Época: Irrup Modernismo
Inicio: Año 1870
Fin: Año 1914

Antecedente:
La irrupción del modernismo

(C) Joaquín Córdoba Zoilo



Comentario

El arte de vanguardia, por tanto, como una manifestación más de la vida cultural de su tiempo, participaba de aquella conciencia de crisis que, como ha quedado dicho, definía el clima intelectual europeo de los años 1880-1914. Gauguin, por ejemplo, tituló significativamente uno de sus cuadros de tema tahitiano ¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿A dónde vamos?
La religión tenía cada vez más dificultades para dar respuestas convincentes a tales interrogantes. La revolución científica e intelectual y los cambio sociales que Europa conoció desde las últimas décadas del siglo XIX erosionaron seriamente la credibilidad del mensaje cristiano, y la autoridad moral y ascendencia espiritual de las distintas Iglesias (particularmente, en Europa occidental). Pero con una matización paradójica: que fue la iglesia cuya respuesta teológica resultó ser intelectualmente más discreta, la Iglesia católica, la que mejor resistió frente al avance de la secularización y de la indiferencia, precisamente por el carácter jerárquico, dirigista y dogmático de su organización eclesial -reforzado con la aprobación del dogma de la infalibilidad papal en 1870-, y por haberse refugiado en fórmulas litúrgicas tradicionales y maquinales y potenciado las prácticas religiosas y ritos de carácter colectivo y popular (algo no muy distinto a lo ocurrido en las confesiones ortodoxas y judaicas del este de Europa y en las comunidades musulmanas balcánicas, en todas las cuales el formidable peso de la tradición sirvió de freno a la disolución de los vínculos y creencias religiosas).

En cualquier caso, las iglesias cristianas no pudieron ignorar el desafío de lo que ellas mismas llamaron "modernismo", esto es, los intentos por reconciliar la doctrina cristiana con la ciencia moderna. La teología protestante, que a todo lo largo del siglo XIX había desarrollado un notable interés en los estudios críticos de la Biblia y de la historia antigua de la Iglesia, respondió positivamente, buscando precisamente en el conocimiento científico de la fe y de la verdad cristianas el camino hacia un cristianismo más auténtico y humano: recuperando, por ejemplo, la verdad histórica de la figura de Jesús (que iniciaron los libros que con el título Vida de Jesús publicaron David E. Strauss y Ernest Renan en 1835 y 1863, respectivamente). Albrecht Ritschl (1822-1899) rechazó toda asociación del cristianismo con la metafísica religiosa e hizo de aquel una doctrina ética basada en el ejemplo moral de la vida de Jesús, fundamentando de esa forma el evangelismo social. Ritschl fue, así, uno de los fundadores de lo que se llamó "protestantismo liberal", que desarrollaron fundamentalmente Wilhelm Herrmann (1846-1922), Adolf von Harnack (1851-1930), Albert Schweitzer (1875-1965), Ernst Troeltsch (1865-1923), hasta desembocar en la teología de la crisis de Karl Barth (1886-1968). Harnack quiso, a través de la investigación histórica de la Iglesia primitiva, llegar a la "esencia del cristianismo" (título de un libro de éxito excepcional que publicó en 1900), que, como Ritschl, asoció a su contenido ético y sobre todo, al principio de la piedad personal hacia Dios, lo que suponía negar los aspectos litúrgicos y eclesiales del cristianismo, que interpretaba como desviaciones dogmáticas, por influencia helenística, del verdadero mensaje evangélico. Schweitzer, que publicó en 1906 otro libro de gran éxito, En busca del Jesús histórico, una crítica de todos los trabajos hasta entonces hechos sobre la vida de Jesús, dio a aquellas preocupaciones un giro nuevo, al reemplazar la imagen liberal de Jesús como un reformador moral excepcional, por la de un profeta mesiánico cuya actividad y verdad estuvieron marcadas por su creencia en la llegada apocalíptica del reino de Dios: por eso que la moral cristiana fuese, para Schweitzer, una moral ascética y de renuncia, y la relación del hombre con Dios, un acto de fe.

Fue éste precisamente, el problema de la fe y de la revelación, la cuestión central del pensamiento de Karl Barth, el autor que a partir de 1919 en que publicó su Comentario a la carta de los Romanos, más decisivamente iba a influir en toda la teología protestante (y en buena parte de la católica). De hecho, le dio una orientación radicalmente nueva, porque Barth, que no compartía el optimismo de la teología liberal, no creía en la posibilidad de llegar a penetrar en la esencia del cristianismo a través de la crítica histórica y del conocimiento de la figura histórica de Jesús. Al contrario, todo su argumento se basaba en la idea de la imposibilidad del hombre para resolver racionalmente el misterio de Dios -esa era la crisis de la condición humana- y su conclusión lógica era que el hombre sólo podía aproximarse a Dios, un Dios revelado en Jesucristo, a través de la fe, de la revelación divina y de la gracia.

