Época: La edad de las masas
Inicio: Año 1870
Fin: Año 1914

Antecedente:
La edad de las masas

(C) Joaquín Córdoba Zoilo



Comentario

La aparición de las masas urbanas como elemento capital de la vida social tuvo lógicamente consecuencias irreversibles. Una clara percepción de ello, impregnada de preocupación y pesimismo, la hubo ya tempranamente. Tocqueville, Kierkegaard, Burckhardt y Nietzsche, por ejemplo, intuyeron, desde sus respectivos puntos de vista, que la democracia y la secularización estaban cambiando el mundo -o que lo cambiarían en el futuro- y que, de alguna forma, la vida moderna destruiría, si no lo había hecho ya, los viejos valores e ideales de las sociedades tradicionales y jerarquizadas.
Pero fueron dos sociólogos, el alemán Tönnies y el francés Durkheim, quienes mejor acertaron a definir el cambio. Ferdinand Tönnies (1855-1936) publicó en 1887 Gemeinschaft und Gesellschaft (Comunidad y asociación) un libro, pronto convertido en un clásico, que analizaba la evolución de las formas de la vida social a lo largo de la historia y que subrayaba, sobre todo, la transformación que se había producido desde un tipo de organización social basada en los principios del parentesco, la vecindad, la vida de aldea y la comunidad espiritual del grupo (Gemeinschaft), a otro (Gesellschaft) basado en las relaciones contractuales e impersonales, dominado por los intereses sectoriales y el asociacionismo racional y voluntario, y en el que las normas sociales no eran ya, como antes, la costumbre y la religión sino las convenciones sociales, las leyes escritas y una ética laica sancionada por la opinión pública.

También Emile Durkheim (1858-1957), un lorenés, hijo del principal rabino de Epinal, educado, como la elite de la III República francesa, en la Escuela Normal Superior, catedrático de Educación y Sociología en Burdeos (1877) y en la Sorbona (1902), centró su amplia obra -La división del trabajo (1893), Las reglas del método sociológico (1894), El suicidio (1897), Las formas elementales de la vida religiosa (1912)- en la explicación del funcionamiento y disfunciones de la sociedad moderna. Aun con planteamientos distintos, algunas de sus ideas coincidían con las de Tönnies. Durkheim distinguía también entre dos tipos de sociedad: entre sociedades premodernas, que definía por la existencia de una fuerte "solidaridad mecánica" interna, la similitud de trabajos y funciones de sus miembros, el bajo nivel de la población, estructuras sociales elementales, aislamiento geográfico, leyes penales meramente represivas e intensa conciencia colectiva; y sociedades modernas, que caracterizaba por su "solidaridad orgánica", la división y especialización del trabajo de sus miembros, la complejidad de las estructuras sociales, el desarrollo e integración de mercados y ciudades, altos niveles de población, carácter restitutivo de las leyes, y por fundamentarse en sistemas de creencias secularizadas (como la individualidad, la justicia social, el trabajo o la igualdad).

Durkheim, pues, entendía que la sociedad moderna era una sociedad carente de cohesión mecánica y natural, en la que no existían ya, o se habían roto, los mecanismos de regulación y de solidaridad social: de ahí, la aparición de conductas anormales como el suicidio -una de sus aportaciones capitales-, que Durkheim, estudiando su mayor frecuencia en sociedades individualistas, como las protestantes, y en las sociedades altamente industrializadas, relacionaba con el nivel de integración de la sociedad. Para Durkheim, hombre convencido del efecto moralizador de la vida frugal, del trabajo, de la autoridad y de la disciplina, lo que estaba ocurriendo era que los cambios provocados por la división del trabajo en la sociedad habían transformado la vida social y doméstica, erosionado las formas morales de comportamiento y creado en el hombre moderno una condición de egoísmo y "anomia", la enfermedad de la aspiración infinita, como la llamaría en alguna ocasión. Por eso, aquel comportamiento anormal del individuo -y también, el estallido de fuerzas irracionales y atávicas, como el affaire Dreyfus, que Durkheim, como judío, vio con alarma y preocupación-; y por eso, la necesidad de una nueva regulación moral de la sociedad que Durkheim, agnóstico y republicano, creía debía ser laica y rigurosa.

