Época: Tercer Milenio
Inicio: Año 3000 A. C.
Fin: Año 1 D.C.

Antecedente:
Reino Antiguo Egipto



Comentario

El ambiente socioeconómico en el que se origina el estado en Egipto se nos presenta con perfiles demasiado esquemáticos. En términos generales se trata de una sociedad relativamente igualitaria dedicada a actividades agrícolas, asentada en aldeas y posteriormente en unidades de hábitat más amplias, que a lo largo del IV Milenio van perdiendo su carácter simple conforme adquieren estructuras más complejas. Estas, a su vez, generan un doble conflicto: por una parte el interno, inherente a la sociedad de clases; por otra, el externo al poner en contacto comunidades políticas diferentes que resuelven sus litigios mediante la guerra.
Precisamente el conflicto político entre estados constituye el punto de partida de la unificación territorial que podemos reconstruir en sus rasgos principales gracias a los documentos legados por los protagonistas y por el recuerdo transmitido en generaciones posteriores. El trabajo intelectual al servicio del poder político construyó unos códigos culturales tendentes a justificar la superioridad de unas formaciones locales frente a otras a través de procedimientos simbólicos vinculados a fuerzas exteriores a las propias comunidades (la elaboración mítica del conflicto entre los dioses), que contribuyeron decisivamente a favorecer ideológicamente lo que se estaba construyendo en el plano de lo real: la imposición forzosa de la unidad bajo la autoridad de un individuo único, ajeno, por tanto, a las características de los restantes mortales. Era el mundo de una percepción cósmica que enfrentaba el orden con el caos o el poder político con la anarquía, y que obligaba a la mentalidad colectiva a asumir como propia, por única, la ideología de los dominantes, que con altibajos habría de perpetuarse durante tres mil años.

Se ha supuesto que el proceso de unificación rompió un sistema tribal que se reconocía simbólicamente en sus animales totémicos, perpetuados en la época dinástica. Estos quedarían integrados en un nuevo sistema político, primer paso de una jerarquización del orden divino, reflejado en los atributos de los dioses y en la materialización política simbolizada en distintas épocas por el Muro Blanco de Menfis, el Cetro de Tebas o el Relicario de Osiris en Abidos. Y aunque la etiología totémica de la religión egipcia ha sido discutida con serios argumentos, la composición de las cosmologías nos transmite la imagen de que los propios egipcios percibieron los orígenes de su cultura como un proceso acumulativo, con una jerarquización determinada por los acontecimientos políticos. Conocemos tres cosmologías procedentes de tres lugares diferentes, lo que contribuye excepcionalmente a la comprensión del proceso formativo del imaginario egipcio: la de Heliópolis, la de Hermópolis, que no difieren en sus líneas maestras, y la de Menfis, la más reciente, y en la que se percibe con mayor claridad el proceso de manipulación del cuerpo sacerdotal para integrar como dinastía primera una compuesta por dioses, con una finalidad análoga -aunque más explícita y consciente- a la de las otras cosmologías.

La más antigua es la heliopolitana, según la cual, al principio no había más que un elemento líquido en el que se halla el germen vital; de ahí surge el sol que se convierte en el organizador cósmico frente al caos líquido, elemento marginal que rodea al orden. Del sol nace una pareja de dioses abstractos que representan un principio masculino seco y otro femenino húmedo; esta pareja engendra el cielo y la tierra que, a su vez, serán los generadores de los dioses antropomorfos -que conservan sus atributos totémicoanimistas- compuestos por dos parejas: Osiris e Isis, Seth y Neftis. La primera pareja con sus descendientes -y entre ellos en primer término Horus, personificación del poder faraónico- representa los valores positivos, de manera que se convierte en el prototipo de la familia real; la segunda, su antagonista, encarna los peligros internos que amenazan al orden faraónico, mientras que los externos están simbolizados en el líquido marginal. A partir de este esquema se establecen las conexiones necesarias para justificar la prevalencia de unos u otros lugares que, en definitiva, no hacen más que aceptar el carácter teleológico del ordenamiento monárquico. Se trata, pues, de la elaboración de un sistema explicativo de la realidad que, organizado por el grupo dominante, se impone como forma de pensamiento colectivo a la totalidad de la población. Y así, la versión imaginaria de la realidad se presenta como si fuera la propia realidad, lo que la hace -desde esa dimensión- inamovible, de ahí la imagen monolítica del imaginario egipcio como constante de su historia. El desarrollo político de los momentos iniciales favorece esta construcción e, incluso, cuando comienza a ser discutido el fundamento del poder político, a partir de la VI dinastía, seguirá siendo operativo mantener el sistema de la ideología dominante como instrumento eficaz de opresión más allá de las alteraciones internas de la clase dominante motivadas por la lucha política.

