Historia de las mujeres, Historia de la mujer, Historia del género, Historia desde la perspectiva de género, Historia del sistema de géneros o Historia feminista son las formas más habituales de denominar la Historia que considera a las mujeres como sujeto, como resume Cristina Segura Graiño, según la cual la utilización de una u otra no es indiferente, sino que responde a diversas concepciones teóricas de la Historia.
Aunque no vamos a describir detalladamente estas corrientes historiográficas, diremos por lo menos que la utilización del singular, mujer, o del plural, mujeres, se corresponde respectivamente con la aceptación o el rechazo de los planteamientos patriarcales: el singular, mujer, se refiere a la existencia de un modelo femenino único, el doméstico y sometido, mientras que el plural, mujeres, enuncia que no todas las mujeres quedan abarcadas en este modelo y lo aceptan, sino que existen mujeres en múltiples y variadas situaciones atendiendo a su clase social, su religión y su raza -por otra parte, lo mismo que acontece con los hombres- y a su estado civil, cosa que más bien afecta a las mujeres.
La citada autora considera que el plural está mucho más adecuado para la Historia que pretende denunciar la situación de desigualdad y sometimiento con respecto a los hombres de su misma clase social, que se ha impuesto a las mujeres por sistema patriarcal -March Bloch también prefería el plural, hombres, al singular, y lo justificaba en su definición de Historia-. Por el contrario, las denominaciones relacionadas con el género no parecen tan adecuadas, ya que el género es una práctica metodológica aplicada por unas determinadas tendencias dentro de la Historia de las mujeres, y de esta manera, el utilizarlo como denominación supone la exclusión de otras tendencias. Además, aunque tenga su importancia como método de trabajo, no parece acertado que la denominación de un método sustituya al sujeto a historiar.
Por otra parte, hay que tener en cuenta que el género es una construcción cultural y social del patriarcado, y si no se acepta este sistema, tiene muy poca coherencia darlo como denominación de la Historia que precisamente pretende rebatir dicho sistema.
Podríamos definir la Historia feminista como la que considera a las mujeres como sujeto histórico y aplica la crítica feminista en su elaboración. En este sentido la Historia de las mujeres debe ser feminista. Si no responden a estas condiciones de estudio, las investigaciones se limitan sin más a hacer Historia contributiva, que considera a las mujeres sujeto de estudio pero sin aplicar ninguna metodología crítica.
Libertad guiando al pueblo
El feminismo como doctrina filosófica surgió a partir de la Ilustración. Sin embargo, los ilustrados no fueron los primeros en plantearse que las mujeres eran semejantes a los hombres. Ya la religión cristiana desde sus primeros tiempos vino a señalar la igualdad de mujeres y hombres frente a la filosofía griega, que defendía que las mujeres eran inferiores; incluso desde tiempos medievales la Iglesia reconoció la autoridad de algunas mujeres que fueron nombradas doctoras de la Iglesia, como santa Catalina de Siena, santa Teresa de Jesús, etc., hasta nuestros días: entre las últimas mujeres de renombre universal están santa Edith Stein, superviviente de Autswichtz nombrada patrona de Europa y la actual Mary Ann Glendon, representante del Vaticano en la Conferencia de Pekín, por poner algunos ejemplos cercanos.
A la Historia de las Mujeres le compete explicar por qué estas se sintieron atraídas por el cristianismo entre las muchas opciones religiosas del mundo romano. M. Mac Donald ha reflejado la visión que los autores paganos tenían sobre la inclinación de las mujeres hacia el cristianismo, que corrobora de una parte ese papel fundamental que estas desempeñaron en la implantación y difusión de la nueva religio externa, y el peligro que esto suponía para el orden romano, por cuanto al introducirse en los ámbitos domésticos, desdibujaba los límites establecidos entre lo público y lo privado. Sólo a modo de información paralela, comentamos que se han desarrollado a partir de los años 70 los primeros núcleos de la Feminist Theology en universidades de Estados Unidos, Canadá, Alemania, Holanda y países escandinavos. También se ha creado la Asociación europea de mujeres para la investigación teológica -que desde 1993 publica su Anuario-, muy diferente, por ejemplo, de la Womanist Theology -la Teología feminista afroamericana antirracista-. En España se trabaja de manera creciente en estos temas, hay diversos grupos y publicaciones de interés, pero evitamos comentar aquí el estado de la cuestión, que exigiría un estudio propio, dada su considerable extensión.