El tema de las masas interesó vivamente. Gustave Le Bon (1841-1931), un tipo singular, autor de estudios sobre el arte de la India e interesado en cuestiones tan dispares como la arqueología, los caballos, la energía y las nuevas técnicas de grabación, alarmado por la Comuna parisina de 1871, las huelgas, las manifestaciones y el auge del feminismo, escribió en 1895 un libro de excepcional éxito (25 ediciones en 34 años), Psicología de las masas, en el que las caracterizaba peyorativa pero no arbitrariamente por rasgos como el dogmatismo, la intolerancia, la irresponsabilidad, la emocionalidad y la credulidad esquemática, esto es, como muchedumbres de reacciones simples, extremadas y variables, proclives al contagio mental y a la fascinación de guías o caudillos (Le Bon, políticamente, fue simpatizante del general Boulanger, y luego, ya anciano, admirador de Mussolini). Gabriel Tarde (1843-1904), juez y criminólogo francés como Le Bon y como él, alarmado por las huelgas y la violencia social, y que creía ver una cierta correlación entre socialismo y criminalidad, se interesó en su libro La opinión y la masa (1901) por el impacto social de los nuevos medios de comunicación de masas (el telégrafo, el teléfono, los libros populares, la prensa) como agentes de integración y de control social y, sobre todo, por el papel de esos medios en la creación de los públicos -gentes expuestas a la misma información-, y las posibilidades que todo ello, a través de los procesos de imitación, abría para la manipulación de la masa. El británico Graham Wallas (1858-1932), fabiano y demócrata y, por tanto, hombre de talante muy distinto a los de Le Bon y Tarde, estudió -en Human Nature in Politics (1908)- la importancia que los elementos instintivos y no racionales, como los prejuicios y las emociones, y aun los factores azarosos e imprevisibles, tenían en las decisiones políticas de los individuos y de los grupos sociales.

La presencia de masas en la vida social con comportamientos emocionales e irracionales fue una realidad creciente en la vida europea de los años 1880-1914. A pesar de su larga tradición revolucionaria y conflictiva, Francia tal vez no había experimentado un proceso de división social tan apasionado e intenso como el que provocó el affaire Dreyfus (sobre todo, en 1898-99); en Inglaterra, la guerra de los Boers (1899-1902) dio lugar a explosiones de patriotismo callejero previamente desconocidas (y que alarmaron profundamente a las clases acomodadas, como, por poner un ejemplo literario, a un Soames Forsyte que, en la novela antes citada, era sorprendido por una multitud vociferante y agresiva en la elegante calle Regent en el centro de Londres).

El carácter aparentemente no racional de la opinión pública fue lo que llevó en muchos casos -pero no, por ejemplo, en los de Tönnies y Wallas, entre los nombres hasta ahora citados- a la elaboración teórica, como reacción, del elitismo, que tuvo sus formulaciones más elaboradas en los italianos Mosca y Pareto y en el alemán italianizado Robert Michels. Gaetano Mosca (1858-1941), siciliano, catedrático prestigioso de derecho político en Turín y Roma desde 1895 hasta 1933, diputado y senador en distintas ocasiones, publicó en 1896, en su libro La clase dirigente, la que sería la exposición más clara y contundente del elitismo, vertebrada en torno a una idea central: la tesis de que en todas las sociedades -cualesquiera que sean sus estructuras de producción- aparecen inevitablemente dos clases, la clase dirigente, sostenida por algún tipo de legitimidad (fuerza, religión, elecciones, etcétera), y la clase dirigida, por lo que todo cambio político o social no sería sino el desplazamiento de una minoría por otra, y la idea misma de democracia, como voluntad de la mayoría, una ilusión.

Las ideas de Vilfredo Pareto (1848-1923), aristócrata nacido en París y formado en Turín, economista, ingeniero y sociólogo, directivo de empresas ferroviarias italianas y catedrático de Economía en Lausana desde 1893 a 1907, ideas recogidas en su Tratado de sociología general (1916) aunque expuestas antes, eran, si no más complejas, coincidentes. Partían de complicadas divisiones y tipologías sobre las actitudes y el comportamiento de los actores sociales, y sobre la lógica o falta de ella de la actividad humana, como base para llegar a una teoría de la acción. Pero llevaban a parecidas conclusiones. Primero, Pareto entendía que la conducta de los hombres respondía a reacciones psicológicas profundas (impulsos, sentimientos) y a intereses basados a la vez en el instinto y la razón, y no al efecto de ideologías, teorías y filosofías políticas; segundo, sostenía, como Mosca, que toda sociedad es dirigida por sus elites (de gobierno y de no gobierno, nominal y de mérito) y que la política y la historia no son sino una mera "circulación de elites".

