Comentario
El mundo, las cosas, la verdad, iban configurándose, por tanto, como realidades y proposiciones abiertas, imprevisibles, indeterminadas y fortuitas. Europa, al menos, estaba entrando en una época que, como diría Thomas Mann en las primeras páginas de La montaña mágica (1924), no tenía ya respuesta satisfactoria a las preguntas eternas de ¿por qué? y ¿para qué? Todo el orden moral parecía, si no en crisis, en revisión. Así lo revelaba, por ejemplo, el libro que en 1903 publicó el filósofo de Cambridge G. E. Moore (1873-1958), Principia Ethica, cuya influencia sobre las jóvenes generaciones inglesas y, en particular, sobre los escritores del llamado grupo de Bloomsbury (Lytton Strachey, Keynes, Virginia Woolf, E. M. Forster) fue notable. Porque la tesis de Moore -que sostenía que definir el significado de las afirmaciones morales, de "lo bueno", por ejemplo, era una "falacia naturalista", un error, porque las verdades morales eran propiedades indefinibles- conducía, lo quisiera o no, al escepticismo moral. Moore, hombre que era discreto y sensato, abogaba, a cambio, por un "intuicionismo" ético, que admitía que el hombre pudiese, efectivamente, discernir lo bueno o lo malo, lo justo o lo injusto, en cada acto particular, pero que, por eso mismo, negaba que pudieran existir códigos morales absolutos. Aunque la filosofía de Moore a lo que aspiraba era a un rechazo de toda especulación metafísica y a hacer de la Filosofía una disciplina analítica rigurosa (en línea no muy distinta a la que en parte bajo su influencia, y en el mismo Cambridge, llevaría a Bertrand Russell a interesarse en la Lógica matemática y a escribir en 1910, con Alfred N. Whitehead, Principia Mathematica), se vio en ella una defensa del hedonismo individualista, en el que la moral se identificaba simplemente con la apreciación de la belleza y con ciertos afectos no conflictivos, como la amistad.
El pensamiento europeo, o parte del mismo, parecía, así, ganado por una creciente incertidumbre moral, por una cada vez más evidente inseguridad. La literatura y el arte europeos fueron la conciencia de ese malestar. Porque la búsqueda de nuevos estilos, formas estéticas y sensibilidades que pudieron observarse en aquéllos desde la década de 1890, lo que en muchos países se conoció con el nombre impreciso y vago de Modernismo, revelaba precisamente la necesidad de encontrar respuestas nuevas en un mundo donde muchas de las viejas creencias, ideas y valores parecían haber perdido súbitamente su antigua vigencia.
Esteticismo y decadencia, por ejemplo, dos modas literarias de la época, cuyos manifiestos programáticos pudieron ser novelas como A. Rébours (1884) de Joris-Karl Huysmans, y El retrato de Dorian Gray (1891), de Oscar Wilde, y los rebuscados y artificiosos dibujos de Audrey Beardsley, fueron, en parte, una reacción estética frente a gustos anteriores, como el realismo naturalista, y en parte también, la afirmación de un nuevo papel moral del arte y del artista ante la sociedad (algo que cabría encontrar también en la obra de Barrés, D'Annunzio, Stefan George, Hugo von Hofmannsthal y Pierre Louys). El gusto decadentista por lo exótico, lo místico, lo cruel, lo espiritual y lo perverso aparecía como un hedonismo inmoral propio de un dandysmo elegante y elitista, y como tal, fue interpretado como una manifestación del degeneracionismo del fin de siglo. Pero tenía otra dimensión. El esteticismo, la pasión por la belleza y el amor del arte por el arte -que en Inglaterra tuvo su teorizador en Walter Pater (1839-1894), un muy reservado y prudente historiador del arte de la Universidad de Oxford, autor de unos bellísimos Estudios sobre el Renacimiento (1873), y su encarnación en la fulgurante personalidad de Oscar Wilde (1854-1900)- eran ante todo un ideal moral, una filosofía espiritual y refinada de exaltación de lo sensible y lo bello, que en Wilde tuvo mucho de rebelión y provocación contra la vulgaridad de las masas y la moral convencional (de ahí que su condena en 1895 apareciese como una revancha de la misma sociedad a la que Wilde, hombre de ingenio portentoso y talento literario singular, había halagado, divertido y escarnecido).
