Comentario
CAPITULO VII
Toma Morgan la ciudad de Maracaibo, situada del lado de
la Nueva Venezuela. Piraterías que se cometieron en sus
mares y ruina de tres navíos españoles que habían salido
a impedir los corsos de piratas
Poco tiempo después de la llegada a Jamaica, que fue en el que los piratas hubieron gastado toda la riqueza sobredicha, volvieron a resolverse a otra empresa y nueva fortuna. Dio para efectuarlo orden Morgan a todos los capitanes de sus navíos de juntarse en la isla de la Vaca, situada al lado del sur de la isla Española, como en lo precedente hicimos mención. Juntos que fueron se le agregaron después cantidad de otros piratas, tanto franceses como ingleses, por razón que el nombre de Morgan era muy notorio en todas las regiones circunvecinas, a causa de los grandes frutos de sus empresas. Estaba aún en Jamaica un navío inglés, que había venido de la Nueva Inglaterra armado con 36 piezas de artillería, el cual por orden del gobernador vino a juntarse con Morgan para fortificar su flota y darle mayor ánimo de emprender cosas de consecuencia. Veíase dicho caudillo fuerte, cuanto podía desear, por ver un navío de tanta importancia (era el mayor de toda su flota) en su favor; y estando allí otro de 24 piezas de hierro y 12 de bronce, perteneciente a los franceses, procuró Morgan agregarle a los suyos, mas no fiándose los franceses de los ingleses, el capitán los rehusó.
Estos tales habían encontrado en la mar un navío inglés, y teniendo necesidad de vituallas tomó una partida de las que llevaba el inglés sin dar algún dinero, sino sólo una asignación para Jamaica y Tortuga. Conocía Morgan no podía ganar nada en la voluntad del capitán francés para reducirle a que le siguiese, con que se la armó industriosamente, convidándole, y a algunos de su gente, para comer en su mayor navío; y llegado al convite, los hizo a todos prisioneros con pretexto de pretensiones que alegaba contra ellos: por haber hecho molestia al navío que encontraron, del cual tomaron vituallas sin pagar.
Inmediatamente juntó consejo Morgan para deliberar qué plaza sería la primera acometida; determinaron de ir hacia la isla Savona para asaltar a cualquier navío español que por mala fortuna se separase de la flota que se aguardaba de España. Comenzaron a festejar la salida del buen consejo brindando a la salud del rey de Inglaterra, a su buen viaje y otras; pero no duró largo tiempo el alborozo sin mezcla de un funesto suceso: fue, que a cada brindis disparaban un tiro, y su mala fortuna quiso que una chispa cayera en el pañol de la pólvora, que hizo saltar el navío en el aire, con 350 ingleses, además de los franceses que estaban prisioneros, de todos los cuales no escaparon más que cerca de 30, que se hallaban detrás en la cámara de popa, porque los ingleses acostumbraban a hacer su pañol en la proa y verdaderamente habrían escapado más si no hubieran ya estado borrachos del todo.
La pérdida de un tan grande navío fue la causa que los ingleses se hallaban en conflicto. Acusaban a los franceses de haber puesto fuego en la pólvora del navío perdido y que tenían intención de piratear sobre ellos con una comisión que les hallaron del gobernador de Barbacoa cuando tomaron su navío, cuya expresión era: Que dicho gobernador les permitía cruzar sobre los ingleses, en cualquiera parte que los hallasen, por causa de la multitud de insolencias que habían cometido contra los vasallos de S. M. católica en tiempo de paz entre estas dos coronas. Y aunque a la verdad, dicha comisión no era fundamentalmente para piratear sobre los ingleses, sino para traficar con los españoles (según el capitán francés decía), no obstante no podía justificarse, y así los ingleses se fueron con su navío a Jamaica, en el cual dicho capitán francés fue, y llegando alegaba ante la justicia la restitución de su navío, pero en lugar de volvérsele le detuvieron prisionero, con amenazas de ahorcarle.
Ocho días después de la pérdida del navío, Morgan, instigado de su ordinario humor de crueldad y avaricia, hizo buscar sobre las aguas de la mar los cuerpos de los míseros que habían perecido, no con la humanidad de enterrarlos, si bien por la mezquindad de sacar algo bueno en sus vestidos y adornos; si hallaban alguno con sortijas de oro en los dedos, se los cortaban para sacarlas y los dejaban en aquel estado, expuestos a la voracidad de los peces. Finalmente, proseguían con la intención de llegar a la isla de Savona, que era el lugar de su asignación. Eran en todos 15 navíos, estando Morgan en el mayor, armado de 14 piezas de artillería, y toda la gente que componía la flota consistía en el número de 600 hombres, y con él llegaron en pocos días después a la isla llamada Cabo de Lobos, del lado del sur de la isla Española, entre el Cabo de Tiburón y Punta de Espada, no pudiendo pasar de allí a causa de vientos contrarios en el espacio de tres semanas que duraron, por grandes diligencias que Morgan hizo, ni por mañanas que usase. Al fin de dicho tiempo montaron el cabo, desde donde vieron un navío inglés a lo lejos, que habiéndole abordado, supieron venía de Inglaterra, y compraron de él lo que habían menester de vituallas.
Prosiguió Morgan su curso hasta el puerto de Ocoa, donde echó pie a tierra enviando alguna de su gente a buscar agua y los víveres que pudiesen recoger para mejor ahorrar los que la flota traía; mataron muchos animales, y entre ellos algunos caballos, pero los españoles, mal contentos de esto, intentaron armar una treta a los piratas, e hicieron venir 300 ó 400 soldados de Santo Domingo (que está de allí muy cerca) y los pidieron cazasen en todos los contornos cerca de la mar y arriba en los bosques a fin que, volviendo cualesquiera piratas, no hallasen de qué subsistir. Volvieron en pocos días de los mismos con ánimo de cazar y no hallando a quien tirar un escopetazo, fueron entrando por las selvas cosa de 50 hombres. Los españoles hicieron juntar una tropa grande de vacas y pusieron por guardas dos o tres hombres, que vistas y halladas por los piratas mataron un número suficiente, y aunque los españoles veían todo esto desde lejos, no quisieron impedirlo; pero llegando el término de llevarlas, dieron tras ellos con furia y valor extraordinario gritando: ¡Mata! ¡Mata! Dejaron bien presto los piratas la presa, retirándose de tiempo en tiempo un poco, y cuando hallaron su ventaja, descargaron sobre los españoles e hicieron caer en tierra mucha parte.