Michels (1876-1936), antiguo militante del partido socialista alemán, de formación marxista e influido luego por las ideas de Max Weber y de Mosca, docente en Turín, Basilea y Perugia, adherido en su momento al fascismo (al igual que Pareto y a diferencia de Mosca), y siempre muy atento a la evolución de la ciencia política de su tiempo, aplicó las ideas de Mosca y Pareto al caso de los partidos políticos, y en su libro sobre éstos aparecido en 1911 propuso su conocida "ley de hierro de la oligarquía", la tesis de que toda organización, cualquiera que sea su naturaleza -y por tanto, los partidos y por extensión, la democracia- está sujeta al dominio de una oligarquía (por eso que Michels viese el fascismo italiano, que definía como una democracia oligárquica capitaneada por un líder carismático weberiano, como el resultado natural de la misma evolución social).

La aparición de esas teorías de las elites -que sin duda acertaban al subrayar que las minorías tienen una función evidente en cualquier tipo de organización social -revelaba, entre otras muchas cosas, la inquietud de algunos círculos intelectuales ante las modificaciones que la aparición y ascenso de las masas imponían a su propio papel social. En un punto al menos, ese papel iba a adquirir nuevas dimensiones. La prensa conformaría en gran medida y de forma creciente la conciencia de las masas, lo que no sería necesariamente negativo para los intelectuales: que el affaire Dreyfus saltase a la opinión pública a raíz de que el escritor Zola publicase el 14 de enero de 1898 su célebre carta abierta titulada Yo acuso en el diario L´Aurore, era una indicación de las inmensas posibilidades que el medio les ofrecía. Julio Verne sería serializado en Le Petite Journal; Conan Doyle y su personaje Sherlock Holmes, en el Strand londinense.

Tres factores hicieron posible el formidable desarrollo que la prensa experimentó desde la última década del siglo XIX: a) la aparición de nuevas técnicas de impresión y comunicación, como la linotipia, el telégrafo, los teléfonos, la electricidad, la fotografía impresa y la radio; b) el progresivo reconocimiento legal de la libertad de expresión, generalizado en casi todas las constituciones de la segunda mitad del siglo XIX; c) el crecimiento del público lector en prácticamente todo el mundo y que, en Europa al menos, fue resultado de los esfuerzos que en materia de educación primaria y secundaria se hicieron también desde mediados de aquel siglo, y que se tradujeron en una disminución general, aunque desigual, del analfabetismo.

El desarrollo fue ciertamente extraordinario. En París, en la década de 1860 ningún periódico vendía más de 50.000 ejemplares diarios. A principios de siglo, los cuatro grandes de la capital Le Petite Journal, creado en 1873, en formato tabloide y con suplemento dominical en color, Le Journal, Le Matin y Le Petite Parisien- vendían en torno a los 4,5 millones, un 40 por 100 del total de ejemplares vendidos en toda Francia (donde en ciudades como Burdeos, Lyon, Toulouse y Marsella, había aparecido una excelente y muy influyente prensa regional); París llegaría a tener 25 diarios en la década de 1930. En Inglaterra, empezó a hablarse de un "nuevo periodismo" (expresión de Matthew Arnold) desde finales de la década de 1880, en relación con un grupo de diarios y semanarios -como el Pall Mall Gazette, de W. T. Stead, el Star de T. P. O'Connor, el Tit-bits de George Newnes y el Answers de Alfred Harmsworth- que habían traído a la prensa nacional un estilo nuevo, más variado, ágil e incisivo (y novedades como los crucigramas, las entrevistas y los artículos firmados), y que, por ello, habían elevado sus ventas a los 150.000-300.000 ejemplares diarios.

