Comentario
La multiplicación de las intervenciones pontificias en los más variados asuntos de la Cristiandad, imponiendo a los mismos su propia orientación, no sin experimentar reveses, pudieron convencer a Bonifacio VIII de que era posible la ejecución de un programa teocrático, en esencia el mismo que había sido expuesto por Gregorio VII e Inocencio III, pero expresado en términos radicales nunca empleados por aquellos.
Esta relativa pérdida del sentido de la realidad pudo verse impulsada por las grandes ceremonias del primer jubileo de la Cristiandad, celebrado en 1300, y del importante número de romeros que acudieron a Roma. En febrero de este año, Bonifacio VIII publicó la bula (Antiquorum habet) de concesión de indulgencia plenaria a todos los que, durante ese año, visiten las basílicas romanas, realizando una confesión. El acontecimiento supuso un gran éxito del Pontífice e incrementó su autoridad y prestigio; es posible que el brillo jubilar explique en parte la dureza papal en los acontecimientos que se producen a continuación.
En 1301 estalla de nuevo un conflicto entre Felipe IV y Bonifacio VIII; el motivo es una disputa sobre la inmunidad eclesiástica, aunque, muy pronto, olvidada la causa concreta que provoca el enfrentamiento, ambos poderes se lancen a una lucha sobre la superioridad de cada uno de ellos.
En 1295 había sido erigida la diócesis de Pamiers, segregando territorios de la diócesis de Tolosa, y había sido nombrado Bernardo Saisset primer obispo de la misma; se había procedido sin consultar con el monarca y, además, el nuevo obispo había tenido ya algún roce con la Monarquía. El conflicto se produce unos años después por razón del señorío sobre la ciudad, motivando la apelación del obispo a Roma, la adopción de las primeras sanciones canónicas y duras manifestaciones del obispo sobre el rey.
Felipe IV ordenó la instrucción de un proceso en el que el eclesiástico fue acusado de negociar con Aragón e Inglaterra, es decir, traición, insultos al rey, simonía y herejía; en un proceso, modelo de irregularidad, ejemplo de otros posteriores, el obispo de Pamiers fue hallado culpable de las acusaciones que se le imputaban y entregado al arzobispo de Narbona para que le mantuviera en prisión. Al mismo tiempo, se comunicaba al Pontífice lo sucedido y se le requería que pronunciase la condena canónica y la deposición.
El desarrollo de los acontecimientos era un ataque al poder pontificio: provocó una vivísima reacción en Bonifacio VIII que reclamó la inmediata liberación del obispo. Sus medidas revelan que, por encima de la cuestión concreta del obispo de Pamiers, se entra en el debate de los principios teóricos de la respectiva autoridad: por bula "Salvator mundi", de 4 de diciembre de 1301, declara anulados los privilegios otorgados a Francia, y, en consecuencia, restablece en su plenitud los principios contenidos en la bula "Clericis laicos" de 1296. Convocaba, además (bula "Ante promotionem", de 5 de diciembre), un sínodo extraordinario, que tendría lugar en Roma a partir del 1 de noviembre de 1302, en el que se estudiaría la situación planteada, con objeto de que se conserven en Francia las libertades de la Iglesia, proceder a la reforma del Reino y a la corrección del rey.
En bula dirigida a Felipe IV ("Ausculta fili", 6 de diciembre), utilizando un lenguaje amable pero duro, hacia un recuento de los agravios inferidos por Francia a la sede romana y de los ataques a la inmunidad eclesiástica; iba todavía más allá: denunciaba abusos de Felipe IV en el gobierno, opresión de los súbditos y alteraciones en la moneda, y reclamaba su presencia en el sínodo romano. Olvidada la causa que había provocado el enfrentamiento, de hecho el obispo de Pamiers pudo refugiarse tranquilamente en Roma y no fue molestado nunca más, se entraba en una querella más compleja en la que el Papa exigía la suprema autoridad, incluso en lo temporal.