Esa pasión estética iba, además, unida a una exaltación de lo nuevo. Pocas veces como en la última década del siglo se utilizó con tanta reiteración un vocablo como nuevo. Por todas partes se habló de nueva edad, nuevo teatro, revistas nuevas, nuevo estilo, nuevo realismo. Desde 1890-93, se habló, además, y por toda Europa de Art Nouveau (que es como se le llamó en Francia, aunque se le denominó Modern Style en Inglaterra, Jugendstil o estilo joven en Alemania, Sezessionstil o estilo secesión en Austria, Liberty en Italia y muchos otros). Se trataba de un movimiento heterogéneo con antecedentes y planteamientos ideológicos dispares, pero con elementos artísticos y estéticos afines y, sobre todo, con una aspiración común: impulsar un renacimiento artístico completo, que propiciara el embellecimiento -como ideal a la vez estético y moral- de todas las artes y por extensión, de la vida colectiva, con especial énfasis por ello en la arquitectura y las artes ornamentales (mobiliario, orfebrería, cerámica, vidrieras, joyería, carteles, ilustración de libros, etcétera).
El Art Nouveau hundía sus raíces en movimientos anteriores como el prerrafaelismo inglés, el renacimiento gótico -promovido por Viollet-le-Duc, Ruskin y William Morris-, los gustos neorrococó y neobarroco en Francia, Bélgica y Alemania, el llamado Arts and Crafts Movement (movimiento de artes y oficios), liderado por el mismo William Morris, e incorporó influencias de los artes japonés y oriental puestos de moda en Europa en las décadas de 1860 y 1870. Sus rasgos estilísticos más característicos fueron el uso obsesivo de líneas sinuosas, ondulantes y flameantes, la ornamentación estilizadamente vegetal y policromada, y el recurso a efectos decorativos cargados de refinamiento, historicismo y simbolismo. El Art Nouveau duró poco y para los años 1900-05 comenzó a eclipsarse. Pero produjo realizaciones perdurables: la arquitectura de Mackintosh en Glasgow, Otto Wagner en Viena, Victor Horta y Van de Velde en Bélgica (especialmente, en Bruselas) y en Alemania; el modernismo barcelonés (y en especial, la obra de Gaudí); las entradas de los metros de París, diseñadas por Héctor Guimard; los carteles de Alphonse Mucha y en parte, los de Toulouse-Lautrec; las joyas de René Lalique, la escultura de Ernst Barlach, los vidrios del norteamericano Louis C. Tiffany. Y además, algunas manifestaciones pictóricas tuvieron rasgos estilísticos, sensibilidad y planteamientos asimilables y próximos al Art Nouveau: así, los dibujos del británico Beardsley, ya citados, ciertas obras de los pintores de la escuela de Pont-Aven (Gauguin, Bernard, Anquetin, Serusier, Denis) y del grupo de los Nabis, profetas, (Pierre Bonnard, Maurice Denis, Edouard Vuillard, Paul Sérusier, Aristide Maillol), todos ellos interesados en la revalorización de la línea y la liberación del color, y muy influidos por el simbolismo artístico y literario; la pintura del belga Henry Van de Velde, del italiano Segantini, del suizo Ferdinand Hodler, y sobre todo la del austríaco Gustav Klimt (1862-1918), pintor de inquietantes figuras femeninas -trágicas y sensuales-, insertas en una ornamentación exótica caracterizada por el uso de dorados de pan de oro (como en los iconos bizantinos) y de caprichosas formas geométricas.
El Simbolismo -un término literario y estético bajo el que se englobarían, con acierto o sin él, la poesía de Mallarmé, Valéry, Verhaeren, Yeats, George, Rilke y del propio Wilde, el teatro de Strindberg y Maeterlinck, la música de Debussy y Scriabin y la pintura de Odilon Redon, Gustave Moreau, Puvis de Chavanne y la ya mencionada de Hodler y Segantini- fue igualmente la expresión de aquella nueva voluntad estética: un ideal de belleza, esta vez, que, trascendiendo la realidad ordinaria, aprehendiera la esencia de las cosas a través de una poesía pura (o de un arte puro) y de lenguajes artísticos complejos y profundos. En algún caso, su significación no fue sólo literaria o estética. Así, la vida y la obra del poeta alemán (nacido en Praga en 1875) Rainer Maria Rilke vinieron a ser la expresión del desasosiego existencial de la Europa de su tiempo. Rilke fue, según Heidegger, el "poeta en tiempos de penuria". Profundamente desarraigado y cosmopolita, Rilke vivió, sostenido siempre por damas ricas y aristocráticas, una vida solitaria deambulante (que le llevó por Munich, Berlín, París, Roma, Venecia, Capri, Leizpig, Viena, hasta que tras la I Guerra Mundial, se estableció en Suiza, donde murió en 1926). Fascinado por los paisajes desolados y grandiosos de Rusia, y por los atormentados y abruptos de España -sobre todo, Toledo y Ronda-, hombre de personalidad compleja y gustos aristocratizantes y exquisitos, la antítesis del artista maldito y bohemio, Rilke creó una poesía (El libro de las imágenes, 1902; El libro de horas, 1905; Nuevos poemas 1907; La vida de María, 1921; Elegías de Duino, 1923; Sonetos a Orfeo, 1923) a la vez intimista, culta y existencial, cargada en ocasiones de incitaciones religiosas y visionarias, que, rechazando toda manifestación confesional de desesperación o angustia, revelaba la perplejidad e impotencia del poeta ante el hecho mismo de la existencia.
