto, pues eran en tanto provecho y honra de todos ellos, y afirmaba con grandes juramentos que él mismo fuera el socorro hasta la boca del Río Grande, porque fuera más en breve y mejor aviado, y todos los caballeros y gente principal de la ciudad de México decían lo mismo.

También holgaba el visorrey de oír la hermosura y buena disposición que en común los naturales de la Florida tienen, el esfuerzo y valentía de los indios, la ferocidad y destreza que en tirar sus arcos y flechas muestran, los tiros tan extraños y admirables que con ellas hicieron, la temeridad de ánimo que muchos de ellos en singular mostraron y la que todos en común tienen, la guerra perpetua que unos a otros se hacen, el punto de honra que en muchos de los caciques hallaron, la fidelidad del capitán general Anilco, el desafío que hizo el cacique de Guachoya, la liga de Quigualtanqui con los diez caciques con él conjurados, el castigo que a sus embajadores se les dio, el trabajo que los nuestros pasaron en hacer los siete bergantines, la brava creciente del Río Grande, el embarcarse los españoles, la multitud y hermosura de canoas que sobre ellos amanecieron, la cruel persecución que les hicieron hasta echarlos fuera de todos sus confines.

Quiso asimismo el visorrey saber particularmente las calidades de la tierra de la Florida. Holgó mucho oír que hubiese en ella tanta abundancia de árboles frutales de los de España, como ciruelos de muchas maneras, nogales de tres suertes --y la una suerte de ellas con nueces tan aceitosas que, apretada la medula entre los dedos, corría aceite por ellos--, tanta cantidad de bellotas de encina y roble, la hermosura y muchedumbre de los morales, la fertilidad de las parrizas con las muchas y muy buenas uvas que llevan. Finalmente holgaba mucho de oír el visorrey la grandeza de aquel reino, la comodidad que tiene para criar toda suerte de ganado y la fertilidad de la tierra para las mieses, semillas, frutas y legumbres, para las cuales cosas crecía el deseo del visorrey de hacer la conquista, mas, por mucho que lo trabajó, no pudo acabar con la gente que había salido de la Florida que se quedase en México para volver a ella, antes, dentro de pocos días que en ella habían entrado, se derramaron por muchas partes, como luego veremos.