Época: Cult fin siglo
Inicio: Año 1870
Fin: Año 1914

Antecedente:
Cultura de fin de siglo

(C) Joaquín Córdoba Zoilo



Comentario

Las distintas corrientes de pensamiento de la época se manifestaron claramente, como no podía ser menos, en la producción de libros de historia. Las ideas socialdarwinistas, nacionalistas y democráticas afectaron también a la consideración del pasado. Lo más importante, sin embargo, fueron las consecuencias que el auge y la crisis del positivismo tuvieron para la metodología histórica.
A fines del siglo XIX, la mayoría de los historiadores seguía practicando un tipo de historia que, en lo fundamental, era el modelo definido por Ranke en las primeras décadas del siglo: una historia basada en el análisis crítico de las fuentes -documentos principalmente- de carácter narrativo, contenido político y con un componente idealista muy acusado -al considerar que las ideas, encarnadas en hombres o instituciones, eran las raíces últimas del proceso histórico-. Frente a este tipo de historia, "historicista" en la terminología alemana de la época, ya a mediados del siglo XIX, surgió un nuevo modelo, la historia "positivista", igualmente fundamentada en el mayor número de fuentes auténticas, depuradas por la crítica, pero diferente de la anterior por el estilo, el contenido y la base filosófica; una historia más analítica que narrativa, que pretendía abarcar el comportamiento humano en toda su extensión, y no sólo lo político, y que trataba de encontrar la explicación última de los hechos en la misma naturaleza de las cosas y no en ningún tipo de realidad trascendental.

En las tres últimas décadas del siglo, los historiadores continuaron practicando ambos tipos de historia -ola síntesis que surgió de ellos- y defendiendo sus fundamentos. Pero también apareció algo nuevo: tesis que afirmaban no sólo el carácter propio y específico del conocimiento histórico -esencialmente diferente del proporcionado por las ciencias de la naturaleza-, sino la condición básicamente subjetiva, es decir, particular y relativa, del mismo. Esto último no era sino consecuencia de la aplicación al campo particular de la historiografía de las nuevas corrientes de pensamiento.

Los historiadores positivistas franceses continuaron publicando obras importantes. Por ejemplo, el moderado N. D. Fustel de Coulanges, la monumental Historia de las Instituciones Políticas de la Antigua Francia, cuyo primer volumen apareció en 1875, en el que manifestaba que "la honesta búsqueda de la verdad siempre es recompensada". Y el más radical Hyppolite Taine que, en 1876, inició la publicación de Los Orígenes de la Francia Contemporánea, una obra que habría de tener una amplia influencia social. En ella, Taine reafirmó tanto una visión determinista de la historia, como sus convicciones antidemocráticas: "cuando un pueblo es consultado puede decir, a lo sumo, la forma de gobierno que le place, pero no la que necesita (..) Se trata de descubrir la Constitución, no de someterla a votación. Así nuestras preferencias serán vanas, pues ya de antemano habrá elegido por nosotros la Naturaleza y la historia, pues es seguro que no han de ser ellas las que se acomoden a nosotros". De la misma forma, en cuanto al método, volvió a expresar la semejanza entre la labor del historiador y la del naturalista y la creencia en la posibilidad de alcanzar, mediante la observación, un conocimiento verdadero del proceso histórico: "estoy ante el asunto como ante la metamorfosis de un insecto (..) Abandonando toda prevención, la curiosidad es científica y se dirige por completo hacia las fueras íntimas, que realizan la maravillosa operación. Esas fueras son la situación, las pasiones, las ideas, las voluntades de cada grupo y podemos distinguirlas y hasta casi medirlas. Las tenemos ante nuestra vista y no nos vemos reducidos a las conjeturas, a las adivinaciones dudosas, a los indicios vanos. Afortunadamente podemos ver a los hombres mismos, tanto su exterior como su interior".

En Inglaterra, el positivismo historiográfico durante este periodo, representado por lord Acton y John B. Bury -sucesivos catedráticos de Historia Moderna de Cambridge-, fue moderado y ha sido interpretado, más bien, como una síntesis entre las tesis positivistas e historicistas; por una parte, estos autores expresaban una gran confianza en la posibilidad de alcanzar conocimientos definitivos gracias al acceso a nuevos documentos, pero, por otra, defendían una historia narrativa de acontecimientos singulares. Lejos quedaban las pretensiones extremas de Henry T. Buckle de establecer leyes generales y universales del comportamiento humano. La creencia en el carácter objetivo y potencialmente perfecto del conocimiento histórico destaca en la carta que lord Acton envió a los posibles autores de The Cambridge Modern History, como autor del proyecto: "En la medida que los archivos sean explorados (..) nos aproximamos a la etapa final del aprendizaje histórico. La larga conspiración contra el conocimiento de la verdad ha terminado prácticamente y, en todo el mundo civilizado, investigadores competentes se están aprovechando del cambio (..) Nuestro proyecto requiere que nada revele el país, la religión o el partido a los que el autor pertenezca. Es esencial no sólo porque la imparcialidad es el carácter de la historia legítima, sino porque el trabajo es realizado por hombres que actúan juntos con el único objetivo de incrementar el conocimiento preciso. La manifestación de opiniones particulares llevaría a tal confusión que la unidad del proyecto desaparecería". Por su parte, John B. Bury, expuso solemnemente, también en el Cambridge de 1902, la tesis de que la historia era una ciencia "ni más, ni menos", y que las dotes literarias formaban tanta parte del oficio de historiador como del oficio de astrónomo.