Reveladoramente, la literatura francesa comenzó a cambiar y a renovarse de forma apreciable a principios del siglo. El naturalismo aún produjo dos escritores de genio indudable, como Jules Renard (1864-1910) y Octave Mirbeau (1848-1917), y los autores más leídos antes de 1914 fueron todavía realistas convencionales como Anatole France o Paul Bourget (o peor aún, dulces y falsos neorrománticos como Pierre Loti). Pero lo que definió a las nuevas generaciones fue su vocación explícitamente espiritualista y poética, algo que previamente, por ejemplo, en los años del naturalismo, o no existió o fue poco significativo. La ruptura la inició Maurice Barrés (1862-1923), el escritor de la ultraderecha nacionalista, prosista deslumbrante, autor de dos ciclos de novelas consagrados, reveladoramente, el primero al "culto del yo", a la exaltación del egotismo individualista (Bajo la mirada de los bárbaros, Un hombre libre, El jardín de Berénice); y el segundo, a la energía nacional, a la apología de la patria entendida como comunidad espiritual de sangre y tierra (Los desarraigados, 1897; Llamamiento al soldado, 1900; Figuras, 1902).
Pero fue André Gide (1869-1951), el escritor de formación protestante y director desde 1909 de la influyente Nouvelle Revue Française, la personalidad decisiva y determinante. Por dos razones: porque su estilo sereno y equilibrado, su prosa cuidada y medida- reveladas en Los alimentos terrestres, El inmoralista, La puerta estrecha, El retorno del hijo pródigo y Las cuevas del Vaticano, libros que publicó entre 1897 y 1914- crearon una especie de "clasicismo moderno", que acabó apartando a la literatura francesa tanto del vulgarismo realista como de la afectación esteticista; y porque sus temas supieron penetrar, con una sutileza mucho más perspicaz que el verismo naturalista, en la raíz misma de las preocupaciones morales de su tiempo.
La obra de Gide giró en torno a los problemas de la autenticidad, libertad y destino del yo, y en torno a los conflictos que en la conciencia de todo individuo se produce entre moralidad, responsabilidad y sinceridad: "saber liberarse no es nada -hacía decir a Michel, el protagonista de El inmoralista; lo arduo es saber ser libre" (lo que era, o estaba empezando a ser, como se ha visto, el gran dilema de la existencia del hombre contemporáneo).
El renacimiento espiritualista de la literatura francesa fue en algunos casos -Léon Bloy, Charles Péguy, Paul Claudel- un renacimiento católico (lo que no dejaba de ser paradójico en un país donde el catolicismo había sido el gran derrotado de la gravísima crisis que fue el affaire Dreyfus); en otros, como Romain Rolland, el autor de Jean Christophe (1904-1912), derivó hacia un humanismo laico. A Alain Fournier le indujo a realizar en su única novela, El gran Meaulnes (1913), la evocación lírica de las fantasías de la adolescencia; y a Proust (1871-1922), a concebir su gran obra, En busca del tiempo perdido, publicada, salvo el primer volumen, después de la guerra de 1914, como una evocación prodigiosa del tiempo pasado en tanto que dato insoslayable de la memoria y la conciencia.
En todo caso, aquel retorno a lo espiritual y a lo lírico -que tanto se asemejaba a la filosofía de Bergson- tenía una significación clara: era la búsqueda literaria de alguna forma de salvación existencial. Ibsen y Strindberg habían creado en la década de 1880 el gran "teatro de ideas" que, a principios de siglo, continuaría el autor irlandés George Bernard Shaw (1856-1950), mucho más brillante en sus comedias ligeras (You never can tell, Androcles y el león, Pigmalion) que en sus dramas serios (La profesión de la señora Warren, Heartbreak House y tantas otras), siempre bien construidos e inteligentes pero en exceso pedagógicos y moralizantes. Shaw renovó, ciertamente, el teatro británico, pero el ruso Anton Chejov (1860-1904) logró en cuatro obras excepcionales (La gaviota, 1896; Tío Vanya, 1897; Las tres hermanas, 1901 y El jardín de los cerezos, 1904) llevar al teatro, con humor e ironía suaves y melancólicos -Chejov fue, como observó Pasternak, uno de los pocos escritores rusos que no predicaba el drama del hombre moderno. Porque sus obras, de construcción sorprendentemente abierta, sobre asuntos en apariencia triviales y simples, con protagonistas no arquetípicos -hombres y mujeres de las clases medias urbanas y rurales rusas-, de vidas anodinas y no excepcionales, eran obras sobre el fracaso personal, sobre el dolor que existe en toda vida y, en parte por ello, sobre el absurdo de la existencia.
