Comentario
En el curso de su desastrosa retirada en la cruzada contra el Reino de Aragón, Felipe III moría en Perpiñán (5 de octubre de 1285). Le sucede su hijo, Felipe IV; un príncipe devoto, como todos los últimos Capeto, que, hasta el momento, no ha dado muestras de un interés excesivo hacia los asuntos de gobierno. Pronto se revelara como un hombre calculador, extraordinariamente realista, absolutamente carente de escrúpulos a la hora de conseguir sus objetivos políticos, y plenamente convencido de la suprema autoridad real; su mirada fija, penetrante, y su modo de escuchar, callado, inquietaron a muchos de sus contemporáneos.
El objetivo de Felipe IV es lograr una fuerte Monarquía; para ello trata de controlar los resortes económicos, dirigir en plenitud la Iglesia de su Reino, y robustecer la administración mediante la incorporación de legistas bien preparados y defensores del autoritarismo monárquico, que se convierten en funcionarios de absoluta fidelidad. Para lograrlo volcaría toda su energía en el interior, abandonando las quiméricas empresas exteriores de su padre.
Su primera preocupación fue la liquidación de la empresa aragonesa y de los problemas de ella derivados. Se logró, por intermedio de Eduardo I de Inglaterra, una suspensión de hostilidades, seguida de un proyecto de paz, listo en 1287 para ser firmado, que establecía un reparto del Reino de Sicilia que dejaba su parte insular en manos aragonesas, aunque como entidad distinta de este Reino. La negativa de Honorio IV a levantar las sanciones canónicas que pesaban sobre Aragón y la prohibición a Carlos de Salerno, Carlos II, heredero de Carlos de Anjou, de aceptar los términos del acuerdo, como vasallo que era de la Sede Apostólica, hicieron fracasar el proyecto.
Felipe IV estaba decidido a llegar a un acuerdo con Aragón con o sin la aquiescencia del Pontífice; también Alfonso III de Aragón precisaba la paz para hacer frente a las dificultades internas que le plantean los nobles de la Unión. La postura pontificia en esta cuestión fue causa de una primera ruptura entre Francia y el Papado.
Las negociaciones prosiguieron durante el largo interregno pontificio de casi un año, tras el cual fue elegido Nicolás IV, y bajo el pontificado de éste. Parte importante de las negociaciones correspondió al legado pontificio Benedicto Gaetani, futuro Bonifacio VIII, que desarrolló una gran actividad durante 1190. Así pudo alcanzarse un primer tratado de paz (Tarascón, febrero de 1291) entre Francia, Aragón y Carlos de Salerno que recogía esencialmente el contenido del fallido proyecto de acuerdo. Alfonso III de Aragón se comprometía a no apoyar a su hermano Jaime, proclamado rey de Sicilia, y Carlos II renunciaba a los condados de Anjou y Maine en favor del rey de Francia.
La muerte de Alfonso III de Aragón (18 de junio de 1291) hacia recaer la herencia aragonesa en su hermano Jaime, rey de Sicilia; aunque éste no proyectaba retener para sí el trono siciliano, que transmitió a su hermano Fadrique, no estaba dispuesto a una pura renuncia que pusiese en peligro la presencia aragonesa en el Mediterráneo. La aplicación del tratado de Tarascón quedó inmediatamente suspendida: de la nueva negociación había que sacar el máximo de ventajas.
Las negociaciones fueron extraordinariamente lentas, tanto por las dificultades propias de las mismas, como por las resistencias en Sicilia y en la familia real aragonesa a un abandono compensado de la isla, solución apuntada por Jaime II. Los acontecimientos que se estaban produciendo en la Curia no contribuyen a facilitar el avance de los acuerdos. Si en 1287, a la muerte de Honorio IV, habían sido necesarios casi once meses para lograr la elección de Nicolás IV, a la muerte de éste, en abril de 1292, el enfrentamiento de las facciones del Colegio cardenalicio imposibilitó cualquier entendimiento. La cuestión siciliana, en la que se estaba jugando el futuro político del Mediterráneo y de Italia, dividía de tal manera a los cardenales, que, en esta ocasión, fueron precisos veintisiete meses para lograr la elección de un nuevo Pontífice.
La elección es, en si misma, además, una confesión de la insoluble división. El elegido es Pietro Morrone, un eremita, antiguo benedictino, que había fundado una congregación de eremitas, cuya dirección había resignado a causa de su edad. En algunos sectores, especialmente entre los espirituales, penetrados de las ideas de Joaquín de Fiore, el nuevo Pontífice fue considerado como el Papa angélico, la señal del inicio de la era del Espíritu vaticinados por este.
Celestino V tenía fama de santidad, desde luego, pero no era, por muchas razones, el Papa adecuado para hacer frente a tantas dificultades de carácter político. Elegido en un cónclave absolutamente dominado por Carlos II, el nuevo Pontífice vive en adelante supeditado al monarca napolitano: desiste de marchar a Roma instalándose en el Castillo Nuevo de Nápoles; nombra en un solo acto doce cardenales claramente proangevinos; accede a todas las peticiones de Carlos II, desde nombrarle guardián del siguiente cónclave, lo que le da la llave del futuro, hasta sancionar el principio de acuerdo a que había llegado con Jaime II, que contenía, en esencia, una renuncia, bien pagada, a Sicilia.
Se movía Celestino V con enorme torpeza en la intrincada red de la política curial; las enormes diferencias introducidas bruscamente en su género de vida, las presiones ejercidas sobre él, y el caos administrativo y financiero que produjeron muchas de sus decisiones hicieron aparecer muy pronto la idea de una renuncia como única salida posible. El consejo de algunos cardenales y la confirmación canónica de tal posibilidad, la convirtieron en realidad: el 13 de diciembre de 1294 Celestino V renunciaba a su dignidad pontificia.
De acuerdo con las disposiciones vigentes se reunió el cónclave diez días después; duró solamente un día y en él fue elegido, por unanimidad, Benito Gaetani, Bonifacio VIII, uno de los más brillantes cardenales, y también uno de los que más había influido en la renuncia de su predecesor. Era el hombre capaz de resolver los graves problemas del Pontificado.
El vivo contraste en la duración de este cónclave en relación a los anteriores, en particular al último de ellos, y la actuación del nuevo Pontífice, arrojarían pronto dudas sobre la libertad con que Celestino V pronunciara su renuncia. Las deformadas interpretaciones que se dieron a los actos de Bonifacio VIII vinieron a envenenar una situación extraordinariamente compleja.
Una de esas acciones, de pesadas consecuencias posteriores, es la referente a la suerte seguida por Celestino V tras su abdicación. Era una arma demasiado peligrosa y fácil de manejar como para dejarla en manos de cualquiera; seguramente por ello, Bonifacio VIII ordenó que fuera retenido en un castillo de Campania donde se produjo su fallecimiento (19 de mayo de 1296).