Época: arte del Irán
Inicio: Año 1800 A. C.
Fin: Año 1700 D.C.

Antecedente:
Los orígenes del arte iranio

(C) Joaquín Córdoba Zoilo



Comentario

Con el II milenio a.C. entramos en la época de madurez del arte suso-elamita. A partir de ahora -y sin que ello signifique que la Susiana no esté abierta a los influjos mesopotámicos-, la simbiosis llanura-montaña, Susiana-Elam, será tan estrecha política y culturalmente que la titulatura de sus monarcas, "rey de Ansan y de Susa", expresará el espíritu de un reino bicéfalo anclado en dos capitales, una en la montaña y otra en la llanura.
Mientras Mesopotamia vivía los reajustes posteriores al hundimiento de la III dinastía de Ur, la integración progresiva de las gentes de Amurru y las guerras sucesivas entre Isin, Larsa y Esnunna, la Susiana comerciaba con el Irán interior y, por el río Karum, con los países del Golfo. La vida económica pudo así aprovechar los últimos siglos del mundo turánico que, muy pronto, entraría en crisis.

La Ansan de comienzos del II milenio era una ciudad de unas 100 ha, mayor por tanto que Susa. De su cultura material, no bien conocida, destaca la cerámica de Kaftari, con decoración pintada de aves y temas geométricos, así como sellos cilíndricos realizados en pasta de betún de un tipo que, como destaca P. Amiet, resulta bastante frecuente en la Susa de entonces. De la arquitectura de ésta tampoco se sabe demasiado. En los años sesenta, R. Ghirshman excavó un barrio acomodado, con grandes mansiones de adobe, patio central de respetable tamaño y múltiples habitaciones que les conferían el aspecto de verdaderos palacios. En su subsuelo, las distintas familias construyeron una especie de panteones abovedados en ladrillo, donde se sucedían las inhumaciones. A mediados del milenio se remonta otro edificio curioso, una taberna descubierta por R. Ghirshman, estudiada estructural y funcionalmente por él mismo y por L. Trümpelmann. Sus materiales nos proporcionan una muy interesante información sobre la vida cotidiana y popular en la Susiana.

Desde tiempos muy antiguos, los artesanos de la ciudad trabajaban con gusto la pasta de betún, acaso un sustituto barato de la clorita negra, que sólo la lejana Tépé Yahya estaba en condiciones de suministrar. Los museos de Teherán o París poseen cuencos y otros recipientes realizados en pasta de betún, encontrados en tumbas. Especialmente señalado es un trípode con cabras monteses arrodilladas, con ojos incrustados de blanco.

La escultura de la época no es mucho mejor conocida. Una estela de caliza con 74 cm de altura conservada, presenta tres registros; en el principal de los mismos una diosa apoya su pie sobre un león. Las divisiones de campo sugieren, según E. Porada, formas arquitectónicas; pero el tallado es irregular y las proporciones tampoco son satisfactorias. E iguales carencias presentan los relieves rupestres de Kuragun, cerca de Siraz, cuya escena principal -las figuras de dos oferentes, hombre y mujer, más un sacerdote ante una diosa sentada- sería completada muchos siglos después con una procesión. No obstante, los relieves rupestres se anuncian ya como una de las peculiares constantes del arte iranio de todas las épocas.

Mención aparte merecen las máscaras y cabezas funerarias en arcilla cocida y pintada, halladas en las tumbas de la época, cuidadosamente colocadas junto a las cabezas de los difuntos.

Entre 1800 y 1700 a.C., todo el Turán entraría en una larga crisis. Lugares como Sahr-i Sohta en el Sistán, Tépé Yahya y la cultura del desierto de Lut, Tureng Tépé en Gurgan y la mayor parte del Turkmenistán, asistieron a la decadencia de la cultura urbana. Parece que la población se reorganizó en áreas menores -los oasis, como apuntan V. M. Masson y V. I. Sarianidi- y el eje iranio comenzó a desplazarse hacia el Occidente, fijándose entre los Zagros y el área suso-elamita.