El pesimismo -un pesimismo profundo, histórico y personal- impregnó también la visión de la vida y del hombre del mayor novelista de la época, Joseph Conrad (1857-1924) y, en parte, la del que pronto iba a serlo, Thomas Mann (1875-1955). Conrad, inglés aunque polaco de nacimiento, huérfano desde los doce años, marino durante más de veinte, de gustos caballerescos, vida familiar estable y hombre depresivo e hipocondríaco, noveló, bajo la apariencia de historias exóticas y de aventuras, el alma humana, el destino del hombre, su capacidad para vivir una vida digna y estimable. Todas sus obras (El negro del Narcissus, Lord Jim, El corazón de las tinieblas, Nostromo, El agente secreto, etcétera) fueron, así, análisis de la tensión psicológica de ese mismo hombre ante el peligro y las situaciones extremas. Conrad temía las pasiones de los hombres, su debilidad, el elemento destructivo -la cobardía en Lord Jim, la codicia en Nostromo, la locura en Kurtz, la violencia asesina en El agente secreto y Bajo la mirada de Occidente-, que, anidando en el fondo de la personalidad y la conciencia, amenazaba siempre con destruir su conducta. Fue, así, el novelista de la ansiedad del hombre contemporáneo, quien, como Kurtz, el protagonista de El corazón de las tinieblas (1902), al que todos tenían por un hombre superior pero que enloqueció en la selva víctima de su propia ambición y de sus temores; al mirar en su interior, en la tenebrosidad de su alma, sólo podía descubrir, según Conrad, el horror.
En Thomas Mann, hombre de talante jovial y generoso aunque quebradizo, preocupado al principio no tanto por el destino del hombre cuanto por el del arte y el artista en la sociedad moderna, la idea de decadencia fue especialmente importante. En Los Buddenbrooks, publicada en 1901 cuando tenía sólo veinticinco años, escribió la historia del auge de una sólida familia de la burguesía comercial del norte de Alemania -trasunto de la suya propia: Mann había nacido en Lübeck-, y de su ocaso y destrucción posteriores, precipitados por la vocación artística (expresión de una nueva sensibilidad) del último de sus miembros. En Muerte en Venecia (1913), bajo la forma de la historia del escritor Gustave von Aschenbach, un hombre ya maduro y distinguido que sucumbe a su propia pasión por la belleza encarnada en un joven adolescente polaco en una Venecia asolada por la peste, Mann quiso recrear la tensión que en la creación artística existe entre el ideal clásico de orden y la fuerza creativa y trágica del desorden y la emoción. En ambos libros, expresaba, pues, una misma fascinación por la muerte -como la habría en su otra gran novela, La montaña mágica, que empezó a escribir en 1912, cuando acompañó a su mujer Katia a un sanatorio antituberculoso en Suiza, pero que terminó en 1924-, fascinación que hizo que sus libros fueran interpretados como parábolas de una Europa irremediablemente enferma.
Por descontado, la literatura más popular de la época (Stevenson, Conan Doyle, Verne, Chesterton, Emilio Salgari, Kipling, H. G. Wells y otros), en muchos casos muy entretenida y muy bien escrita, fue menos compleja y menos pesimista. Era, además, natural que así fuera, pues fue concebida, ante todo, como un entretenimiento más o menos culto. Pero que las ideas de crisis, enfermedad, muerte y fracaso fueran ideas recurrentes en la mejor -o al menos, la más exigente- literatura de la época no era, por ello, menos significativo: era la expresión de la crisis moral y de la desorientación intelectual que parecían apoderarse, de forma creciente, de la sociedad europea. Porque, por lo que hemos visto, el clima intelectual de la Europa de los años 1880-1914 vino a definirse por una transformación profunda en la percepción del mundo físico y del universo, por una progresiva secularización del pensamiento, una desconfianza cada vez mayor en la razón y por un reconocimiento cada vez más extendido del poder de las reacciones subconscientes e instintivas en la conducta. Y además, por una especialización y fragmentación del conocimiento cada vez mayores, y una crisis de explicaciones globales y coherentes de la existencia.