Comentario
Las transformaciones que tienen lugar en la llanura mesopotámica entre el IV y el III Milenio son de extraordinaria importancia para comprender cómo se articularon las relaciones sociales en el ámbito del Creciente Fértil e incluso en otros espacios más alejados. Ya hemos observado el problema de la formación de los estados desde su perspectiva teórica y del desarrollo concreto de cada región en la dimensión en que la arqueología nos permite restaurar tales procesos. Este es el momento de estudiar la evolución histórica de las distintas comunidades aprovechando las diferentes series informativas que la antigüedad próximo-oriental nos ha legado.
Si desde la época de Yarmo hasta la de Yemdet Nasr, la característica esencial había sido la búsqueda y el ensayo de nuevas experiencias políticas y culturales, el tercer milenio se distingue por la progresiva concentración del poder, que culminará con la formación de los primeros imperios, es decir, la agrupación de diferentes unidades políticas antes autónomas, bajo un poder centralizado.
Los textos no se incorporan a la tarea reconstructiva hasta una fecha relativamente reciente, pues los monarcas más antiguos que conocemos por las listas reales no remontan más allá de 2750. De este modo, carecemos de documentación para reconocer los acontecimientos que tuvieron lugar entre finales de la época de Yemdet Nasr, en torno a 2900, y el momento en el que las listas reales nos proporcionan una secuencia relativamente segura. En cualquier caso, a partir de 2900 hablamos de dinástico arcaico, que conoce varias etapas: la primera iría desde el 2900 hasta el 2750; la segunda, de 2750 a 2550, período al que pertenecen las primeras dinastías de las distintas ciudades y, finalmente, la tercera etapa que discurre hasta la unificación del territorio por Sargón, hacia 2334.
A pesar de las lagunas textuales, desde el punto de vista arqueológico, se detecta inicialmente un período de recesión, cuyo síntoma más destacable es la desaparición o independencia de los primitivos establecimientos coloniales, como Habuba Kebira o Yebel Aruda en el Éufrates medio, lo que puede interpretarse como expresión de la inconsistencia de la antigua estructura comercial. Tal es el caso, por ejemplo, del afamado asentamiento de Malatya (Arslantepe), hacia la cabecera del Éufrates, que a finales del IV Milenio contaba con un palacio propio y singulares edificios públicos (templo, almacén, etc.) y que en esta época no supera las estructuras de una aldea. Sin embargo, estas transformaciones reflejan, al mismo tiempo, un cambio más profundo en la forma de organización política, que se detecta en la aparición de los primeros palacios.
Es precisamente en este momento cuando comienza a articularse un sistema económico palacial, a la vez paralelo, convergente y opuesto a los templos como único eje regulador de las comunidades bajomesopotámicas. A partir de ahora se producirá una coexistencia de la vieja estructura templaria, con el nuevo sistema laico palacial, de tal manera que la vida urbana se polariza alrededor de esos dos núcleos que, al mismo tiempo, controlan las relaciones de la ciudad con su entorno agrícola, que tiene un promedio de treinta kilómetros de diámetro, donde reside la mayor parte de la mano de obra. Es probable que la razón profunda de estas novedades deba buscarse en el cambio operado en las formas de explotación agrícola del territorio. A los antiguos campesinos libres, que vivían en las aldeas rurales sometidos a los trabajos obligatorios, se van sumando ahora poco a poco importantes contingentes de agricultores dependientes de las unidades centrales de administración que, de esta manera, desarrollan una verdadera colonización agrícola del territorio.