Visto por los demás el desastre de los suyos procuraron huirse y llevarse consigo los cuerpos muertos y heridos de sus compañeros. No contentos los piratas de lo allí sucedido, corrieron con presteza a los bosques y mataron aún la mayor parte de los que habían quedado. El día siguiente, encarnizado Morgan de lo que había pasado, fue él mismo con doscientos hombres a buscar el resto de españoles, pero no hallando a nadie, vengó su cruel rabia en poner fuego al mayor número de casas de los pobres desolados y fugitivos, con que se volvió algo satisfecho a su navío por haber cometido algún mal, que era (y aún creo será) su sedienta ambición.
La impaciencia que Morgan había tenido aguardando una parte de sus navíos que aún no eran llegados, le hizo resolverse a alargar las velas, poniendo la proa a la isla Savona, que era su común destino; mas llegado que hubo y no hallando alguno de los navíos que estaban asignados, tuvo grande impaciencia, con ella aguardó algunos días. Entretanto, faltándole vituallas, envió una tropa de ciento cincuenta hombres a la isla Española para pillar algunas aldeas que están alrededor de Santo Domingo, pero estando advertidos los españoles de su venida, se hallaron tan listos y en tan buen orden que los piratas, temiendo la entrada, no se atrevieron a llegar, teniendo por mejor volverse a la presencia de su Morgan que perecer. Hizo revista de su gente, viendo que los otros navíos no llegaban, y halló quinientos hombres o pocos más. Los navíos que allí consigo tenían eran ocho, la mayor parte muy pequeños; y como antes de todo esto hubiesen resuelto de cruzar en las costas de Caracas y arruinar todas las villas y lugares, hallándose por entonces con tan pocas fuerzas, mudó de sentimiento por el consejo de un capitán francés que era miembro de su flota, el cual sirvió a Lolonois en semejantes empresas y en la toma de Maracaibo, y sabía bien las entradas, salidas, fuerzas y mañas, para volverlo a ejecutar en compañía de Morgan, con quien habiendo hecho relación, concluyeron volver a saquearla, estando persuadido con toda su gente de la facilidad que el francés proponía. Levantaron áncoras y se encaminaron hacia Curaçao, en cuya isla, siendo descubierta, metieron pie a tierra en otra de ella cercana que se llama Ruba, situada cerca de doce leguas de dicha de Curaçao, al lado del occidente. Guárdanla pocos hombres, aunque los indianos que la habitan están sujetos a la corona de España y hablan español, a causa de la religión católica, que es cultivada por algunos sacerdotes que envían de la Tierra Firme.
Los moradores de esta isla tienen su comercio con piratas que llegan a ella a comprar carneros, corderos y cabras, que venden en cambio de lienzo, hilo y cosas de este género. Es muy estéril la tierra; toda la subsistencia consiste en las tres cosas sobredichas y en un poco de trigo, que no es de mala calidad. Cría muchísimos insectos ponzoñosos, como víboras y arañas, tan perniciosas, que si alguno es mordido de ellas, para librarle de la rabiosa muerte que causa tal veneno, le deben atar los pies y manos, y así dejarle veinticuatro horas por lo menos sin comer ni beber cosa que se sea. Morgan, pues, estando ancorado delante de esta tierra compró muchos carneros, corderos y la leña que le era necesaria para toda su flota; y habiendo estado allí dos días, partió de noche por no ser vista la ruta que tomaba.
El día siguiente vinieron a la mar de Maracaibo, guardándose siempre el no ser descubiertos desde Vigilia, por cuya razón ancoraron en sitio donde no podían ser percibidos. Llegado el anochecer volvieron a caminar, de modo que el día siguiente al alba, se hallaron derechamente en la Barra del Lagón. Los españoles habían fabricado una nueva fortaleza después de la acción de Lolonois, desde la cual disparaban la artillería contra los piratas, mientras ponían su gente en barcas para saltar a tierra. El uno y otro partido se defendieron con valor y coraje todo el día entero, hasta que la noche venida Morgan llegó cerca del castillo, que habiendo examinado, no halló persona dentro; pues que los españoles le desertaron antes que los piratas llegasen, dejando una cuerda calada encendida, que tocaba a la pólvora de un pañol, creyendo que todos los piratas estando dentro, saltarían en el aire saltando el castillo; y así hubiera sucedido si tardasen aún un cuarto de hora en llegar, pues no había mecha para más largo tiempo, a lo que corrió Morgan con presteza quitándola, por cuyo medio se salvó y a toda su gente; hallando grande cantidad de pólvora, de que hizo provisión, y arruinó parte de las murallas enclavando 16 piezas de artillería de 8, 12 y hasta 24 libras de bala. Encontró cantidad grande de mosquetes y otras municiones y pertrechos de guerra.
Mandaron el día siguiente que entrasen los navíos, entre los cuales repartieron toda la pólvora y demás cosas, y compuestas se volvieron todos a bordo para continuar el camino hacia Maracaibo. Hallaron las aguas muy bajas, con que no pudieron pasar cierto banco que estaba a la entrada del Lagon; pusieron la gente en barcas y chalupas las más ligeras, con las cuales llegaron el día siguiente por la mañana delante de Maracaibo, poniéndose en defensa de la pequeña artillería que habían podido llevar consigo. Corrieron al punto a la fortaleza llamada la Barra, que hallaron del mismo modo que la precedente sin persona, porque se habían huido todos a los bosques, dejando también la villa sin más gente que algunos miserables, los cuales no tenían nada que perder.
