Comentario
Puede afirmarse, sin demasiado riesgo de error, que la sociedad del Antiguo Régimen era estructuralmente pobre. La definición de la pobreza crea, sin embargo, algunos problemas. Normalmente el pobre ha venido siendo identificado con el indigente de solemnidad, el pedigüeño vagabundo cuya imagen es inseparable del paisaje urbano de la época. Había, sin embargo, múltiples formas encubiertas de necesidad. La pobreza alcanzaba a muchos individuos sin tan siquiera respetar las fronteras de los grupos privilegiados. Gran parte de la población rural era pobre. Jornaleros, pequeños arrendatarios y propietarios y aparceros subsistían a menudo en condiciones límite de malnutrición y hacinamiento. Incluso en áreas económicamente avanzadas, como los Países Bajos, entre un 20 y un 40 por 100 de la población rural era considerada pobre. La ciudad era también foco de pobreza encubierta. Muchos asalariados urbanos padecían grandes necesidades. La viudedad dejaba con frecuencia a las mujeres en situación precaria. El servicio doméstico, cuya amplitud numérica constituye un rasgo propio del Antiguo Régimen, aunque tenía garantizados la alimentación y un techo, vivía también habitualmente en condiciones de pobreza.
La pobreza como peligro potencial de subversión social fue observada con preocupación creciente por las clases dominantes, especialmente después de los grandes estallidos de revuelta popular. Sin embargo, lo que más preocupó a la sociedad del momento fue la cantidad creciente de vagabundos, que eran mirados con un recelo en aumento. El miedo a los hambrientos errantes, a los que cada vez más se consideró elementos antisociales, se extendió a partir de la segunda mitad del siglo XV (Lis-Soly). Una consecuencia de ello fue la aparición en el siglo siguiente de un género literario de gran éxito y difusión que insistía en la falsedad, impudicia y falta de escrúpulos morales del lumpen urbano, organizado secretamente para la comisión de delitos. Hubo mucha exageración en la descripción de estos monipodios de vagabundos, a los que se suponía una sociedad paralela, con sus propias leyes, jerarquías y lenguaje, que conformaba una especie de submundo criminal. En cualquier caso, la preocupación estaba plenamente justificada si se atiende a las abultadas proporciones de la pobreza solemne, es decir, la oficial y públicamente reconocida.
Los extremos alcanzados por el fenómeno del vagabundeo y la mendicidad propiciaron la promulgación de disposiciones por los poderes públicos para limitar estas prácticas. Se trataba de medidas por lo general represivas que quedaron muchas veces sin efecto por las numerosas dificultades existentes para su aplicación. Las instituciones asistenciales, basadas en las ideas caritativas del Cristianismo medieval, resultaban por su parte totalmente insuficientes e inadecuadas para paliar un problema que las desbordaba por sus dimensiones.
La política de represión de la mendicidad y la vagancia afectó a la mayor parte de Europa occidental, resultando muy activa entre los años veinte y cuarenta del siglo XVI. Su dictado correspondió indistintamente a los poderes centrales y a las autoridades locales urbanas. El denominador común de esta política consistió normalmente en la prohibición de mendigar y la obligación de trabajar para todos los pobres que no estuvieran físicamente impedidos para ello. Al mismo tiempo se intentaba racionalizar la beneficencia institucionalizando la caridad pública y centralizando los fondos destinados a atender las necesidades básicas de los menesterosos. Estas medidas representan en cierto modo un conato de reorganización de la asistencia con el que los poderes públicos intentaban sustituir en aras de una mayor eficacia las iniciativas privadas aisladas por una acción global socialmente rentable.
La política represiva de la mendicidad coincidía, en líneas generales, con el discurso humanista sobre la pobreza. Tanto Tomás Moro como Erasmo de Rotterdam se pronunciaron contra la mendicidad. El español Luis Vives, en su obra "De Subventione Pauperum" (Brujas, 1526), propuso un programa detallado de acción social que incluía la prohibición de mendigar, el trabajo obligatorio para los indigentes, la centralización de la asistencia y la creación de escuelas para niños pobres. Por su parte, los reformadores religiosos (excepto los anabaptistas, cuyos postulados resultaban mucho más radicales) compartieron la idea del trabajo como deber y condenaron severamente la pereza.
En España, donde las medidas contra la mendicidad fueron algo más suaves que en otros países de Europa (en el sentido de reglamentar más que de prohibir), subsistía de forma bastante extendida el concepto medieval de la pobreza, enfrentado a las nuevas ideas humanistas. El dominico Domingo de Soto, en su "Deliberación sobre la causa de los pobres" (1545), defendió la libertad tanto para mendigar como para ejercer individualmente la caridad, entendiendo la pobreza como elección y rechazando toda la reglamentación. Otros autores, como Juan de Medina, Miguel Giginta y Cristóbal Pérez de Herrera, defendieron, por el contrario, la necesidad de distinguir entre los verdaderos pobres y los fingidos, obligando a estos últimos a trabajar. Giginta y Pérez de Herrera propusieron también el control planificado de la pobreza (en el caso de Pérez de Herrera también de la prostitución) a través de casas de misericordia o albergues de pobres, que debían ubicarse en las principales ciudades del país y garantizar la aplicación al trabajo de los mendigos físicamente capacitados. Para B. Bennassar, este debate sobre la pobreza constituye "el testimonio de la coexistencia en España de dos mentalidades antagónicas, una orientada hacia la transformación del país a través de la organización y el trabajo, la otra tendente simultáneamente a la preservación del orden social y al ejercicio anárquico de las pulsiones individuales. La que se impuso (...) fue la segunda".