Comentario
La Monarquía del Antiguo Régimen en Francia era una Monarquía absoluta. Eso quería decir que el rey era el único que detentaba la soberanía. "El poder soberano reside únicamente en mi persona", había declarado Luis XV en 1766. El Rey no debía dar cuenta a nadie de su actuación, excepto a Dios. En él residían el poder legislativo, el ejecutivo y el judicial, aunque la complejidad de la tarea de gobierno había dado lugar a la creación de un complicado aparato burocrático y administrativo manejado por una pléyade de funcionarios de distinto niveles que también dependían en último término del monarca. A la cabeza de esta maquinaria se hallaban el canciller de Francia, que era el guardián del Sello; el intendente general de Hacienda y los secretarios de Guerra, Marina, Asuntos Exteriores y el de la Casa del rey. Existía también un Consejo Supremo, del que formaban parte personajes de la alta nobleza, que tenía carácter deliberativo. Este Consejo debía estar presidido por el rey en persona, pero éste fue adoptando la costumbre de ausentarse de sus reuniones, con lo que sus atribuciones fueron quedando cada vez más en manos de los principales ministros, y no era infrecuente el choque entre éstos y los consejeros.Elemento clave en la gobernación del reino era la figura del intendente. Francia se dividía en treinta y dos intendencias desde la época de Luis XIV. Los intendentes eran los representantes reales en cada una de estas circunscripciones administrativas, y muchos de estos cargos fueron copados por la nobleza. En general, el sistema había demostrado ser eficaz para el control de la administración provincial y su creación había constituido un paso importante para la modernización de la administración francesa. Tanto es así que el modelo, con sus naturales variantes, fue exportado a países como España. Con todo, la administración territorial tropezaba con los obstáculos que representaban las múltiples jurisdicciones exentas y leyes especiales que existían todavía en Francia. En efecto, algunos territorios conservaban formas de gobierno distintas, como en el Languedoc, donde gobernaban los obispos, o en Bretaña, donde lo hacía su nobleza. En otros lugares, como en Lyon o en Marsella, las corporaciones o las asociaciones de comerciantes constituían un poder semi-independiente en virtud de sus estatutos especiales. Además, desde su creación, los intendentes habían ido convirtiéndose más en defensores de los intereses locales que en representantes del poder real que los había nombrado. Sin embargo, como señala Vovelle, ese cambio no había sido acompañado por un aumento de la estima de sus gobernados: "estos agentes del absolutismo real llevaban consigo el descrédito del sistema que representaban, y se condenaba el "despotismo de los intendentes"".La justicia estaba en manos de los trece Parlamentos, que tenían además competencias sobre otros asuntos, como era el de registrar o detener las órdenes reales. El más importante de todos era el Parlamento de París, que se componía de una Gran Cámara asistida por otras de información y de demanda. Estaban integradas por lo que podríamos denominar como oligarquía judicial, es decir, un cuerpo de altos funcionarios que conseguían sus cargos con carácter hereditario y disfrutaban de ciertos privilegios aun sin pertenecer a la nobleza de sangre. Aunque los Parlamentos detentaban su poder en virtud de la delegación real y por consiguiente eran -al menos teóricamente- instrumentos del absolutismo regio, la venalidad de los oficios y la propiedad de los cargos, les habían llevado a convertirse en elementos de oposición a la Monarquía.Los Parlamentos habían sido suprimidos durante el reinado de Luis XV a causa de los muchos problemas que habían planteado, pero fueron restablecidos a comienzos del reinado de Luis XVI para complacer a la nobleza. La medida, que suscitó manifestaciones de júbilo, condenaba sin embargo cualquier tentativa de reforma del régimen. La arrogancia de los Parlamentos frente al poder real, sería por otra parte una de las causas de la crisis de la Monarquía.A la cabeza de toda aquella organización se hallaba desde 1774 el monarca Luis XVI. Era nieto de Luis XV y había accedido al trono cuando sólo tenía veinte años. Por sus rasgos físicos -nariz gruesa, complexión voluminosa y rostro inexpresivo- y por sus aficiones -ejercicios al aire libre y pasión por la caza- podría decirse que era un típico Borbón. Sin embargo carecía de la prestancia real de Luis XIV y de Luis XV. En un principio se consagró a sus deberes con una gran dedicación, pero su ingenuidad y sus escrúpulos de conciencia contribuyeron a hacer más dubitativa todavía su débil voluntad y a dejarse influir por el ambiente que le rodeaba. Mostró una especial inclinación por las intrigas palaciegas, por los informes secretos y por los chismes cortesanos, lo que le fue restando cada vez más el respeto de sus súbditos. Su esposa, María Antonieta, era hija de la Emperatriz de Austria, María Teresa, y aunque más tarde dio prueba de un carácter fuerte, ofreció la imagen en un principio de una joven frívola y caprichosa. En realidad, su vida conyugal fue bastante desgraciada y eso la llevó a encerrarse en un círculo de amigos, del que quedaron excluidos muchos personajes de la Corte. Esa situación contribuyó a crearle un clima de rechazo y de impopularidad que quedó reflejado en el apodo de "La austriaca" con el que se la conocía. Sus problemas sentimentales le hicieron adoptar una conducta reaccionaria e intransigente en el ejercicio del poder que detentaba.En Versalles, rodeando a la pareja real, existía toda una cohorte de príncipes y princesas de sangre real y una numerosa pléyade de nobles aduladores e inútiles cuyo sostenimiento suponía la duodécima parte de las rentas del reino. El esplendor y el lujo de la Corte de Versalles concitó la crítica popular, que fue movilizándose en contra suya a medida que la crisis económica iba agudizándose.