Comentario
No solamente el cortejo supuso una notable revolución en las costumbres: la tertulia, que se celebraba terminado el paseo por El Prado, propiciaba un ambiente apto para la relación con las personas no unidas por vínculos de parentesco, que se completaba con la asistencias a las representaciones teatrales y a las corridas de toros.
Cada cual celebraba tertulias según su posición social y sus medios. La aristocracia era la que contaba con los medios suficientes para hacerlos. De todos los lugares de tertulia, los más conocidos y famosos fueron los salones, que llegaron a constituir los únicos espacios y sociedades regidos por mujeres. Teniendo por antecedente los círculos literarios que formaron algunas francesas durante el siglo XVI, el salón nace en 1620 por obra de la marquesa de Rambouillet, quien tenía la costumbre de reunir a sus amigos para conversar en la chambre bleu. En este sentido, puede decirse que ella fue la creadora del término en sus dos acepciones: la de habitación menos formal que la sala y la de institución. Como tal, su número aumentó durante el siglo XVIII al tiempo que lo hacía su importancia como lugar de contacto entre las figuras más conspicuas de la época, de difusión de las ideas ilustradas y científicas, y como centro de actividad política al margen o en contra de la corte. En ellos se hicieron y deshicieron carreras, primero; se cobijó a la oposición y se preparó la revolución, más tarde. Si en los primeros momentos la titularidad de los salones correspondió a las aristócratas, pronto se les unieron mujeres de otros grupos sociales, como Suzanne Necker, hija de vicario y madre de madame Stäel, o madame De Geoffrin (1699-1777), cuyo padre era paje y su marido, industrial heladero. Ambas mantuvieron famas reuniones en su época, lo mismo que lo hicieron la marquesa de Lambert, madame Tencin y mademoiselle De Lespinasse. Aunque las mantenedoras de los salones eran siempre mujeres, su auténtico objetivo eran los hombres, verdaderos protagonistas de aquéllos y de cuya fama dependía, fundamental y paradójicamente, la reputación de las anfitrionas. De ahí, la rivalidad que existía entre ellas, compatible con un compañerismo que les lleva a compartir la compañía de las figuras más importantes y, en ocasiones, a legarse el salón al morir.
Desde Francia la moda de los salones se extendió a otros países que les aportaron ciertas peculiaridades. En España fueron, en general, lugares de esparcimiento y recreo, más que antesalas del progreso y carecieron de connotaciones políticas y científicas, pues las aristócratas españolas, a pesar de su formación ilustrada, no desarrollaron el deseo de transformación política. Su reformismo no pasó del meramente cultural e incluso, a veces, sin una coherencia seria y sí con los caracteres de una diversión superficial. (237)
Cada uno de estos salones tenía su propia personalidad, reflejo de la de su anfitriona.
El de la condesa de Lemos, conocido por la Academia del Buen Gusto, (1749-1751) tuvo un carácter literario. Estuvo dirigida por doña Josefa de Zúñiga y Castro, condesa, viuda, de Lemos y marquesa de Sarria al casarse en segundas nupcias con Nicolás de Carvajal y Lancaster (1749). Las reuniones se celebraban en su palacio de la calle el Turco y estaban especializadas en literatura. En ellas participaron, con periodicidad mensual, nobles encumbrados (duque de Arcos, duque de Medinasidonia, marqués de Casasola, marqués de Montehermoso, duque de Béjar, conde de Saldueña...) e intelectuales de moda, que intervinieron de manera desigual. La "literaria diversión" se compaginaba con algunas costumbres de celebración social: los refrigerios, los bailes y las representaciones dramáticas. Gracias a ciertas informaciones indirectas conocemos también los nombres de algunas de las participantes en este sector femenino: "a ella asistían de vez en cuando la condesa de Ablitas, la duquesa de Santisteban, la marquesa de Estepa, que escribía versos, y otras ilustres damas; pero las que no solían faltar a las sesiones eran la condesa de Lemos, presidenta, y la duquesa viuda de Arcos", especificaba Juan Ignacio de Luzán en la biografía que colocó al frente de la segunda edición de la Poética (1789) de su padre al recordar aquellos años, y que llama a la marquesa de Sarria "señora muy instruida y discreta" (238)
El salón de la condesa de Montijo fue de condición más religiosa que literaria. La condesa de Montijo, doña María Francisca de Sales Portocarrero, educada en las Descalzas Reales, se casó con Felipe Palafox y Croy, hijo del marqués de Ariza, con el que disfrutó una relación excelente. Persona de grandes inquietudes intelectuales, fue de carácter cortés y sociable, admirada por familiares y amigos que tuvo en gran número por sus múltiples relaciones sociales y preocupaciones políticas. A su salón tuvieron acceso las personalidades eclesiásticas de la época, planteándose los problemas teológicos que a la condesa preocupaban. Profundamente religiosa, su mayor interés estribaba e transformar la religiosidad fanática y sentimental del español, enseñándole a profundizar en el verdadero pensamiento cristiano. Tradujo del francés las Introducciones sobre el matrimonio de Nicolás Letourneaux, considerado por los jesuitas como jansenista, lo cual dio pie a la intervención de la Inquisición. (239)
El salón más recomendado de la corte fue el que reunía la condesa-duquesa de Benavente y de Osuna, doña María Josefa Alonso-Pimentel Téllez-Girón, en su finca El Capricho, palacio campestre trazado en 1784 por los arquitectos Machuca y Medina en las cercanías de Madrid, que disfrutaba de una lujosa decoración de muebles y adornos traídos de Francia, excelentes pinturas de paisajistas franceses, ingleses e italianos. Rodeaba la amplia finca un bello jardín diseñado por expertos galos que habían trabajado en Versalles (Mulot, Provost), embellecido con templetes, estatuas y estanques (240). Tenía además de una excelente biblioteca, en la que se incluían libros importados de Francia ya que el duque de Osuna tenía licencia personal para leer autores prohibidos.