La reacción de Felipe IV y sus colaboradores fue, como tantas otras del monarca, sumamente astuta y meditada. La bula "Ausculta fili" fue falsificada, utilizando términos más violentos en su redacción, y publicada junto con una respuesta del monarca, también falsa, en la que se mostraba sumiso hijo de la Iglesia, dejando a salvo el principio de que, en lo temporal, el rey no esta sujeto a ningún otro poder. Se obtuvo el deseado efecto de ira popular frente a las desmedidas exigencias e injustificadas ofensas pontificias.
Felipe IV reunía Estados Generales en París, el 19 de abril de 1302, en los que, por primera vez, se daba entrada a representantes de las ciudades del Reino. Otros Reinos de la Cristiandad habían reunido mucho antes asambleas similares, llámense Cortes o Parlamento, incluyendo en ellas, junto a clero y nobleza, al estamento ciudadano, en momentos de especiales dificultades: León ya lo había hecho por primera vez en 1188 y, pocos años después, así se convocaron en Castilla. La Monarquía obtuvo un apoyo masivo que se tradujo en el envío de numerosas misivas ofensivas para la dignidad papal; el Episcopado se adhirió con alguna reserva, especialmente en cuanto a la violenta forma en que se redactan las respuestas, pero sin disentir en el fondo de las mismas. En esa situación Felipe IV podía prohibir a sus obispos acudir al sínodo romano.
Mientras tanto, se producían en el condado de Flandes los violentos acontecimientos que conocemos como "Maitines de Brujas", 18 de mayo de 1302; una insurrección popular contra el patriciado y la presencia francesa y el gobierno levantado por ellos. Felipe IV envió un ejército de caballeros que fue inesperadamente derrotado en Courtrai (11 de julio de 1302), por otro de infantería, integrado por campesinos y artesanos; en su desarrollo preludia el de otras batallas futuras en la guerra de los Cien Años en que la caballería será derrotada por infantes y arqueros. En la batalla moría Pedro Flote, jurista al servicio del rey de Francia, artífice de las maniobras de su señor.
La derrota tiene influencia en la trayectoria del enfrentamiento con el pontificado e induce a Felipe IV a permitir el traslado de algunos de sus obispos al sínodo romano -asistieron 39 obispos franceses- aunque no permitirá la publicación de los decretos conciliares. Entretanto, el Pontificado ha ido precisando su posición y desvelado la torpe manipulación de que había sido objeto la bula papal, aunque ello ya no modifique el efecto logrado. El Papa, precisa, no intenta ejercer soberanía alguna sobre Francia, pero el rey esta sometido al poder espiritual que puede deponerle, si se hace acreedor a esa sentencia.
De las sesiones del sínodo romano salía un documento de excepcional importancia, la bula "Unam sanctam" (18 de noviembre de 1302); nada nuevo contiene en lo que se refiere a los principios que la sustentan, pero, por el extremo al que fueron llevadas sus conclusiones, constituye la más rotunda expresión de la teocracia pontificia, tal como entonces la entendían los sectores eclesiásticos más radicales.
Según la bula hay una sola Iglesia, un único cuerpo, con una única cabeza, Cristo, que actúa a través de su vicario. A él le corresponde la plenitud del poder, tanto espiritual como temporal; el primero es ejercido por el sacerdocio de modo exclusivo, en tanto que el poder temporal lo ejercen emperador y príncipes con el consentimiento de la Iglesia. El poder temporal debe estar sometido al espiritual a quien corresponde juzgar y corregir la actuación de aquél; los reyes, como los demás fieles, por su condición de pecadores, están sometidos al poder espiritual del sacerdocio. En consecuencia, quien afirma la independencia de los dos poderes, como hacían los defensores de la autonomía del poder temporal, admite el doble principio del bien y del mal e incurre en maniqueísmo.
Para Felipe IV no existía otra solución que proseguir en el enfrentamiento endureciendo la postura. Bajo la dirección de Guillermo de Nogaret, la disputa toma caracteres de ataque personal al Pontífice, buscando su descalificación; por ello pronto se dio participación en el asunto a los cardenales Colonna, muy activos en los acontecimientos que se avecinaban.