Luego que hubieron entrado los piratas, buscaron por todos los rincones si hallaban alguna gente escondida que los pudiese ofender, y no hallando a nadie, cada partido (según estaban los navíos) escogió casas para sí las mejores que hallaron; la iglesia, en común, fue electa para cuerpo de guardia, donde vivían a lo militar muy insolentes. El mismo día de su llegada enviaron una tropa de 100 hombres buscando los moradores y sus bienes, que trajeron en parte el siguiente día en número de 30, tanto hombres como mujeres y niños, y 50 mulos cargados de diversas buenas mercadurías. Pusieron en tormento a todos estos míseros prisioneros para hacerlos decir dónde estaban los demás y sus bienes. Entre las crueldades que usaron entonces, fue una el darlos tratos de cuerda y al mismo tiempo muchos golpes con palos y otros instrumentos; a otros quemaban con cuerdas caladas encendidas entre los dedos; a otros agarrotaban cuerdas alrededor de la cabeza, hasta que los hacían reventar los ojos; de modo que ejecutaron contra aquellos inocentes toda suerte de inhumanidades jamás hasta entonces imaginada. Los que no querían confesar, o que no tenían qué mostrar, murieron a manos de aquellos tiranos homicidas. Este género de tratos duraron el espacio de tres semanas, en cuyo tiempo no dejaron de salir todos los días fuera de la villa, buscando siempre a quien atormentar y robar y no volviéndose jamás sin pillaje y nuevas riquezas.
Ya que tenían cien familias aún vivas de los más principales y todos sus bienes, deliberó Morgan de ir a Gibraltar, con cuyo designio armó la flota, proveyéndola muy abundantemente. Allí puso a todos los prisioneros, y al instante levantó áncoras; y soltando velas, navegó hacia dicha plaza con resolución de arriesgar la batalla. Habían antes enviado algunos prisioneros a Gibraltar para que anunciasen a los moradores se rindiesen; donde no, Morgan los haría pasar a todos a cuchillo sin dar cuartel al más impetrante. Vino, en fin, con su flota delante de Gibraltar, de donde los españoles tiraban cantidad de gruesas balas de artillería; pero no obstante, los piratas se animaban los unos a los otros diciendo: Menester es que primero comamos con un poco de amargura para que después lleguemos a gustar con favor el dulzor del azúcar.
Echaron el día siguiente toda la gente en tierra cuando amanecía y guiados del francés que dijimos, no caminaron por la senda ordinaria, mas atravesando los bosques, llegaron a Gibraltar por la parte que no creían los moradores, si bien antes habían hecho muestra de caminar derechos para mejor engañar a los españoles, que viéndose poco fuertes y acordándose de lo que dos años había les pasó con Lolonois, se huyeron del mejor modo que pudieron, llevándose consigo toda la pólvora y dejando clavada y por tierra toda la artillería, de modo que los piratas no hallaron personas en la aldea sino es a un pobre tonto, a quien preguntaron dónde se habían huido los moradores y en qué parte estaban sus bienes encubiertos, respondió a todo no sabía nada. Diéronle trato de cuerda estropeándole, con que a fuerza de tormentos gritaba diciendo: No me atormentéis más. Venid, yo os mostraré mis muebles y mi dinero. Creían era una persona rica que se había disfrazado en vestidos pobres y en lengua necia, con que se fueron con él y les guió a una desdichada casilla, en la cual tenía algunos platos de tierra y otras cosillas de poco momento y, entre ellas, tres reales de a ocho, que había encubierto con las demás chucherías debajo de tierra. Preguntáronle después su nombre, y el bobo dijo: Llámome Don Sebastián Sánchez, y soy hermano del gobernador de Maracaibo. Oído que hubieron al pobre desdichado, le volvieron a poner en tormentos levantándole en el aire con cuerdas y atándole a los pies y cuello grandes pesos; le quemaban pegadas a la cara hojas de palma, con que en media hora murió. Cortaron después las cuerdas de que estaba colgando, y arrastraron el cuerpo al bosque, donde le dejaron sin enterrarle.
El mismo día salió un partido de piratas a buscar en quien emplear sus infames horas, y volvieron con un honesto labrador y dos hijas suyas que hicieron prisioneros, a los cuales (según su costumbre) querían martirizar en caso que no mostraran los lugares en que estaban los otros commoradores. Sabía dicho labrador de algunos, en busca de los cuales fue con los tiranos piratas. Mas los españoles percibiéndose corrían por todas partes sus enemigos, se habían escapado de allí mucho más lejos, entre bosques casi impenetrables, en los cuales hicieron chozas para preservar de las inclemencias del tiempo los pocos bienes que pudieron consigo transportar. Creyendo, pues, los piratas ser engañados por el labrador, se encolerizaron rabiosamente contra él (no obstante todas las excusas que el pobre hombre hacía y las humildísimas súplicas para que le acordasen la vida) y le ahorcaron de un árbol.
Dividiéronse después en diversas tropas y corrieron a los plantíos, conociendo que los españoles retirados no podían vivir en los bosques de lo que en ellos podían hallar, sin que se viesen obligados a venir buscando víveres a sus dichos plantíos. Hallaron un esclavo, a quien prometieron montes de oro y que le llevarían a Jamaica haciéndole libre, en caso que quisiese mostrar los sitios donde estaban los de Gibraltar. Condújoles a una tropa de españoles que hicieron prisioneros, mandando a dicho esclavo matase algunos para que por este delito se viese obligado a no dejar su infame compañía. Cometió el negro mucho mal contra los españoles y siguió las infortunadas trazas de los piratas, que al cabo de ocho días volvieron a Gibraltar con muchos prisioneros y algunos mulos cargados de riquezas. Preguntaron a cada prisionero aparte (eran en todos cosa de 250) dónde tenían el resto de sus bienes y si sabían de los otros. Los que no quisieron confesar fueron atormentados de un horrible modo. Había entre ellos un portugués, al cual cierto negro hacía pasar por muy rico; pidiéronle sus riquezas, a que respondió, no tenía en este mundo más que cien reales de a ocho, los cuales un mozo suyo se los había robado dos días antes, y aunque con juramentos protestaba ser así, no le creyeron; mas tomándole sin consideración de su vejez, que era de 60 años, le dieron trato de cuerda rompiéndole los brazos por detrás de las espaldas.