A las distintas formas de explotación del suelo hay que añadir una compleja imagen de la composición étnica de sus habitantes. Y es precisamente a todo este complejo cultural a lo que denominamos mundo sumerio, como si existiera equivalencia entre uno solo de los grupos étnicos que componen la población de la Baja Mesopotamia y la civilización que entre todos elaboran. Pero no es éste el único problema de planteamiento que ha venido arrastrando la investigación, sino que siguiendo una falsa analogía con el mundo griego, se ha denominado ciudad-estado la forma del ordenamiento político de las comunidades sumerias. Sin embargo, en la polis griega la capacidad de participación del cuerpo cívico en las decisiones colectivas no conoce parangón en la realidad histórica del mundo mesopotámico. En realidad, en Súmer, la ciudad-estado está caracterizada por el territorio que pertenece a un templo o un palacio, explotado por una población que no participa en las tareas políticas y administrado por una élite que controla todos los resortes del poder en un régimen verdaderamente teocrático, que sólo podría parecerse algo al mundo griego micénico, precisamente el que no es definido como propio de la ciudad-estado.
Ignoramos los acontecimientos que tienen lugar desde el final de Yemdet Nasr, hacia 2900, hasta la aparición de las primeras dinastías. La importancia que obtuvo el título de Rey de Kish ha hecho suponer a algunos autores que esa ciudad habría ejercido la hegemonía en el territorio sumerio. Nada, sin embargo, permite tomar una decisión al respecto, pues ninguna de las explicaciones dadas al título resulta satisfactoria. En cualquier caso, parece claro que tras la recesión de Uruk, las ciudades sumerias han recuperado la tónica vital hasta el punto de que la confrontación bélica parece ser el procedimiento más frecuente en las relaciones interestatales del segundo período dinástico arcaico.
La importancia de la monarquía a partir de 2750 pone de manifiesto el progresivo retroceso del templo como centro regulador de la vida estatal, aunque mantendrá a lo largo de toda la historia del Próximo Oriente antiguo una posición relevante. Ahora, sin embargo, cada una de las ciudades está gobernada por un dinasta local, que recibe un título diferente en cada lugar. Los términos empleados son "en", gran sacerdote, "ensi", agente del dios, y "lugal", rey, lo que pone de manifiesto la existencia de diferencias ideológicas y políticas, procedentes probablemente de la vivencia histórica de cada ciudad. En el término "en", se subraya el origen y continuidad del poder real procedente del ámbito templario en el que encontró su primera formulación; tal podría ser el caso de Uruk, cuyos monarcas reciben ese titulo y desempeñan, al mismo tiempo, el sacerdocio supremo de la diosa Inanna. El título de "ensi" refleja el papel fiduciario del dinasta con respecto al dios de la ciudad. Finalmente, la denominación de "lugal" supone una ruptura con la tradición precedente, pues destaca especialmente la desvinculación del ámbito templario y subraya los valores humanos de carácter laico.
Ahora bien, independientemente de su origen, el monarca logra dar cohesión al grupo dominante que rivaliza por las cotas de poder en litigio. Los distintos templos de una misma ciudad compiten entre sí y con el poder civil por el control económico y político del estado, pero desconocemos el procedimiento mediante el cual el conflicto se diluye en beneficio del monarca que se convierte en el regulador de las relaciones sociales y políticas, tanto en el seno de la comunidad, como con otros reinos. Es función real, pues, conservar y promover las infraestructuras productivas, así como ejercer el control sobre el sistema redistributivo, la dirección de la guerra y la representación de la comunidad ante los dioses. Para el funcionamiento correcto de estas atribuciones se rodea de los administradores necesarios que configuran el aparato burocrático. Por debajo de este grupo social se encuentran los productores, con diferentes estatutos jurídicos, que van desde los propietarios libres, con gran diversidad de situaciones económicas, hasta los esclavos, pasando por una situación intermedia de dependencia o servidumbre en la que se halla una gran parte de la población, artesanos y campesinos no propietarios esencialmente.