Puede ilustrar lo dicho la afirmación de Carmen de Burgos, feminista de los años veinte, en La mujer moderna y sus derechos, donde sostiene que las abadesas fueron las precursoras del feminismo español, porque ellas fueron las primeras en pretender la igualdad de derechos con los abades. En algunos monasterios llegaron a superarlos, como las de Santa Cruz de la Seros o las de San Juan de la Peña. Las abadesas de Santa Cruz usaban sello propio, tenían vasallos, cobraban diezmos y recibían donaciones, y eran válidas de albergar en su monasterio a doña Urraca, hija del Rey y hermana del obispo de Jaca. Entre todas las abadesas, la demás privilegios fue la Abadesa de Las Huelgas, que era abadesa mitrada, con derecho a usar la mitra y demás insignias episcopales. Entre sus privilegios, que aunque sorprendentes no vamos a describir aquí, estaba el de nombrar alcalde, alguaciles y escribanos, además de que los justicias deponían la vara en su recinto.
Un temprano precedente de denuncia de la desigualdad fue la "querella de las mujeres", que apareció a partir del siglo XV como respuesta al pensamiento misógino y a toda la literatura caballeresca, la cual denigraba a las mujeres presentándolas como seres bellos, débiles e indefensos, dominadas por los sentimientos y ajenas a la inteligencia y a lo razonable.
Volviendo al siglo XVIII, comienzo aún asistemático del movimiento feminista, queremos dejar constancia de que Olimpia de Gouges, primera revolucionaria, que participó activamente en los hechos acaecidos en Francia tras la conocida toma de La Bastilla en 1789, fundó la Societé populaire des femmes, redactó la Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana (1791) y se quejó todo lo que pudo de la falta de preocupación de los políticos revolucionarios por la mujer en la nueva legislación, acabó en la guillotina enviada por Robespierre en 1793. La Revolución francesa, símbolo del progreso, tuvo muchos gestos de esta naturaleza.
Asimismo, en 1792, Mary Wolnstonecraff , en Vindicación de los derechos de la mujer, se quejaba de las opiniones de los filósofos postrevolucionarios por las opiniones que sobre la mujer vertían en sus obras, especialmente Rousseau. Preconizó la sociedad burguesa y consideró que la verdadera revolución pendiente era la de las mujeres.
Segura Graiño describe muy clarificadoramente el punto de partida del actual feminismo serio, conocido como el de la igualdad, frente al de la diferencia, el marxista, el lesbiano y el ecofeminismo -las cinco tendencias historiográficas-. Según la citada autora, la doctrina feminista denuncia una situación injusta para las mujeres derivada de que las sociedades que se han sucedido a lo largo de los siglos han sido patriarcales. El sistema patriarcal divide a la sociedad en dos grupos atendiendo a su sexo, hombres y mujeres, dando lugar a la subordinación del grupo sometido, las mujeres, al privilegiado, los hombres: las actividades de los hombres deben realizarse en los espacios públicos, que es donde se ejerce el poder político, económico, social y cultural; las mujeres deben quedar recluidas en los espacios domésticos infravalorados y despreciados por la sociedad. Las características de los dos grupos han sido construidas artificialmente por el patriarcado que es quien ha asignado funciones, actuaciones, posibilidades y espacios para proyectarse, distintos para cada grupo, y además jerarquizados. Esta construcción social y cultural es el género, que es quien consagra unas diferencias que el sexo no propicia en origen. Es pues una construcción artificial.
Estas diferencias entre los grupos privilegiados y sometidos, o entre hombres y mujeres, han estado presentes en todo acontecer histórico, y por lo tanto en la vida de las mujeres, si bien esta lucha solo se mantiene pública y activa desde finales del siglo XVIII, como señalábamos anteriormente.
A todas estas consideraciones historiográficas, podríamos añadirles -y aceptar como igualmente válido desde el principio- un punto de vista práctico o testimonial: que no ha existido una historia redonda de las mujeres en general, como tampoco se puede decir que se haya hecho una historia redonda de los hombres en general. Lo que en realidad ha sucedido es que sólo algunos hombres historiadores, literatos, filósofos, cronistas... han hecho una historia de grandes hechos y de grandes biografías, tanto de hombres como de mujeres, pero, eso sí, de hechos importantes y de mujeres y hombres notables o famosos. En realidad, hasta bien entrado el siglo XX, sólo era historia lo extraordinario, afectase a mujeres o a hombres indistintamente. ¿O es que nos hemos olvidado de Agustina de Aragón, de Juana de Arco, de Isabel la Católica, de Dolores Ibárruri "la Pasionaria", de Pilar Primo de Rivera, etc., de las llamadas grandes colecciones literarias sobre las mujeres de la historia?