Los acontecimientos que hacen posible este proceso no son cabalmente conocidos. Ya hemos señalado cómo la maza del rey Escorpión parece representar la victoria de un monarca del sur sobre los nomos, o unidades político-territoriales, del Bajo Egipto. La representación de los símbolos de los diferentes nomos parece indicar que el proceso de concentración política en el Alto Egipto se había producido mediante victorias parciales, que provocan la propia jerarquización de los dioses de cada una de las comunidades. Un ejemplo ilustrativo sería Horus, personificación del propio faraón y protector de su palacio, como aparece en las representaciones jeroglíficas de los nombres de los faraones, cuando se ve un halcón sobre un recinto amurallado con el nombre de Horus del faraón mencionado. La importancia adquirida por Horus en el período dinástico justificaría la hipótesis de que su ciudad Hieracómpolis había adquirido la hegemonía en el sur, extremo avalado por los hallazgos de dicha ciudad, de donde procede no sólo la maza del rey Escorpión, sino también la paleta de Narmer. En ésta se representa al monarca en cada una de las caras tocado con una corona, la blanca del Alto Egipto y la roja del norte, y simboliza el triunfo militar del sur sobre el norte. Pero es importante, además, destacar que la unidad territorial del sur, representada por la alta corona blanca, tiene su correlato en la unidad del norte expresada en la corona roja. Sea por tanto cierta o no, la idea de la unificación adquiere una fisonomía jerarquizada: primero el triunfo de unos nomos sobre otros que selecciona a la ciudad hegemónica de cada área -con sus dioses- y, después, la confrontación de los dos reinos que habría de resolverse en un estado único, que elabora su propia trama ideológica integrando en un sistema explicativo funcional a los dioses de los distintos nomos. El proceso hubo de ser muy rápido, pues en la conmemoración del triunfo del sur, sus monarcas no hacen referencia exclusivamente a la victoria sobre un reino septentrional unificado, sino que aluden a cada una de las antiguas unidades políticas que habían quedado integradas en la corona roja. Probablemente en la celeridad del proceso de unificación pueda hallarse una de las claves que explican las diferencias en la concepción de la monarquía egipcia y las mesopotámicas.

A partir de los datos con los que contamos parece fuera de duda que bajo Narmer el valle del Nilo está políticamente unido. Ignoramos si el proceso es tan lineal como surge de los testimonios o si, por el contrario, hubo muchos más enfrentamientos de los que no nos ha quedado recuerdo. La duda es legítima desde el momento en que la tradición literaria atribuye la unificación, entendida como fundación de la I dinastía, a un rey llamado Menes. En efecto, según Manetón, un sacerdote que a comienzos del siglo III a.C. redactó una historia de Egipto quizá por encargo del faraón Ptolomeo II en la que se estableció el orden de las dinastías y los monarcas que las componían, el fundador del imperio sería Menes, que también aparece con la misma posición en la lista de nombres de predecesores de Seti I que hizo grabar en su templo de Abidos poco antes del 1300. Pero la Piedra de Palermo, una placa fragmentada de procedencia desconocida, da como nombre del primer faraón el de Aha, cuya histórica existencia está confirmada por documentos arqueológicos. Mucho han discutido los especialistas a propósito de quién fue el primer faraón de Egipto y en el estado actual del conocimiento podemos afirmar que las contradicciones no son insalvables, pero que ninguna solución es completamente satisfactoria. Cabe la posibilidad de que Escorpión, Narmer y Aha sean los nombres de Horus de tres monarcas diferentes, uno de los cuales sería el propio Menes. En tal caso, Menes correspondería al nombre nebty, es decir, el nombre de las dos Damas, Nekhbet, la diosa buitre protectora del Alto Egipto, y Uadjet, la diosa cobra que tutela el norte. Algunos autores han llevado el proceso de identificación más lejos y han supuesto que Narmer-Menes habría tomado el nombre de Aha tras la unificación de los dos reinos. En cualquier caso, la opinión más generalizada es que Escorpión sería uno de los últimos representantes de la lucha por la unidad del Egipto predinástico, que Narmer-Menes sería el fundador del Imperio y que Aha sería su primer sucesor. Sin embargo, un extremo no destacado habitualmente es que Narmer no aparece representado con la doble corona, sino alternativamente con una corona u otra, como ocurre en los fragmentos del Cairo de la Piedra de Palermo con algunos de los reyes mencionados. Esto podría significar que la unificación territorial se produciría después de que se realizaran diversos ensayos de un solo monarca sobre dos reinos diferentes, hasta que un rey -quizá Aha- lograra ceñir la doble corona como representación de un reino definitivamente unido hacia el año 3100.