Sobre esa tendencia incidiría decisivamente la influencia norteamericana. Porque, en efecto, la prensa cambió cualitativamente en Estados Unidos -donde el primer periódico se había fundado en 1783- en los últimos veinticinco años del siglo XIX, debido principalmente a la labor de Joseph Pulitzer (1847-1911), un emigrante judío, húngaro de nacimiento, de habla alemana, enrolado en el ejército norteamericano en 1861 y periodista en Saint Louis después, y de William Randolph Hearst (1863-1951), un californiano de considerable fortuna y posición, educado en Harvard y propietario del Examiner de San Francisco. Establecidos en Nueva York -Pulitzer en 1863, año en que compró el World, al que luego añadió el Evening World; Hearst en 1895, cuando compró el Morning Journal-, fue precisamente su rivalidad por el mercado neoyorkino lo que transformó la prensa. La expresión "periodismo amarillo", que luego designaría a la prensa sensacionalista, nació porque tanto el World como el Journal publicaron un cómic coloreado con el título El chico amarillo, ideado por el dibujante Outcault, primero para Pulitzer y luego, para Hearst. El Journal, sobre todo, fue algo enteramente nuevo: muy barato (un centavo), con titulares espectaculares, abundante información gráfica y tiras cómicas, incorporó a escritores conocidos (Stephen Crane, N. Hawthorne), creó los magazines en color y se especializó en sucesos truculentos y morbosos, y en la información internacional (desde perspectivas siempre belicosamente pronorteamericanas). Pulitzer especializó sus periódicos, que usaron tipografía parecida a los de su rival, en la denuncia de la corrupción de los políticos -lo que le valió varios procesos por injurias, uno, en 1909, promovido por el propio Presidente de Estados Unidos-, y en el análisis ponderado de la política.

El sensacionalismo no fue la única vía norteamericana al periodismo de masas. Por los mismos años, bajo la dirección de Adolph S. Ochs (1858-1935), The New York Times se convirtió en un modelo de información objetiva, digna y contrastada. Pero la influencia del periodismo amarillo, que alcanzó ventas fantásticas durante la guerra de Estados Unidos y España de 1898, fue inmensa. Llegó también a Europa. En Inglaterra, la verdadera revolución se produjo con la aparición el 4 de mayo de 1896 del Daily Mail, de Alfred Harmsworth (1865-1922), un diario que costaba la mitad de precio que los demás periódicos, que tenía abundante publicidad, que ofrecía una muy amplia variedad de noticias (crímenes, accidentes, deportes, información meteorológica, noticias de famosos, escándalos), que presentaba, además, de forma llamativa y breve y en formato tabloide, deliberadamente pensado, en suma, para interesar a las clases medias y populares. El éxito fue total: el Mail alcanzó el millón de ejemplares en 1900, tres veces más de lo que tiraba el diario de más difusión hasta entonces. En ese año, C. A. Pearson lanzó, en la misma línea, el Daily Express y en 1903, el propio Harmsworth, el Daily Mirror (y además, compró poco después The Times y el dominical Observer, ambos prestigiosos pero mortecinos, aburridos y de muy escasa difusión; Harmsworth los modernizó y revalorizó). En 1900, 34 ciudades británicas tenían por lo menos dos periódicos de calidad.

Se estimó que la tirada de la prensa se duplicó en Inglaterra entre 1896 y 1906 y de nuevo, entre este año y 1914. El cambio era general. En 1900, había en Berlín 45 diarios y en toda Alemania, cerca de 3.000 publicaciones periódicas (diarios, semanarios y publicaciones mensuales). Las cifras de Austria y Rusia eran sólo ligeramente inferiores. En Hungría, Suecia, Dinamarca y Noruega circulaban unas 500 publicaciones de ese tipo; en Suiza, Bélgica y Holanda, un número algo menor. Italia tenía en 1914 unos 120 diarios, algunos de gran calidad y alcance nacional como La Stampa de Turín, e Il Corriere della Sera, de Milán, fundado en 1876 y dirigido por Luigi Albertini desde 1900. Il Corriere vendía por aquella fecha unos 350.000 ejemplares diarios y su dominical, Domenica del Corriere, cerca de millón y medio.

En la década de 1890, por tanto, apareció un periodismo barato y de tiradas multitudinarias' orientado al consumo e información de las clases medias y populares. Por comparación con la prensa anterior -de tiradas cortas, precios altos, información densa y limitada, tipografía poco resaltada y sin apenas información gráfica-, el periodismo de masas se configuró como una prensa poco literaria, sensacionalista, poco escrupulosa y hasta irresponsable. Su contenido se compuso de noticias mundiales espectaculares, reportajes sobre escándalos políticos y sociales, sexo, crímenes (algo que anticipó el apasionado interés que en su día suscitaron los asesinatos de Jack el destripador y el éxito de la serialización de Sherlock Holmes, que hizo que el Strand vendiese unos 500.000 ejemplares) y poco después, los deportes (por ejemplo, el diario deportivo italiano La Gazzetta dello Sport se fundó en 1896). El nuevo periodismo explotó, pues, la excitación del momento. Contribuyó, de esa forma, a crear un clima de apasionamiento por la vida pública. La aparición del periodismo de masas fue inseparable del nacimiento de la opinión pública moderna.