Después no declarando más o no pudiendo, le dieron otro género de tormento peor y más bárbaro que el precedente, colgándole de los cuatro dedos gordos, de manos y pies, a cuatro estacas altas donde ataron las cuerdas, tirando por ellas como por clavija de arpa; con palos fuertes daban a toda fuerza en dichas cuatro cuerdas, de modo que el cuerpo de dicho miserable paciente reventaba de dolores inmensos. No contentos aún de tan cruel tortura, cogieron una piedra que pesaba más de 200 libras y se la pusieron brutalmente encima del vientre, y tomando hojas de palma, las encendían aplicándolas a la cara del desdichado portugués, que ella y sus cabellos se abrasaron. Pero viendo los tiranos que aún con tales vejaciones se estaba en su propósito, le desataron y medio muerto le llevaron a la iglesia (que era por entonces su cuerpo de guardia) y en ella le amarraron a un pilar, donde le dejaron sin comer ni beber, sino muy tenuísimamente, lo que bastaba para vivir, pensando algunos días en que esperaban, descubriría algún tesoro; y habiendo pasado así cuatro o cinco rogó que alguno de los otros prisioneros viniese una vez a hablarle, por medio de quien trataría de buscar dinero para satisfacer su demanda. Vino el tal prisionero que pedía e hizo prometer a los piratas quinientos reales de a ocho; pero ellos se hacían sordos a tan corta suma, y en lugar de aceptarla, le dieron muchos palos, respondiéndole: Cuando dices quinientos, es menester digas quinientos mil, y si no te costará la vida. Finalmente, después de muchísimas protestaciones de que era miserable hombre y pobre tabernero, se acordó con ellos en mil pesos, que en poco tiempo hizo buscar, y entregándoselos quedó libre, aunque tan mal tratado, que no sé si con tantos males podría vivir largas horas.
No acabó de sufrir el portugués lo que con otros infelices pasaron de crueldades, inventadas por el infernal consejo de espíritu de aquellos desalmados, pues a unos colgaron por los compañones, dejándolos de aquel modo hasta que caían por tierra, desgarrándose de sí mismas las partes verecundas; y si con eso inmediatamente no morían, los atravesaban las espadas por el cuerpo, mas, cuando no lo hacían, solían durar cuatro o cinco días agonizantes. A otros los crucificaban, y con torcidas encendidas les pegaban fuego entre las junturas digitales de manos y pies; a algunos les metían los pies en el fuego y de aquel modo los dejaban asar. Cuando hubieron hecho estas y otras tragedias con los blancos, comenzaron con los negros esclavos, a quienes trataron no con menos rigor que a sus amos.
Hubo un esclavo que prometió a Morgan conducirle a la ribera que está en el Lagón, en la cual se hallaba un navío y cuatro barcas ricamente cargadas, que pertenecían a los de Maracaibo. Descubrió el mismo esclavo la parte donde el gobernador de Gibraltar estaba con la mayor parte de mujeres del lugar; pero todo esto declaró por las amenazas que le hicieron de ahorcarle si no decía lo que sabía. Enviaron al punto 200 hombres en dos saetías hacia la sobredicha ribera, buscando lo que les era dicho por el esclavo, y Morgan en persona con 350 hombres, fue a coger al gobernador, quien, estando retirado en una isleta que está en medio de la ribera y en ella hecho una fortaleza lo mejor que le fue posible para su defensa, y sabiendo, de buena parte, venía Morgan con grande fuerza en busca suya, se retiró sobre una montaña que no estaba lejos de allí, a la cual no se podía subir sino por un paso muy estrecho; de tal modo que quien pretendiese el ascenso debía hacer pasar su gente uno a uno. Tardó dos días en llegar Morgan a la isleta sobredicha, y hubiera proseguido hasta la montaña, si no fuese que le anunciaron la imposibilidad que hallaría de vencer la subida, no sólo por lo agrio de la senda, sino también porque el gobernador estaba muy bien preparado de municiones de guerra arriba; además que el cielo envió una tan grande lluvia que todo el bagaje de los piratas y la pólvora estaban echados a perder, y de entre ellos se perdieron muchos, pasando una ribera que por las avenidas de tantas lluvias salió de madre, y en ella perecieron algunas mujeres y niños, y muchos mulos cargados de plata y otros bienes, que al ir en la campaña habían robado de los moradores fugitivos. De modo que todo estaba muy maltratado y sus personas no menos arruinadas, con que si por entonces los españoles hubiesen tenido una tropa de 50 hombres con picas o lanzas, podrían destruir a los piratas enteramente sin tener con qué resistirse; mas el temor que los españoles concibieron desde el principio fue tal, que sólo oyendo el rumor de las hojas de los árboles en los bosques se imaginaban eran ladrones. Finalmente, después que los piratas hubieron corrido algunas veces media hora en el agua metidos hasta la cintura, se salvaron por la mayor parte, pero las mujeres y criaturas prisioneras murieron casi todas.
Pasados doce días de su partida en busca del gobernador, volvieron a Gibraltar con muchos prisioneros. Dos días después llegaron también las saetías que fueron a la ribera, trayéndose consigo cuatro barcas y algunos prisioneros, aunque las más mercadurías que dichas barcas habían tenido, no las hallaron ya dentro cuando las tomaron, por razón que, siendo advertidos los españoles de la salida de los piratas en busca de ellas, las descargaron con presteza con ánimo de que habiéndolas aliviado de la carga totalmente, las pondrían fuego. No se dieron tanta prisa los españoles a poner estas cosas en orden tan conveniente, que no dejasen aún mucha parte de bienes dentro del navío y barcas, y se vieron obligados a huirse, dejando a los piratas razonable presa, que condujeron a Gibraltar, donde después de haber hecho diversas insolencias, muertes, saqueos, estupros y otras semejantes, en cinco semanas que allí acamparon, resolvieron la partida dando (por última prueba de sus picardías) orden a algunos prisioneros saliesen a buscar tributo de quema; donde no, abrasarían hasta las piedras de los cimientos. Salieron los pobres afligidos y después que hubieron girado todos los contornos buscando los commoradores, volvieron diciendo a Morgan no habían podido hallar casi persona, y que a los que hallaron propusieron su demanda, a que respondieron que el gobernador les había defendido el dar algún tributo de quema, mas que no obstante le agradase tener un poco de paciencia, que entre ellos recogerían la suma de 5.000 reales de a ocho y que por el resto le darían algunos de ellos mismos en prendas que llevaría consigo a Maracaibo, hasta que fuese satisfecho del todo.