Se recogió un gran aparato de acusación contra el Pontífice, basado esencialmente en el preparado en su día por los Colonna. Se le acusaba de ilegítimo y usurpador del solio de Celestino V, haciéndole indirectamente responsable de su muerte; se le imputaban también simonía, violencias, malversación, herejías, sodomía, y otros muchos delitos, incluso la consulta de sus decisiones a un demonio particular que siempre le acompañaba, acusación que casi literalmente veremos repetirse en enjuiciamientos de otros Pontífices.
A pesar de lo genérico de muchas de estas acusaciones, que también veremos repetirse después contra otros Papas, como una constante, incluso las más inverosímiles, casi risibles, apuntaban, sin embargo, al verdadero centro de la cuestión, la legitimidad del Papa. Se trataba de demostrar, sin entrar en la doctrina sostenida en la "Unam sanctam", que Bonifacio era un anticristo y que correspondía al rey de Francia, defensor de la Cristiandad, dar a la Iglesia un Papa legitimo.
El capítulo de acusaciones fue hecho público en una reunión de nobles y eclesiásticos en el Louvre, el 12 de marzo de 1303; en ella se aceptaba la idea de la necesidad de convocatoria de un concilio universal, en cuyo seno sería juzgado el Pontífice, y la posterior reunión de un cónclave que procediera a la elección de un nuevo Papa. La solución apuntada es el lejano precedente de las que veremos manejar luego en repetidas ocasiones.
Para la lucha final que se avecinaba era preciso el acopio de alianzas. El Papa obtuvo el apoyo de Federico de Sicilia, que finalmente había conseguido, mediante el tratado de Caltabellota (19 de agosto de 1302), verse reconocido rey de la isla; el de Alberto de Austria, apresuradamente reconocido rey de romanos, y el de los duques de Lorena y Borgoña. También le apoyan los romanos, los güelfos, en general, y Carlos II de Nápoles, atento a sus propios intereses y distanciado de los del monarca francés.
Felipe IV obtenía apoyos de Venceslao de Bohemia, enfrentado con el Papa que pretendía este trono para el hijo de Carlos II de Nápoles, de todos los gibelinos y, especialmente, de los numerosos clientes de los Colonna. Dentro del Reino de Francia el apoyo fue general, entusiasta incluso en una asamblea que tuvo lugar en París (24 de junio de 1303); muy tímido y hasta reticente en el clero, con la abierta resistencia de los cistercienses y de numerosos mendicantes. Se produjeron numerosas detenciones y destierros, primeras muestras de los procedimientos que veremos enseguida en el penoso proceso contra los templarios. El objetivo era hacer comparecer al Pontífice en un concilio que tendría lugar en Lyón.
Sin ceder en sus posiciones, Bonifacio VIII preparó una bula de excomunión contra Felipe IV, "Super Petri solio", y anunció su publicación para el próximo 8 de septiembre. La reacción francesa trató de impedir la publicación de la bula y la captura del Pontífice: tropas francesas bajo el mando de Nogaret, con la colaboración de Sciarra Colonna y los suyos, penetraron en Anagni, residencia del Papa, presentándole violentamente las acusaciones que se le hacían; le exigieron la entrega de los bienes de la Iglesia y, en la práctica, le redujeron a prisión.
Dos días después se producía un levantamiento popular a favor del Pontífice que obliga a las tropas francesas a abandonar la ciudad. Bonifacio VIII se refugió en Roma, bajo la protección de los Orsini, y aún, apenas un mes después del atentado de Anagni, se producía su fallecimiento (11 de octubre de 1303).
Los últimos acontecimientos carecerían de consecuencias practicas inmediatas; sin embargo, el fallecimiento del Pontífice, a pesar de su eficaz labor en la reordenación de la administración y finanzas de la Curia, dejaba una cierta sensación de derrota del Pontificado. Los acontecimientos posteriores iban a acentuar esa sensación.