Desde que las listas reales se hacen eco de la historia fáctica el conflicto entre estados es tónica dominante. Parece documentarse una tendencia a la implantación de un poder hegemónico sobre todo el país de Súmer, en torno al que se crea la ideología del «dominio universal». Sin embargo, no podemos asegurar que la realidad reflejada sea precisamente la de las primeras dinastías, pues cabe la posibilidad de que se esté proyectando en el pasado heroico el sistema de relaciones propio del momento en el que se redacta la lista real sumeria, a finales del III Milenio. En cualquier caso, Mebaragesi de Kish, cuyas inscripciones son las más antiguas hasta ahora encontradas, llevó sus conquistas hasta el interior del valle del Diyala, presumiblemente con el mismo objetivo que tendrán las campañas de los grandes imperios por esa zona: el control de la ruta que daba acceso a las riquezas del Zagros y al corazón de Irán. Una dimensión distinta representa Mesanepada de Ur, que asume el título de Rey de Kish, queriendo expresar de ese modo su hegemonía sobre la parte septentrional de la Baja Mesopotamia, el territorio de la futura Babilonia. Pero sin duda el monarca más afamado de la época, el más destacado por la literatura mesopotámica y al que se dedica la primera epopeya conocida es Gilgamesh de Uruk, cuya historicidad parece hoy indiscutible. Este héroe épico impone su hegemonía militar sobre algunas ciudades mesopotámicas, pero también es capaz de lanzar una expedición hasta el Mediterráneo, en busca de madera de cedro del Líbano, que podría ser interpretada como un ensayo para abrir una nueva ruta comercial.
Las razones que provocan el prolongado enfrentamiento entre Kish, Uruk, Umma, Ur, Lagash y la ciudad santa de Nippur hay que buscarlas en el crecimiento demográfico y, consecuentemente, en los problemas económicos derivados. Se ha calculado -quizá exageradamente- que hacia 2500, el ochenta por ciento de la población de la Baja Mesopotamia vivía en ciudades de más de 40 ha., mientras que a mediados del I Milenio no lo hacía más del quince por ciento. Parece evidente que para afrontar todas las necesidades del sistema se requiere un aumento de la producción. Éste es posible por el incremento demográfico, pero para dar trabajo a la nueva mano de obra hace falta acondicionar para el cultivo tierras de nadie, verdadero sistema de amortiguación que, al desaparecer, genera la fricción entre los distintos estados. Por otra parte, las fuentes antiguas destacan los desacuerdos comerciales como causa de enfrentamiento entre estados. En esta idea hemos de entender la totalidad de las relaciones de intercambio, que van desde la apertura de rutas, la preservación de su seguridad, el control fiscal de los bienes desplazados, hasta la operación de trueque en otro estado. Además, introducida la mecánica de la guerra, ésta requiere una mano de obra específica a la que hay que alimentar y armar, con los correspondientes costos; pero el botín de guerra es un mecanismo rápido para la obtención de riqueza que, naturalmente, tiende a reproducirse. Con los estados surge, pues, una nueva dinámica en las relaciones intercomunitarias, basada en la tensión permanente y la confrontación bélica frecuente como mecanismos de regulación de los problemas económicos y sociales.
La inestable situación política encuentra eco en la arquitectura. Es precisamente durante el reinado de Gilgamesh cuando se construye en Uruk un recinto amurallado de nueve kilómetros de perímetro. A ese momento corresponde la erección del mayor de los templos de Jafache, en la cuenca del Diyala. Está rodeado por una doble muralla ovalada, que protege al templo como si de una auténtica acrópolis se tratara. Por este camino se logra una separación definitiva entre la comunidad y el dios tutelar de la ciudad. Quienes controlan los resortes económicos de la comunidad han decidido separarse definitivamente de ella y sienten la necesidad de protegerse, junto con la riqueza generada, síntoma evidente del antagonismo entre los intereses de las clases separadas por la muralla. El análisis de los santuarios de la época, incluso indirectamente, transmite a su manera la consolidación del Estado burocrático, pues la sencilla planta rectangular se va complicando para habilitar espacios internos destinados a los administradores de los bienes del santuario y a todo tipo de servidores, así como para el almacenamiento de las riquezas acumuladas por el propio santuario a través de las ofrendas, o directamente por la explotación de las tierras de su propiedad.