Como hubiese Morgan estado largo tiempo fuera de la villa, y conociendo que los españoles habían tenido tiempo suficiente para hacerse fuertes, e impedirles la salida del Lagón, les acordó la proposición sobredicha y se dio prisa a hacer poner en orden todo lo necesario para su salida. Dio libertad a todos los prisioneros, después de haberse rescatado; pero detuvo todos los esclavos consigo. Diéronle las cuatro personas del acuerdo, en prendas de lo que se le debía aún enviar, y le pedían el esclavo (de quien en lo precedente hicimos relación) queriéndole bien pagar; mas Morgan no quiso rendirle por el temor que no le quemasen vivo, según sus méritos. Levantaron al fin las áncoras y dieron a la vela con la mayor celeridad que pudieron, encaminándose hacia Maracaibo, donde llegaron en cuatro días hallaron las cosas en el mismo estado que las dejaron cuando salieron. Recibieron allí una nueva de la boca de un miserable viejo enfermo que, solo, moraba en la villa, el cual dijo estaban tres navíos de guerra españoles a la entrada del Lagón aguardando saliesen, y que al castillo le habían prevenido muy bien de artillería y otros pertrechos, tanto de gente como de municiones y víveres.
No le dejó de causar alteración a Morgan la relación del viejo, y envió a una de sus barcas, la más ágil, hacia el puerto, para reconocer lo que en él había. El día siguiente volvió confirmando lo que les era relatado, y que vieron los navíos tan de cerca, que estuvieron en peligro de ser sumergidos por los balazos de artillería que les tiraron. Dijeron que el navío mayor era de 40 piezas, el otro de 30 y el menor de 24. Sobrepasaba esta fuerza a todas las de Morgan, y así causó común consternación a todos los piratas, de los cuales el mayor navío no estaba armado mas que de 14 piezas. Parecíales a todos que Morgan estaba fuera de esperanza, considerándose el ser forzoso atravesar por lo agrio de aquellos tres fuertes navíos y del castillo o perecer. Para escapar por mar o por tierra no hallaban ocasión y hubieran más estimado que los tres navíos vinieran a buscarlos a la villa que se quedasen a la entrada del Lagón, donde temían la ruina de su flota, que consistía la mayor parte en barcas.
Siéndoles preciso hacer como pudiesen, cobró Morgan nuevo coraje y envió un español al gobernador y general de los tres navíos, pidiéndole tributo de incendio de la parte de la villa de Maracaibo; el cual volviendo dos días después, trató a Morgan una carta de dicho general, del tenor siguiente:
Carta de don Alonso del Campo y Espinosa, almirante
de la flota de España, a Morgan, caudillo de piratas
Habiendo entendido por nuestros amigos y circunvecinos las nuevas de que habéis osado emprender el hacer hostilidades en las tierras, ciudades, villas y lugares pertenecientes a la dominación de S. M. católica, mi señor; yo he venido aquí, según mi obligación, cerca del castillo que vos habéis tomado del poder de un partido de cobardes poltrones, al cual he hecho asentar, y poner en orden la artillería que vos habíades echado por tierra. Mi intención es disputaros la salida del Lagón y seguiros por todas partes, a fin de mostraros mi deber. No obstante, si queréis rendir con humildad todo lo que habéis tomado, los esclavos y otros prisioneros, os dejaré benignamente salir, con tal que os retiréis a vuestro país; mas, en caso que queráis oponeros a esta mi proposición, os aseguro que haré venir barcas de Caracas y en ellas pondré mis tropas, que enviaré a Maracaibo para haceros perecer a todos por los filos de la espada. Veis aquí mi última resolución. Sed prudentes en no abusar de mi bondad con ingratitud. Yo tengo conmigo buenos soldados, que no anhelan si no es a tomar venganza de vos y de vuestra gente, y de las crueldades y pícaras acciones que habéis cometido contra la nación española de la América. Fecho en mi real navío, la Magdalena, que está al áncora en la entrada del Lagón de Maracaibo, en 24 de abril de 1669 años,
Don Alonso del Campo, y Espinosa.
Así como Morgan recibió esta carta hizo juntar toda su gente en la plaza del mercado de Maracaibo, y después de haberla leído en francés y en inglés, pidió resoluciones sobre la materia y si estimarían más rendir todo lo que habían tomado para conseguir libertad, que pelear.
Respondieron igualmente todos los piratas, que amaban sin comparación pelear derramando hasta la última gota de sangre de sus venas, que rendir tan ligeramente la presa que habían tomado con tantos riesgos de la vida. Había entre ellos uno que dijo a Morgan: Yo me atrevo a arruinar el mayor de los navíos con el número de 12 personas. La manera será haciendo un brulot o navío de fuego, del que tomamos en la ribera de Gibraltar. Para que no sea conocido por brulot, pondremos de un lado y otro piezas de madera, con monteras y sombreros encima para engañar a la vista desde lejos en la representación de hombres; lo mismo haremos en las portiñolas que sirven a la artillería, que llenaremos de cañones contrahechos. El estandarte será de guerra, desplegado al modo de quien convida al combate. Estando esta proposición entendida por la junta, fue admitida por todos, aunque los temores no estaban disipados.
Quisieron, no obstante, probar si podían acordarse con Don Alonso, proponiéndole lo siguiente por medio de dos personas que Morgan le envió, diciendo: Dejaremos a Maracaibo sin hacer algún daño, ni pedir tributo de incendio; pondremos en libertad la mitad de los esclavos y todos los prisioneros sin que paguen algún rescate; enviaremos los cuatro principales moradores que tenemos en prendas de las contribuciones que nos han prometido los de Gibraltar. Oído que hubo Don Alonso esto de la parte de los piratas, respondió no quería entender una palabra más sobre tales propósitos; sino al contrario, que si aguardaban aun dos días para rendirse voluntariamente entre sus manos, debajo de las condiciones que les había ofrecido, les vendría a rendir por fuerza.
