Comentario
En el norte de África la descomposición del Reino del Magreb era prácticamente un hecho. La inexistencia de una línea sucesoria predefinida, las disputas entre sectas musulmanas, las discordancias entre las tribus nómadas y sedentarias, entre las ciudades mercantiles costeras y el interior, junto a la baja densidad de población y el desvío hacia Egipto del comercio transahariano, son factores que minaban el poder político. A fines del siglo XV, la dinastía Hafsida sólo era efectiva en Túnez, mientras en Tremecén dominaba la Abdalawadida y en Fez la Mairinita. Argelia y Tunicia estaban divididas en multitud de principados y de tribus, y en las ciudades costeras los corsarios habían constituido casi repúblicas independientes.
Esta decadencia se produjo en un momento en que las potencias vecinas fortalecían su poder político y militar. La toma de Ceuta en 1415 por Portugal marcó el inicio de la agresión de los reyes cristianos, que el propio Reino lusitano continuó, necesitado de salvaguardar el descenso de sus naves por la costa africana. Por otra parte, la unión de Castilla y Aragón y la finalización de la conquista del Reino de Granada permitieron a la Corona española retomar la vieja ambición castellana de expandirse más allá del Estrecho. La necesidad de asegurar el tráfico marítimo entre las costas mediterráneas y las atlánticas de la Monarquía hispánica y la imposibilidad de acceder a los mercados subsaharianos tras el tratado de Alcaçovas con Portugal, habían concentrado la atención española en las plazas norteafricanas. El resultado fue la conquista de Mazalquivir (1505), Orán (1509), Bugía y Trípoli (1510) y Peñón de Vélez de la Gomera. Las posibilidades que se abrieron en el Nuevo Mundo relegaron a un segundo puesto la empresa africana, que quedó reducida al establecimiento de presidios, plazas fortificadas sin contacto con el exterior y sólo relacionadas por mar con la metrópoli.
El enfrentamiento entre las tropas españolas y los piratas berberiscos facilitó la intervención del Imperio otomano. En 1517 los hermanos Barbarroja pidieron ayuda al sultán en su enfrentamiento con los españoles, a cambio del reconocimiento de su soberanía. El dominio turco se extendió por Tripolitania de 1553 a 1565 y por la costa del Magreb entre 1568 y 1587. Una vez ocupado, se reorganizó el territorio en tres Regencias, Argel, Túnez y Trípoli, cada una gobernada por un pachá, muy mediatizado por el Cuerpo de jenízaros y la Corporación de capitanes corsarios, que tenían miembros en el diván o consejo. La generalización de la venta y arrendamiento de cargos permitió a los indígenas acceder a puestos de responsabilidad, en principio ocupados por foráneos. Entre los notables también hay que incluir a los Mama, sacerdotes, maestros y jueces a la vez, con una posición social privilegiada.
Con la protección del Imperio otomano, las plazas costeras se desarrollaron rápidamente. Argel se convirtió en el principal centro de poder otomano en el Magreb y en una de las ciudades más populosas del Mediterráneo. Unos 60.000 habitantes a mediados del siglo XVI, más de 100.000 en los años centrales del XVII, dan idea del crecimiento, con una constante de alrededor de 30.000 cautivos cristianos, muy solicitados si eran artesanos o muchachas. Los cautivos también eran provechosos por los rescates que se conseguían de ellos o al menos como medio de recuperar a los musulmanes apresados en tierra cristiana. La relativa paz que se fue estableciendo en el Mediterráneo occidental a lo largo del siglo XVII hizo disminuir el número de cautivos cristianos, sustituidos por esclavos negros.
Los comerciantes europeos fueron asentándose en los puertos, a cambio del pago de una serie de derechos aduaneros. Aparte de los judíos, los marselleses fueron los más favorecidos por estas licencias, al menos hasta que en 1663 se firmó la paz con Holanda, cuyos súbditos obtuvieron un trato preferente sobre los franceses, siguiendo la costumbre otomana de no tener relaciones comerciales con más de una potencia extranjera a la vez. Las buenas relaciones con Luis XIV se volvieron a imponer, y, en conjunto, Francia fue la nación que más se benefició en esta zona del mundo, situación que se mantendría en los siglos siguientes. Unos y otros europeos apreciaban la lana en bruto, los cueros, la cera y el coral, así como también los dátiles y el cereal, que intercambiaban en general por artículos manufacturados, como tejidos, espejos, cristales, relojes y lozas, además de armas y vino. Situados tras los corsarios comerciantes en la escala social, los artesanos estaban agrupados en corporaciones que recibían privilegios a cambio de ciertos impuestos. Los campesinos realizaban los trabajos no especializados necesarios en las ciudades, a donde emigraban cuando en el siglo XVII se endurecieron las condiciones en el campo. En los alrededores de las ciudades, realizaban un cultivo intensivo en huertas, olivares, naranjales y arrozales, a los que dio un fuerte impulso la expulsión de los moriscos españoles. Los notables, sobre todo los altos funcionarios, poseían grandes propiedades, generalmente de cereal, que arrendaban en pequeños lotes a colonos, a cambio de rentas abusivas, permitidas por el excedente de mano de obra. La propiedad colectiva seguía existiendo en las zonas montañosas, cuya disponibilidad de tierras era obviamente menor.