Hemos leído una historia en la que la omnipresencia de la mujer normal no se consideraba de interés, como tampoco eran de interés alguno los hombres normales, debemos hacer justicia. Creemos que el binomio ordinario-extraordinario es más ajustado a la realidad, como criterio de selección histórica, que el binomio privado-público, definitorio punto de partida de ciertos estudios feministas.
El periodo del Franquismo se enmarca aún dentro de esta manera de hacer historia de lo extraordinario: de hechos y personas, tanto hombres y mujeres. Donde hay que fijar nuestra atención es en por qué había tan pocas mujeres consideradas extraordinarias. Esta forma de escribir la historia se prolongará en España hasta recién comenzados los ochenta, cuando se publica el primer título sobre historia de las mujeres.
Lo que echamos en falta cuando hablamos de la ausencia de las mujeres en la historia, es la historia de las mujeres comunes, es su vida de ciudadanas normales, su participación en la construcción de la sociedad, sus relaciones personales, familiares, laborales, culturales, religiosas, su salud, sus preferencias. A esta ausencia ha contribuido, hasta bien avanzado el siglo XX, la descripción de la mujer hecha siempre en función de su relación jurídica con el hombre: su mujer, su hija, su empleada...; la mujer aparecía clasificada, no por ella misma, sino por su estado civil -señorita, señora de, viuda de-. En Francia, p. e., este uso ha perdurado hasta 1984, año en que una circular ministerial exigía que todas las mujeres fueran tratadas de "señora" para evitar este tipo de discriminación. En España, desde la década anterior, rige una ley similar que pretende evitar un trato discriminatorio. Convendría, de todas formas, hacer una encuesta a las propias mujeres para ver su aceptación social real. No cabe duda de que la uniformidad también es otra manera de discriminación.
Toda forma de clasificación histórica, podríamos rastrearla, por ejemplo, a través de sus manifestaciones en el lenguaje. Sólo con acercarse al vocabulario del mundo laboral femenino, podríamos descubrir cómo las mujeres conservaron los nombres de sus oficios en femenino cuando se trataba de oficios manuales o poco cualificados -obreras-, que los hombres despreciaban, mientras que en el caso de empleos bien valorados, la mujer ha debido utilizar el nombre del oficio en masculino, como es el caso tan llevado y tan traído del juez y la jueza -aún recordado por los ríos de tinta que hizo correr-, la primera batalla lingüística española de los ochentas.
El progresivo relieve que ha ido adquiriendo la mujer en la sociedad ha venido de la mano de unas leyes, que han ido reconociendo y valorando esta presencia secular. Es decir, la presencia de la mujer en la sociedad, su trabajo en los más diversos campos, ha existido siempre; lo que realmente ha progresado es el reconocimiento de la situación, no la situación en sí misma. Hasta que las leyes no han reconocido esta igualdad en muchos campos, no se ha podido hablar de igualdad en sentido estricto. Queda aún mucho por legislar, este es el verdadero reconocimiento social.
También, habría que contrastar, en última instancia, todo lo que mujer estaría dispuesta a elegir o a aspirar a ello, y que posteriormente los distintos gobiernos, las distintas políticas coyunturales, las líneas de actuación de los distintos organismos internacionales, vendrían a refrendar o, por el contrario, a entrar en colisión con los intereses de las propias mujeres, a legislar en su contra. Léase el candente tema de nuestros días sobre el derecho a la información de los padres de menores dispuestas a llevar adelante un aborto. ¿Están todas las mujeres-madres de acuerdo en ceder en exclusividad el control de la salud sexual de sus hijas al gobierno? ¿No es esta otra manera de ignorar a la mujer, siempre a través de leyes, tan legalmente como se ha venido haciendo durante todo el siglo anterior? Entraríamos aquí en el inabarcable y desgraciadamente manipulable mundo de los derechos y los deberes, en el que los distintos gobiernos se han abrogado el derecho de sustituir a las mujeres en muchas de sus decisiones.