Así como Morgan entendió las resoluciones de Don Alonso, hizo poner en orden todas las cosas para pelear y salir con violencia del Lagón, sin rendir alguna cosa. Hiceron, primeramente, guardar y atar bien los prisioneros y esclavos; después recogieron toda la pez y azufre que se pudo hallar en la villa para aprestar el brulot sobredicho y dispusieron otras invenciones de pólvora y azufre, como hojas de palma bien embreadas en alquitrán; dispusieron el cubrir las pipas de la artillería, debajo de cada una había seis cartuchos de pólvora; aserraron la mitad de las obras muertas del navío, a fin que la pólvora hiciese mejor su operación; fabricaron nuevas portiñolas donde pusieron, en lugar de artillería, tamboriles de negros; en los bordes plantaron piezas de madera, que cada una representaba un hombre con su sombrero o montera, bien armados de mosquetes, espadas y charpas.
Estando de este modo preparado el brulot se dispusieron todos para ir a la entrada del puerto. Metieron todos los prisioneros en una grande barca, y en otra todas las mujeres y cuanta plata, joyas y otras cosas ricas tenían. En algunas todos los fardos de mercaduría y cosas de mayor bulto. En cada una de estas barcas había doce hombres bien armados. Tenía orden el brulot de ir delante para arrojarse sobre el gran navío. Ordenado todo, Morgan tomó juramento a todos sus camaradas, protestando defenderse de los españoles hasta la última gota de su sangre, sin pedir cuartel de ningún modo, prometiendo que quien se defendiera de tal manera sería grandemente recompensado.
Con estas disposiciones y briosa resolución dieron a la vela y fueron a buscar los españoles en treinta de abril del año 1669. Hallaron toda la flota española en medio del puerto amarrada al áncora, y Morgan (por ser ya tarde y casi oscuro) hizo echar al agua todas las áncoras de su flota, con ánimo de pelear desde allí de noche, si les convidaban a la pelea. Ordenó se tuviese por todo buena y vigilante guardia hasta el alba, que (habiendo estado los unos de los otros un tiro de artillería) levantaron su curso derecho hacia los españoles; los cuales, viendo sus movimientos, hicieron lo mismo. El brulote, yendo delante, se metió contra el gran navío, donde se acostó en muy poco tiempo; del cual, como fuese por el almirante conocido por navío de fuego, quiso escapar, pero intentólo tarde de suerte que la llama los alteró y al instante saltó en el aire toda la popa y después, sumergiéndose el resto, perecieron. El segundo navío, que veía arder su almirante, se escapó hacia el castillo, donde en breve espacio hicieron los mismos españoles ir a pique, estimándolo más que caer en manos de piratas. El tercero que no tuvo tiempo de huir, cayó en poder de sus enemigos. Los que echaron a pique cerca del castillo al navío segundo, vieron venir a los piratas para tomar lo que pudieran del naufragio; mas los que aún dentro estaban, pusieron fuego porque no gozasen sus enemigos del expolio. Echó hacia las orillas de la mar el primer ímpetu del fuego del primer navío algunos españoles, tanto muertos como vivos, y los piratas queriéndolos salvar; estimaron más perecer los que nadaban que recibir la vida de sus perseguidores, por razones que yo contaré adelante.
Hincháronse de orgullo y soberbia los piratas por tan feliz victoria, obtenida en tan breve tiempo y con tanta desigualdad de fuerzas, con que, arrogantes, fueron todos a tierra, donde emprendieron tomar el castillo, que hallaron estar bien proveído de gente, gruesa artillería y municiones, no teniendo ellos más que sus mosquetes y una pocas de granadas de fuego a la mano; estando su artillería incapaz (siendo muy pequeña) de poder con ella hacer brecha en sus murallas, pasaron, pues, el resto del día disparando con sus dichos mosquetes, y al anochecer querían avanzar para echar granadas dentro; pero los españoles despedían furiosos tanta llama, cuanta en las oficinas de Marte y Vulcano se enciende; de modo que no les era a los piratas de ningún provecho el acercarse, ni quedar más largo tiempo en tal disputa, pues, experimentadas ya estas cosas y viendo treinta hombres de los suyos muertos y otros tantos heridos, se retiraron a sus navíos.
Temiendo los españoles que el día siguiente volvieran los piratas con pretensiones de renovar el ataque, creyendo pondrían también su artillería asestada contra el castillo, trabajaron toda la noche para poner en orden todas las cosas, particularmente se emplearon en allanar algunas preeminencias, desde las cuales podían ofender la fortaleza los piratas.
No intentó Morgan volver a tierra por ocupar su tiempo en coger algunos españoles que aún nadaban, esperando pescar parte de las riquezas que se perdieron en los navíos del naufragio. Cogió entre ellos a un piloto del navío más pequeño, con quien tuvo largas conferencias preguntándole variedad de cosas, y entre ellas el número de gente que los tres navíos españoles tenían, y si se debían esperar otros nuevamente y de qué parte habían salido la última vez, cuando los vinieron a buscar. Respondióle en lengua española, diciendo: Mi señor, tened generosa voluntad, si os agrada, de no permitir hacerme algún mal, pues soy extranjero. Yo os diré todo lo que pasó hasta la llegada a este lago. Enviónos el consejo de España con seis navíos bien armados, y con orden de cruzar en estos mares contra los ingleses arruinándoles tanto que nos fuera posible.
Diéronse esas órdenes a causa de la noticia que llegó a la corte de España de la toma y ruina de Portobelo, y otras plazas de cuyos sucesos tantas veces llegaron las lamentaciones a los oídos del rey, consejos y pueblo, a quienes pertenece la conservación de este nuevo mundo, cuya corte ha hecho sus demostraciones a la Inglaterra, a la que el rey de ella respondió no haber dado jamás patentes ni comisiones para hacer alguna hostilidad contra los vasallos de S. M. católica; y, así, para vengarse el rey, mandó armar seis navíos que envió a estas partes, debajo de la dirección de Don Agustín de Bustos, a quien se le dio el cargo de almirante. Este tal venía en el navío llamado Nuestra Señora de la Soledad, armado con cuarenta y ocho piezas de artillería altas y ocho bajas: el vicealmirante Don Alonso del Campo y Espinosa mandaba el navío intitulado La Concepción, fuerte de cuarenta y cuatro piezas altas y ocho bajas. Venían otros cuatro: el primero se llamaba La Magdalena, que tenía treinta y seis piezas altas y doce bajas, con doscientos y cincuenta hombres; San Luis, con veinte y seis piezas altas y doce bajas, que tenía doscientos hombres; La Marquesa, con diez y seis piezas altas y ocho bajas, y ciento cincuenta hombres; Nuestra Señora del Carmen, con diez y ocho piezas altas y ocho bajas, y también ciento y cincuenta hombres.