El nuevo orden social se pone también de manifiesto en el mundo funerario del grupo dominante, como es el caso de Ur, cuyo cementerio real ha proporcionado una documentación de extraordinario valor. Está formado por dieciséis tumbas cubiertas con falsa bóveda, en las que además del personaje principal estaba enterrado su cortejo, compuesto quizá por sirvientes y guardia personal, que en alguna ocasión supera las sesenta inmolaciones. El ajuar funerario es fabuloso y de él proceden las mejores piezas de orfebrería y otras actividades artesanales de este periodo. El enterramiento colectivo parece responder a un sacrificio ritual de los allegados, según un procedimiento conocido en otras comunidades. Es probable que esta conducta colectiva sea reminiscencia de rituales prehistóricos, desarrollados durante una fase inicial de la consolidación del poder personal, que posteriormente se abandonaría en beneficio de otros mecanismos social y psicológicamente menos costosos, es decir, culturalmente mejor integrados para evitar los conflictos que pudieran surgir por la aplicación de una costumbre como la detectada en las tumbas reales de la primera dinastía de Ur.
Esta situación parece poco compatible con un sistema de participación política de la masa social, según se desprende de la epopeya de Gilgamesh, en la que se menciona un consejo y una asamblea. De nuevo podemos hallarnos ante instituciones heredadas de un pasado preestatal que habrían perdido ya su contenido real de poder, pero no el formal. La aparición, por esta época, de los primeros textos legales pone de manifiesto que las normas colectivas ya no son emanación de la propia comunidad, sino que la autoridad ha usurpado tal capacidad al conjunto de la sociedad.
La función social del monarca es objeto de representación artística en las placas perforadas, que sirven al mismo tiempo para dar a conocer sus gestas más gloriosas. La más antigua que conservamos es la del fundador hacia 2550 de la dinastía de Lagash, Urnanshe, que aparece como constructor, claro exponente de su deseo propagandístico. La rivalidad entre las ciudades sirve también como tema para las placas, según se ve en la Estela de los Buitres; en ella Eannatum, segundo sucesor de Urnanshe, describe gráficamente su victoriosa campaña contra la vecina ciudad de Umma. La vanagloria constituye el mensaje obvio de este relieve, en el que -por otra parte- aparece el dios protector de Lagash, Ningirsu, representado con forma humana y sujetando en su mano a Imdugud, el dios antagónico aún con forma de águila. Es la manifestación más contundente del éxito de la antropomorfización de los dioses, expresión adicional de la consolidación de la vida urbana frente al animismo rural. La antropomorfización reduce la distancia entre los seres divinos y sus representantes en la tierra, sin que ello conlleve mayor facilidad de acceso para el resto de los hombres; se trata, únicamente de una aproximación que culminará con la divinización de los monarcas, en la progresiva conquista del espacio económico, social, político e ideológico por parte de la realeza. Tras la victoria sobre Umma, Eannatum lanza una campaña en la que conquista Uruk, Ur, Kish y tal vez Mari.
Lagash había alcanzado de este modo su máximo esplendor. Pronto, sin embargo, comienza su declive, del que sólo destaca el reinado de Urukagina, un usurpador que pretende acabar con los abusos de los funcionarios del estado, por medio de un edicto supuestamente otorgado por el propio dios Ningirsu. Poco tiempo podría gozar Lagash de los beneficios de la buena voluntad, ya que el rey Lugalzagesi de Umma se ampara de la ciudad, al igual que lo haría con Uruk, Ur, Larsa o Nippur. Es decir, todas las ciudades situadas al sur de Kish habían quedado unidas bajo un mando único, lo que hace de Lugalzagesi, antes de que finalizara el siglo XXIV, el primer soberano de un imperio.
Los tiempos, sin embargo, corrían deprisa y el reinado de Lugalzagesi no fue duradero, ya que por aquel entonces en Kish el monarca Urzababa era depuesto por su copero, Sargón, que habría de conquistar toda la Baja Mesopotamia, fundando así el imperio acadio.