Comentario
El calor y el humo hacían la atmósfera asfixiante. Era preciso salir ya pero, de repente, bramó un crujido pavoroso que les llenó de terror. Y, al unísono, el suelo se abrió bajo sus pies. Dando un alarido, uno de los guerreros se hundió en el vacío empuñando su maza y su espada. El otro, alargando los brazos para amortiguar el choque, se precipitó contra el suelo clavándose su propio puñal. Un tercero, estrechando contra su pecho una copa de oro envuelta en un lienzo, se estrelló de cabeza en las losas del piso inferior. Su mano izquierda, guarnecida con un guantelete de cuero y bronce, todavía se contrajo de dolor. Toneladas de vigas y escombros humeantes cayeron sobre sus cuerpos. Y la muerte".
Aunque pudiera creerse lo contrario, no estamos ante una historia inventada. Hacia el año 800 a. C., en el saqueo y destrucción del palacio de Hasanlu, tres de los guerreros asaltantes murieron de este modo. Al menos esto es lo que concluyeron R. H. Dyson y los miembros de su equipo, pues cuando excavaban el edificio I del complejo pudieron comprobar minuciosamente todos y cada uno de los detalles citados.
A fines del siglo IX a. C., allá en las montañas del noroeste, un gran poder se abatió sobre el pequeño Mannai, un reino iranio situado en el corazón de los Zagros. Los estudiosos atribuyeron al gran Minua de Urartu el dramático fin de una de las ciudades manneas, Hasanlu. Y tres de los guerreros urartios, que durmieron entre las ruinas su último sueño, nos traen hoy el patético testimonio de su muerte y de su época.
Cuando el monarca de Urartu avanzó sobre Mannai, al sureste del lago Urmia, en el Irán empezaban ya a madurar los pueblos indo-iranios que, en los valles de los Zagros y en el extremo del Irán oriental del nordeste, parecen haber hallado campo abierto a sus costumbres y a su inquieta vida. De hecho, en textos asirios del siglo IX a.C. se habla por vez primera de tribus iranias medas que vivían entre los Zagros, los desiertos centrales y la región de Demavend. Pero, ¿qué es lo que había pasado entre aquel lejano 1700 a.C. -la época de la crisis urbana en el Turán y el desplazamiento del eje cultural iranio hacia el oeste- y el nacimiento histórico de los medopersas? ¿De dónde surgen reinos montañosos como el de Mannai, Ellipi o el de las gentes del Luristán? Mil años necesitan una explicación, aunque, a decir verdad, probablemente nunca quedaremos satisfechos.
El centro de la cuestión gira en torno al secular problema de los indoeuropeos, los indo-arios y los indo-iranios. Según M. Gimbutas todos eran parientes del gran tronco que, crecido en las estepas del sur de Rusia en la época Kurgan, comenzó a desgajarse y en el curso del IV-III milenio antes de Cristo, cruzaron el Cáucaso hacia Anatolia y el valle del Arax unos, hacia Europa balcánica y central otros y, en fin, hacia el este del Caspio los demás. R. Ghirshman, contestado por una errónea interpretación del proceso de la cultura en el Gurgan iranio, propuso con mayor aceptación respecto a Oriente Próximo y el Irán dos momentos: el primero a fines del III y comienzos del II milenio para los indo-arios; el segundo a fines del II y comienzos del I para los iranios. Y al último movimiento habrían pertenecido las migraciones de cimerios, medos, escitas y persas entre otros; lo que ocurre es que según ciertos estudios recientes debidos fundamentalmente a los lingüistas soviéticos Th. V. Gamkrelidze y V. V. Ivanov -aprovechados con cierta y singular premura por C. Renfrew-, los indo-arios e indoeuropeos no vinieron de fuera, por la sencilla razón de que siempre estuvieron dentro, en el Oriente, pues proponen como patria de los mismos la amplia región montañosa al sur del Cáucaso y al oeste de Anatolia, considerando además que la difusión de sus lenguas se hizo a la vez que el Neolítico.