Estábamos ya en Cartagena, de donde los dos mayores navíos volvieron a España por orden que para ello hubo, diciendo eran muy grandes para cruzar en estas costas. Partió de allí Don Alonso del Campo y Espinosa con cuatro navíos hacia Campeche para buscar a los ingleses. Llegamos al puerto de dicha villa, en el cual nos sobrevino un grande torbellino de la parte del norte que hizo perder uno de los cuatro navíos, llamado Nuestra Señora del Carmen. Salimos de allí para la isla Española, a la cual avistamos en poco tiempo, y nos dirigimos al puerto de la ciudad de Santo Domingo, en el cual oímos como habían visto pasar una flota de Jamaica, y que de ella echaron alguna gente en tierra, en una plaza llamada Alta Gracia, cuyos habitantes cogieron a uno de dicha flota y haciéndole prisionero confesó como los ingleses tenían designio de ir a la ciudad de Caracas; sobre cuyas nuevas, Don Alonso hizo al instante levantar las áncoras y atravesamos hasta la otra parte de la Tierra Firme, a la vista de dicha Caracas, en donde encontramos una barca que nos aseguró estar la flota de Jamaica en el Lagón de Maracaibo, y que consistía en siete navíos y una barca.
Sobre esta noticia vinimos aquí y cuando llegamos a la entrada de este lago tiramos una pieza de artillería para advertir a un piloto, que viendo desde la tierra éramos españoles, vino con otros que nos advirtieron como los ingleses habían tomado la villa de Maracaibo y que por entonces estaban saqueando a Gibraltar. Oído que hubo Don Alonso las sobredichas relaciones, hizo un brioso razonamiento, dando coraje a todos sus oficiales, soldados y marineros, prometiéndoles departir entre todos todo lo que ganasen de los ingleses. Ordenó se condujese al castillo la artillería que cogimos del navío que se perdió y otras dos piezas de su propio navío de a diez y ocho libras. Los pilotos nos condujeron al puerto y Don Alonso hizo venir la gente que estaba en tierra a su presencia, a quienes dispuso reforzar el castillo de cien hombres más los que habían vuelto después de la salida de dichos ingleses. Poco después nos trajeron las nuevas de que habíais vuelto a Maracaibo, a donde Don Alonso os escribió una carta, dándoos cuenta de su llegada y designio, exhortándoos a rendir y restituir todo lo que habíais tomado, lo cual no quisisteis hacer; en resumen, de que renovó su primera promesa e intento; y habiendo hecho dar de cenar a toda su milicia y gente espléndidamente, exhortó a todos no diesen algún cuartel a los ingleses que cayesen en sus manos, lo cual fue causa que se ahogaron tantos por no atreverse a pedir cuartel. Dos días antes que vinieseis contra nosotros hubo un negro que vino a Don Alonso diciéndole: "Señor, mirad con atención que lo ingleses han hecho y preparado un navío de fuego para abrasar vuestra flota". No quiso creer Don Alonso la advertencia del negro y respondió: "¿Tienen por ventura esas gentes entendimiento para preparar un navío de fuego? ¿o se pueden hallar en su poder los instrumentos necesarios que se requieren?"
Cuando tan patente y largamente este piloto hubo contado todas las sobredichas cosas, Morgan le trató muy humanamente y con mucho regalo, el cual, ofreciéndole ventajas, se quedó en su servicio. Descubrióle aún cómo en el navío que pereció había grande cantidad de plata, hasta la suma de cuatro mil pesos, y que ésa era la causa de haber visto diversas veces a muchos españoles cerca del navío que se perdió. Dispuso Morgan que uno de sus navíos quedase allí (según las ocasiones a propósito) y pescase la plata que pudiese. El, con todo el resto de la flota, se volvió a Maracaibo, donde hizo reparar el gran navío que tomó de los tres sobredichos, y muy bien acomodado le eligió para sí mismo, dando el que tenía a uno de sus capitanes.
Envió después una persona al almirante, demandándole dinero de tributo de quema por la villa de Maracaibo, a pena de hacerla enteramente abrasar. Considerando los españoles que habían tenido desgracia por todos modos con los piratas, y no sabiendo por qué medio librarse de ellos, acordaron pagar, aunque Don Alonso no consintió.
Enviáronle a decir a Morgan qué suma pretendía y respondióles que treinta mil pesos y quinientas vacas, para que sus navíos abundasen en carnes; prometía, en tal caso, que no haría alguna molestia a los prisioneros, ni ruina a la villa. Finalmente, se acordaron en veinte mil pesos, además de las quinientas vacas que el día siguiente los españoles llevaron con una partida del dinero, y mientras los piratas salaban la carne, volvieron con el resto de la suma en que acordaron, hasta dichos veinte mil reales de a ocho.
No quiso rendir Morgan, por entonces, los prisioneros, por razón de que temía los cañonazos de la artillería del castillo a la salida del Lagón, y así resolvió de no darlos hasta que estuviese apartado y fuera de lo que podía alcanzar con sus balas, esperando que por tal medio obtendrían libre paso. Púsole a la vela toda la flota para ir donde habían dejado el navío que debía pescar la plata del que quemaron, el cual halló con la suma de ciento cincuenta mil pesos que habían cogido, con otras muchas piezas de plata, como espadas y otras cosas de este género; hallaron también mucha cantidad de reales de a ocho, todos pegados y casi derretidos por el grande fuego de la quema de dicho navío. No sabía Morgan por qué camino evitar los males que el sobredicho castillo le podría causar a la flota, y así dijo a los prisioneros que les era necesario acordarse con el gobernador para abrir el paso con seguridad de su salida; y que si no quería consentir, los haría a todos ahorcar en sus navíos.