La Historia Alemana de Heinrich von Treitschke comenzada en los años 1870 -que cubría el periodo entre la revolución francesa y la revolución de 1848- se ha considerado como la obra más representativa, tanto desde el punto de vista académico como popular, de la historiografía alemana inmediatamente posterior a la unificación. Leopold von Ranke, que había de vivir hasta 1886, era visto como un monumento viviente, un resto del pasado. En lugar del distanciamiento que él defendía -considerado ahora una lamentable indiferencia moral- Treitschke reclamaba el compromiso político del historiador en favor del nuevo Estado y su poder, al cual debían subordinarse todo tipo de consideraciones personales. En contra también de la idea de Ranke de equilibrio de poderes, Treitschke contemplaba las relaciones internacionales como un campo de batalla para la supervivencia de los más fuertes y defendía una política exterior alemana agresiva dirigida contra Inglaterra, que incluía la construcción de una flota de guerra y el establecimiento de colonias. Todavía más que en otros países occidentales, la historia académica se convirtió en Alemania en un instrumento de educación y propaganda políticas.

El desafío positivista en Alemania, el hogar de la tradición historicista, se produjo tarde, en la última década del siglo. Karl Lamprecht lo inició en 1891 con la publicación del primer volumen de su Historia Alemana, dando origen a lo que se conoce como polémica sobre el método. Según Lamprecht, la historia debería seguir los pasos de las ciencias de la naturaleza -que, desde hacia mucho tiempo, "habían superado la época en la que el método descriptivo distinguía los fenómenos en función exclusivamente de sus características específicas e individuales"- y tratar de establecer leyes generales de desarrollo en todos los aspectos de la vida humana, en lugar de ocuparse de acontecimientos singulares y únicos, referentes sólo a la esfera política. Los historiadores reaccionaron contra lo que consideraron un ataque del materialismo occidental a la tradición idealista alemana. En apoyo de sus tesis adujeron las reflexiones teóricas de los neo-kantianos W. Windelband y H. Rickert, y también las de W. Dilthey. En 1894, W. Windelband en un discurso rectoral en la universidad de Estrasburgo había establecido una distinción fundamental entre las ciencias de la naturaleza y la historia, en razón de su objetivo; las primeras, a las que dio el nombre de "nomotéticas", tenían por finalidad la formulación de leyes generales; la historia, por el contrario, a la que denominó ciencia "idiográfica", la descripción de hechos individuales. Poco después, Rickert amplió esta distinción al señalar que los historiadores utilizaban criterios valorativos que estaban ausentes en la labor de los científicos.

En este ambiente cobraron nueva actualidad las ideas de W. Dilthey, un filósofo solitario y olvidado que, en 1883, había publicado la primera -y única- parte de la Introducción a las Ciencias del Espíritu, en la que se planteaba la forma como el historiador realiza su trabajo; éste, según Dilthey, consiste en una experiencia interna, en la recreación del pasado que el historiador lleva a cabo en función de su propia vida espiritual, y que se diferencia esencialmente del trabajo del científico, basado en la observación de materiales externos a él mismo. Por eso, concluía Dilthey, explicamos la naturaleza, pero sólo entendemos la historia.

Los enfrentamientos y alianzas que se produjeron en esta polémica -que terminó versando sobre cuál era el campo al que el historiador debía prestar atención- no fueron completamente coherentes. Tanto K. Lamprecht como los historiadores tradicionales compartían la creencia fundamental en la objetividad del proceso histórico y en la posibilidad real de conocimiento. Pero esto era lo que los filósofos, a cuya autoridad acudieron los historiadores, venían a cuestionar seriamente. Los historiadores no fueron conscientes de las implicaciones subjetivistas contenidas en las ideas de sus aliados. Implicaciones que, por otra parte, ninguno de éstos sacó personalmente. Sería más tarde, en el ambiente pesimista que siguió a la primera guerra mundial, cuando una nueva generación de pensadores encontró en ellos las raíces de su propio relativismo epistemológico y ético.