Tal evolución debió sentirse en Susa y Ansan, aunque el verdadero peligro vendría de la Babilonia casita, cuyo rey Kurigalzu derrotó en una ocasión a la doble monarquía. Pero una nueva dinastía devolvió el golpe y consiguió hundir para siempre a los casitas. Siglos después, J. de Morgan descubriría los monumentos que, como la estela de Naram-Sin o el Código de Hammurabi, habían sido llevados a Susa en calidad de botín.

Los últimos años del II milenio fueron también brillantes para el arte suso-elamita. En fechas recientes, W. M. Sumner ha descubierto en Ansan un extraño edificio oficial, organizado en torno a un patio cuadrado, dotado de un pórtico de pilastras de sección cuadrada. Cierto que la planimetría general del edificio tiene correspondencias en Susa y Dúr-Untas, pero el pórtico de pilastras es único. No menos sorprendentes resultan la ziqqurratu de Dúr-Untas y su complejo religioso, además del templo de Insusinak en Susa.

Un gran muro de 1.200 por 800 metros rodeaba el gigantesco témenos, donde se levantaban algunos edificios. Tras un nuevo muro de 400 por 400 metros se alzaba la enorme masa de la ziqqurratu, de cuyas cinco supuestas terrazas en ladrillo y adobe aún se conservan tres. Supuestas porque, como R. Ghirshman demostrara, cada piso apoyaba directamente en el suelo; o lo que es lo mismo, más que terrazas eran una especie de cajas crecientes y encajadas una dentro de otra. Abajo, tras la fachada sudeste, se erigía la capilla del dios Insusinak, titular de la ziqqurratu. Alrededor corría un camino procesional. En su día, las puertas de acceso estuvieron decoradas con ladrillos vidriados con la inscripción del monarca fundador, Untas-gal.

En los años veinte, R. de Mecquenem descubrió, entre los materiales empleados en la construcción de un acueducto de época aqueménida, numerosos ladrillos moldeados que debían haber formado el muro exterior de un templo, construido en el curso del siglo XII por los monarcas Kutur-nahhunte y Silhak-Insusinak. En un estilo que recuerda al templo casita de Uruk, levantado por Karaindas (1445-1427 a.C.), ambos reyes suso-elamitas erigieron este templo, cuyo muro exterior aparecía decorado con una serie de imágenes de la diosa Lama, hombres-toro y árboles de vida. La escultura de la época parece alcanzar también el mejor momento. Ciertos leones de arcilla cocida y vidriada, modelados con un gran realismo y perfección anatómica, que protegían la entrada del templo de Insusinak en Susa, son considerados por P. Amiet como verdaderas obras maestras. Algo más tradicional parece la estela de Untas-Napirisa, de cuya esposa, Napirasu, se conserva una estatua de bronce de gran tamaño fundida a la cera. Como E. Porada indica, al naturalismo del cuerpo y los brazos se opone la solución abstracta dada a la parte inferior, una combinación acaso impuesta por la personalidad de la representada y el lugar al que estaba destinada, el templo de Ninhursag en Susa.

El último capítulo artístico del período es la glíptica. Con frecuencia se utilizó como soporte el cuarzo sinterizado, pero también piedras tradicionales como ágata o cornalina. En la iconografía se nota, en opinión de D. Collon, la influencia del mundo mitannio, asirio medio y casita; una convergencia sorprendente de ideas y motivos muy lejanos.

A fines del siglo XII, tanto Susa como Anan sufrieron el ataque de Nabú-kudurri-usur I. Los efectos, ligados quizá a problemas en el Fars no bien conocidos todavía, resultaron en siglos de silencio. Según P. Amiet, Susa pudo recuperarse pronto y su papel -hasta la feroz campaña de Assur-bani-apli en el 646 a.C.- mantuvo cierta relevancia. Mas de aquel mundo apenas sí quedan fragmentos de decoración mural esmaltada, una bella cerámica con vidriado opaco y no pocos trabajos en bronce.

Pero en esos años, tanto en los Zagros como en el Fars, se estaba gestando un nuevo Irán.