Juntáronse todos los prisioneros a conferir, para ver a quién disputarían al dicho gobernador Don Alonso, y señalaron algunos de entre ellos para esta embajada; fueron rogando y suplicando al almirante, mirase con ojos de compasión los afligidos prisioneros que estaban con sus mujeres y criaturas, aún en poder de Morgan; y que así diese su palabra de que dejaría salir libremente toda la flota de piratas sin molestia alguna, que sería el único remedio para salvar sus vidas y de los que allá quedaban amenazados todos de horca (en caso que no quisiese acordarles lo que le demandaban). Respondióles Don Alonso (reprendiéndoles su cobardía): Si vosotros hubiéseis estado tan fieles al rey, impidiéndoles la entrada, como yo haré la salida, no habríais causado esos inconvenientes, ni a vosotros mesmos, ni a toda nuestra nación, que ha sufrido tanto por vuestra flojedad. En fin, yo no acordaré jamás la demanda y mantendré mejor el respeto de mi rey, según mi cargo.
Volviéronse los españoles con mucha tristeza y fuera de esperanza los cuales contaron a Morgan todo lo que el gobernador les había dicho, el cual, después de haberlos oído, dijo: Yo buscaré medios, si Don Alonso no los quiere dar. Hizo repartir los expolios que tenían, como no esperando tener ocasión para hacerlo en otra parte, temiendo alguna tempestad que los separase y que la posesión de lo mejor hiciese prevaricar a alguno de sus capitanes, en cuyo poder se podría hallar. Comenzaron a repartir según sus leyes, habiendo primero hecho juramento de no tener alguno en su particular a cargo cosa alguna; hallaron, tanto en dinero como en joyas, por el valor de doscientos y cincuenta mil reales de a ocho; además de la infinidad de mercadurías y esclavos que repartieron a cada navío o barca, según les tocaba.
Hecho todo esto, la cuestión aún duraba de cómo podrían pasar el castillo y salir del lago. Usaron de una estratagema de no mala invención, y fue que el mismo día cuando determinaron aventurar la salida para la noche siguiente, embarcaron mucha gente en canoas y se acercaron a la orillas de la tierra, como si quisiesen echarlos en ella; encubriéronse entre las ramas de la costa y allí se pusieron tendidos a lo largo, dentro de las canoas; todos cubiertos, para que volviéndose (como lo hicieron a los navíos) juzgasen los del castillo, habían dejado emboscada en tierra no pudiendo percibir desde lejos más que dos o tres personas que bogaban; y esto lo repitieron de cada navío muchas veces; de suerte, que los españoles juzgaron que vendrían a querer forzarlos al castillo con escalas cuando la noche se acercase, por cuya razón, pusieron al lado que mira la tierra mucha artillería y la mayor fuerza de sus armas, dejando casi desamparada la parte de la mar.
Llegada la noche levantaron las áncoras y caminaron con el favor de la claridad de la luna, dejándose llevar del refugio de la mar, hasta que estuvieron cerca del castillo, donde con grande prisa tendieron las velas. Los españoles, teniéndolos a la vista y muy cerca, hicieron transportar, con la mayor agilidad que pudieron, la artillería que estaba del otro lado, y dispararon furiosamente sobre los piratas, los cuales, teniendo el viento favorable, habían pasado la mayor parte, antes que los del castillo pusiesen las cosas en el orden conveniente; de suerte que los piratas no perdieron muchos de los suyos, ni recibieron gran menoscabo en sus navíos. Cuando ya estaban fuera del distrito de la artillería, envió Morgan una canoa hacia el castillo, y en ella algunos prisioneros; y este caudillo mandó darles una barca para volverse cada cual a su morada, pero, no obstante, retuvo los de Gibraltar por no haber venido a pagar los de su tierra lo que debían aún del tributo de quema de su lugar. Cuando quiso partir, Morgan mandó disparar contra el castillo siete piezas de artillería con bala, por despedida, a los cuales no fue respondido ni de un solo mosquetazo.
El siguiente día les sobrevino una grande tempestad que les obligó a echar las áncoras en la profundidad de cinco o seis brazadas; pero la mar estaba tan agitada, que las áncoras no pudieron retener los navíos, de modo que les fue forzoso de irse a mayor altura, donde estuvieron en grandes riesgos de perderse, pues de cualquier lado que hubiesen querido ir, fuese para caer en manos de españoles o en las de indios, no habrían obtenido algún cuartel. Corridas todas estas tempestades, el viento cesó, lo cual les causó grande regocijo.
Mientras Morgan hizo su fortuna en los saqueos mencionados, los compañeros que se habían separado en cabo de Lobos para ir a coger el navío, de que ya en su lugar hablamos, estuvieron muy maltratados y poco afortunados, pues habiendo llegado a la isla de Savona, no hallaron persona de los suyos, ni una carta que Morgan dejó al tiempo de su partida en un cierto puesto donde le parecía la hallarían; y no sabiendo qué camino poder tomar, resolvieron de saltear alguna plaza para buscar su fortuna. Eran todos cerca de 400 hombres que estaban repartidos en cuatro navíos y una barca; constituyeron un almirante de entre ellos, el cual se comportó valerosamente en la toma de Portobelo; nombrábanle antes capitán Hansel. Este resolvió de emprender la villa de Cumaná, que está situada en la tierra firme de Caracas, cerca de 60 leguas del lado occidental de la isla de la Trinidad; donde, habiendo llegado, pusieron a su gente en tierra, y mataron algunos indios que se hallaron cerca de las costas, y queriéndose acercar a la villa de los españoles acompañados de los indios, les disputaron con tal brío la entrada, que confusamente y con mucha pérdida se retiraron con grande ligereza y se volvieron a sus navíos, y en ellos se fueron a Jamaica, donde los chasquearon pesadamente los otros que llegaron con Morgan, diciéndoles: "Veamos si el dinero que trajisteis de Cumaná es de tan buenos quilates como el que nosotros traemos de Maracaibo.
Fin de la segunda parte.