Comentario
Paralelamente al teórico reinado de Carlos II, y con muy distinto sino, se fue desarrollando en el país vecino el largo mandato de Pedro de Portugal. Primero, como regente desde 1667, año en el que su hermano Alfonso VI (1656-1683), que había sido a su vez el sucesor de su padre, Juan IV de Braganza, el protagonista de la restauración tras la larga guerra contra España, fue apartado del trono y alejado del país dado su desequilibrio personal y su incapacidad política para actuar como gobernante; luego, tras la muerte de Alfonso, con el título real de Pedro II (1683-1706). Su figura afirmaría, por un lado, el linaje de los Braganza como dinastía real, y por otro, potenciaría de nuevo el Estado portugués en busca de recuperar el pasado esplendor, ya definitivamente perdido.
Si bien Pedro II pudo conseguir ciertos logros en su política interior de corte absolutista, robusteciendo el aparato gubernativo y menoscabando los poderes de los organismos representativos (las Cortes dejarían de convocarse desde 1697), ayudado en su tarea por los acontecimientos favorables que venían desde Brasil y por el importante aporte económico que supuso para las arcas portuguesas el posterior descubrimiento de las minas de oro brasileñas, no pudo impedir sin embargo caer finalmente bajo la tutela de los ingleses, hasta el punto de que, a partir de los años iniciales del siglo XVIII, Portugal pasó a convertirse en una especie de apéndice, económico y político, de Inglaterra y en una avanzadilla del poderío inglés en el occidente atlántico, perdiendo así de nuevo una buena parte de la autonomía que había logrado recuperar medio siglo antes a raíz de su separación de la Monarquía hispana. De este modo, a la desde entonces no querida dominación española vino a sustituirla otra, la inglesa, no menos ávida de aprovecharse de lo que quedaba del ya muy mermado poderío comercial portugués.