Época: mesopotamia
Inicio: Año 1 A. C.
Fin: Año 1 D.C.


(C) Federico Lara Peinado



Comentario

De todos es sabido que Mesopotamia (entre ríos, según la terminología griega), situada entre los bíblicos Eufrates y Tigris, fue junto con Egipto uno de los focos de civilización más significativos de la Antigüedad.
Gracias a los viajeros occidentales y exploradores que recorrieron durante siglos su dura geografía, se pudieron echar las raíces para el rescate de su fabuloso pasado. Así, P. E. Botta, cónsul francés en Mosul, pudo descubrir entre los años 1842 y 1844 la civilización asiria; poco después, los ingleses A. H. Layard -éste con la colaboración del nativo H. Rassam- y H. C. Rawlinson y el también francés V. Place, buscando únicamente piezas de Museo y sin ninguna preparación científica -eran políticos convertidos en improvisados arqueólogos-, se lanzaron a la tarea de recuperar las más preciadas joyas de la antigua Mesopotamia.

A ellos les seguirían el francés F. Fresnel, que inició sondeos en Babilonia, y los ingleses G. W. K. Loftus, que exploró los tells de la llanura aluvial, entre ellos Uruk, y J. E. Taylor, ocupado en prospectar Ur. Con otro francés, E. de Sarzec (1877), la ciudad de Lagash pudo dar buena parte de sus riquezas, poniendo al descubierto una civilización -la sumeria- totalmente diferente a la asiria del alto Tigris, ya entonces conocida.

Pronto, tras franceses e ingleses, hicieron su aparición los alemanes con el arquitecto R. Koldewey, que excavó en Babilonia (1899-1917) y en Assur (1903-1914), aquí junto con su discípulo W. Andrae; por las mismas fechas los norteamericanos E. J. Banks y H. Hilprecht excavaban respectivamente en Bismaya (la antigua Adab) y en Nippur.

La Primera Guerra Mundial, sin embargo, iba a interrumpir esta etapa cuyo objetivo consistía en hallar, según palabras textuales de la época, "la mayor cantidad posible de piezas de arte bien conservadas con el menor gasto de tiempo y de dinero". Los nativos asistieron, sin inmutarse, a aquel expolio, practicado sin el menor escrúpulo, por considerar los responsables del Islam que todos aquellos restos antiguos eran obra diabólica.

Tras firmarse el armisticio en 1918, y hasta que el mundo se vio envuelto en una nueva conflagración mundial, las excavaciones por parte de ingleses, alemanes, franceses y norteamericanos se reemprendieron, ahora ya bajo garantías científicas. Este período de tiempo lo ocupa una larga nómina de estudiosos y arqueólogos, entre los cuales es de justicia nombrar aquí a R. C. Thompson, H. R. Hall, C. L. Woolley, H. S. Langdon, J. Jordan, A. Nöldeke, H. de Genouillac, A. Parrot, J. B. Breasted, H. Frankfort, M. E. L. Mallowan, E. Chiera y F. Thureau-Dangin.

Finalizada la Segunda Guerra Mundial (1945), los Estados de Iraq y de Siria, que, tras acceder a su independencia, se habían repartido la geografía de Mesopotamia, crearon sus propios departamentos de antigüedades, y emprendieron una adecuada campaña de restauraciones y excavaciones (abriendo nuevos yacimientos, revisando los mal excavados), dirigidas por sus propios arqueólogos, quienes, contando con la colaboración internacional, intentaron desde aquella fecha -y continúan en su empeño bajo la dirección de los doctores Mu'ayad Sa'id Demirji, en Iraq, y Afif Bahnassi, en Siria- revitalizar el pasado mesopotámico, enterrado todavía en sus más de siete mil yacimientos arqueológicos.

Todos estos esfuerzos, que se han visto recompensados, en muchos casos, con la recuperación de singulares piezas que van a parar a museos nacionales (Bagdad, Mosul, Damasco, Aleppo, etc.) y no a Berlín, Londres, París, Chicago o Pennsylvania como antaño, o con el hallazgo de nuevas ciudades (Ebla, Habuba Kebira, Tell Yelkhi), aunque no han modificado en esencia los conocimientos que se tenían sobre Mesopotamia, sí los han ampliado considerablemente. Todas las piezas rescatadas, así como los estudios filológicos e históricos han permitido acercamos a la complejidad de la civilización que se asentó entre los dos ríos, muy distinta de la del Egipto faraónico y de la del mundo clásico grecolatino.

Los propios habitantes del Próximo Oriente antiguo tuvieron, a lo largo de su historia, conciencia de sus diferencias específicas, que no sólo se exteriorizaban en los rasgos físicos, en la manera de vestirse, o en el idioma. También las numerosas obras susceptibles de ser calificadas como artísticas -la lengua sumeria y la acadia no conocieron vocablos para el concepto arte o belleza-, elaboradas durante el larguísimo período de tiempo comprendido entre los años 5000 y el 539 a. C. obedecieron a planteamientos estéticos distintos, desplegados durante dos grandes etapas: una, antigua, desde el 5000 al 1895, período en el que desarrollaron su historia los sumerios y los acadios; y otra, reciente, entre el 1895 y el 539 a. C., ocupada por los asirios, los babilonios y otros pueblos invasores (cassitas, hurritas y arameos).

En ambos períodos de tan larga duración pueden verse claras diferencias en la cultura material mesopotámica, particularmente en sus obras artísticas, todas ellas con características autónomas y diferenciadas.

Sin embargo, los variados factores geográficos, étnicos y sociales, así como los fenómenos de su dilatada historia política -plenos de cambios y tensiones en sus milenios de duración- no han sido obstáculo para teorizar sobre un arte mesopotámico, cuya afirmación es válida si se sigue el enfoque metodológico de que la unidad geográfica equivale a la unidad cultural, hasta hace poco aceptada. Hoy debería matizarse esta pretendida unidad a la vista de los nuevos conocimientos etnográficos y sociológicos y hablarse más bien de un arte sumero-acadio, asirio, hurrita-mitannio y babilónico y no simplemente mesopotámico.

En cualquier caso, si aceptamos la existencia de un Arte mesopotámico, deberá percibirse éste siempre como un gran tronco de árbol con diferentes ramas, cada una con entidad propia, a través de cuyas raíces se absorbieron unos nutrimentos (entiéndanse religiosos y políticos) muy similares. Al dominar la religión la esfera del poder político y confundirse con él (la figura del rey-sacerdote, del soberano divinizado o del vicario de los dioses fueron sobradamente conocidas en Mesopotamia), la ideología espiritual acabaría influyendo de manera determinante en todos los aspectos de la vida, incluido el arte, el cual se puso así, totalmente, al servicio del poder.

Ello trajo como consecuencia el más absoluto anonimato de sus autores, la ausencia de obras de carácter individual o privado, la existencia de cánones formales e ideológicos a los que debían someterse cualquier tipo de arte, negando así al artista la posibilidad de expresar su talento, que hubo de subordinarlo siempre a principios prácticos y no estéticos.

Talento que, indudablemente, tuvieron, pues fueron capaces de resolver los problemas que les planteaba su medio físico (carencia de maderas, piedras y otros materiales), sus creencias religiosas (politeísmo, sincretismo) y su sistema político (absolutismo y tiranía de sus gobernantes y reyes).