Por encima de controversias, uno y otro modelo podrían encajar con lo sucedido en el Turán a comienzos del II milenio. Porque la crisis urbana puesta de relieve en los trabajos de Igor y Ludmila Hiopin, V. M. Masson-V. I. Sarianidi o R. Biscione-M. Tosi, coincidente con una vuelta al asentamiento limitado, facilitaría la integración regional y pacífica de pueblos cuya esencia cultural era el pastoreo. Pues es evidente que la cultura urbana del Turán no fue destruida por los invasores, sino que simplemente tuvo que readaptarse como dice Ph. L. Kohl, porque el medio no podía ya sostener un crecimiento desmesurado. Y en ese momento llegaron, posiblemente, las primeras tribus indo-arias.
El problema siguiente será el de integrar dicho proceso en una historia del arte. Y eso es más difícil todavía. La tantas veces mentada cerámica gris/negra pulimentada, hallada en el noroeste iranio y las vertientes del Elburz, se suele asociar con los indo-iranios. Pero es una asociación viciosa porque, además de incidir en un viejo error de la investigación historiográfica temprana, olvida que la técnica en sí ya era conocida en otras regiones, desde Gurgan hasta Anatolia y al-Yazira, nada menos que desde los inicios del III milenio. Pero sea como fuere, mientras que a partir del 1330 a.C. el reino suso-elamita vivía sus años de madurez, en toda la cadena de los Zagros y el Elburz los pueblos sedentarios y seminómadas irían asimilando poco a poco a los primeros indo-iranios. Y en su cultura material por fuerza hemos de encontrar el hilo del antiguo Irán, las ideas nuevas y los mensajes de sirio-mesopotámicos, suso-elamitas y urartios.
A comienzos de los años sesenta, E. O. Negahban descubría en Marlik Tépé un importante yacimiento situado en la provincia de Gilan, entre el Caspio y el Elburz. Se trata en lo fundamental de una importante y rica necrópolis con 53 tumbas construidas en piedra, y que el arqueólogo iraní sitúa entre el 1400 y el 1000 a.C. Junto a la cerámica gris pulimentada aparecen vasos de oro, plata y bronce con un peculiar perfil cóncavo y temas decorativos que parecen proceder de muy diversas áreas. Los ajuares incluían armas y no pocos sellos cilíndricos, entre los que destacan algunos de cuarzo sinterizado cuyos elementos iconográficos se orientan a la Yazira de la segunda mitad del II milenio. Puede que la cultura de Marlik correspondiera a la ya conocida de Amlas, cuyos recipientes teriomorfos se han hecho famosos.
Tal vez uno de los mejores ejemplos del espíritu de las migraciones, como quería R. Ghirshman, lo encontremos en la necrópolis B de Sialk. Las prácticas funerarias -fosa en tierra, disposición del cadáver con ajuar, capa de tierra y losas de piedra formando una cubierta a dos aguas- resultan nuevas en el panorama iranio de entonces, los dos o tres primeros siglos del I milenio. Aunque muchas habían sido saqueadas, las intactas depararon ajuares muy interesantes de cerámica, bronces y hierro.
Los ceramistas del antiguo Sialk fueron autores de unos vasos muy característicos, dotados de un largo pico inconfundible. Cierto que no se conocen antecedentes, pero sí relaciones con vasos de bronce y cerámicas semejantes en otras áreas del Irán, como el Luristán, Giyan, Teherán y Sistán. Su habitual decoración pintada en rojo o negro sobre fondo claro -aunque también existan recipientes monocromáticos en negro o rojo- indica que, como dice E. Porada, en el arte iranio existían relaciones muy estrechas pese a la distancia cronológica o geográfica. No deja de llamar la atención la contradicción entre el buen hacer del ceramista y la inseguridad del decorador. Ajedrezados, zig-zagues, animales diversos, figuras humanas o aves, pueblan unas cerámicas fantásticas cuyo probable uso ritual fuera sugerido desde el principio por R. Ghirshman.
Las gentes que cuidaban la necrópolis vivían en un pueblo fortificado al pie de una ciudadela. Puede que todo ello signifique relaciones entre los recién llegados y la población indígena. Pero el caso es que, como piensa J. L. Huot, los ejércitos asirios destruyeron el lugar en el curso del siglo VIII a.C.