De manera que, desde una perspectiva u otra, el pensamiento protestante alemán de finales del siglo XIX y principios del XX enlazaba con el individualismo radical inherente a toda su tradición teológica, individualismo moral y religioso que, como argumentarían Max Weber y Ernst Troeltsch (en La ética protestante y el desarrollo del capitalismo y en El protestantismo y el mundo moderno, respectivamente), había sido una de las razones esenciales del éxito del capitalismo y del liberalismo modernos en los países protestantes. Pero eso mismo hacía que el protestantismo no pudiese ser otra cosa que una ética de redención individual, nunca una religión de salvación colectiva. De ahí que, pese a la evidente riqueza de su teología, numerosas iglesias y sectas protestantes experimentasen una disminución creciente de la participación de sus fieles en los oficios y prácticas religiosas.

Ese fue también el caso de la Iglesia anglicana en Gran Bretaña donde, según un censo, en fecha tan temprana como 1851 sólo un 47 por 100 de los fieles acudía regularmente a los servicios dominicales. La Iglesia de Inglaterra, estimulada por el llamado movimiento de Oxford de 1840-50, reaccionó renovando su liturgia, muy parecida a la de la Iglesia católica, reforzando la figura del arzobispo de Canterbury -sin llegar, sin embargo, a conferirle un magisterio central- y subrayando el sentido social de su labor, fruto de lo cual fueron iniciativas como la creación del Gremio de San Mateo en 1877 y la fundación de la Unión Social Cristiana en 1889. Pero los resultados fueron escasos. La Unión Social Cristiana alcanzó un máximo de 6.000 afiliados (muchos de ellos, obispos anglicanos); la Iglesia anglicana siguió vinculada preferentemente a las clases altas del país; y el indiferentismo religioso continuó extendiéndose, sobre todo desde 1885, según observara la propia Iglesia. Por entonces se consideraba ya como una cifra muy alta de asistencia a los oficios religiosos la de Bristol, estimada en un tercio de la población; el número de clérigos ordenados bajó de 814 en 1886 a 569 en 1901.

No-conformistas (baptistas, congregacionalistas, presbiterianos) y metodistas retuvieron mayor ascendiente sobre las clases obreras y populares (su espíritu, por ejemplo, impregnaría el laborismo británico); pero el censo de 1851 citado indicó que sólo el 49 por 100 de los miembros de las denominaciones no-conformistas asistía a la iglesia, y otro de 1903, limitado a Londres, arrojaba un total de practicantes sólo mínimamente superior al de la Iglesia anglicana, 545.000 por 538.000. Significativamente, el total de personas que asistía en ese año a algún tipo de culto en la capital británica era de 1.250.000 y el de los que no lo hacían, de 1.860.000. Un antiguo predicador metodista, William Booth (1829-1912), creó en 1878 el Ejército de Salvación, una organización de voluntarios para aliviar a los pobres. La atención que despertaron sus uniformes, desfiles y bandas de música, y la labor asistencial que el Ejército desarrolló, no se tradujo, sin embargo, ni en una afiliación elevada (4.170 miembros en 1899) ni mucho menos, en un resurgimiento del cristianismo. Fue revelador el éxito que tuvo en el país una novela como Robert Elsmere (1888), de Mrs. Humphry Ward, que vendió unos 70.000 ejemplares en pocos años porque era la historia de la pérdida de la fe y del abandono de la Iglesia anglicana por el protagonista, un ministro de aquel culto que, decepcionado, marchaba a crear una "nueva hermandad" en un barrio pobre de Londres.

La respuesta de la Iglesia católica al desafío modernista fue muy distinta. León XIII (Vincenzo Gioacchino Pecci, papa de 1878 a 1903, primer pontífice tras la supresión del Estado pontificio) promovió una cautelosa e inteligente adaptación del catolicismo a la sociedad moderna. Primero, dotó a la Iglesia católica de una doctrina teológica integral y completa: la encíclica Aeternis Patris, de 4 de agosto de 1879, proclamó el tomismo como la teología oficial de los católicos. Segundo, trazó la normativa para las relaciones Iglesia-Estado en un orden definido por la desaparición del poder temporal de Roma y por la afirmación en todas partes del creciente poder del Estado (como la iglesia había podido comprobar en Alemania, Francia e Italia en los años 70 y 80): se materializó en una política de neutralidad ante el Estado, sobre la base de la aceptación por la Iglesia de los poderes de hecho y la garantía desde el poder de la independencia eclesial. Así, en sus encíclicas, Au milieu des solicitudes y Notre consolation, ambas de 1892, León XIII insistió en el "ralliement", la aproximación de la Iglesia y los católicos franceses al régimen laico de la III República.

Tercero, León XIII dio a la Iglesia una doctrina social moderna: la encíclica Rerum Novarum de 16 de mayo de 1891, sobre la condición de los obreros, establecía los deberes recíprocos de patronos y trabajadores, reclamaba una legislación social justa, aceptaba el asociacionismo de los obreros católicos -aun condenando la lucha de clases- y llamaba a la cristianización de las relaciones laborales. Finalmente, la gran estrategia restauradora de León XIII impulsó un formidable relanzamiento de la fe católica: atendió, para ello, a modernizar los seminarios y a actualizar el arte oratorio de los sacerdotes; a promover la labor de las catequesis juvenil y adulta; a intensificar las prácticas religiosas (León XIII puso particular interés en el culto al Sagrado Corazón, la devoción Mariana y el rezo del rosario) y la organización de peregrinaciones, procesiones y otras formas de expresión pública de la fe; a mejorar los lugares de culto, mediante la redecoración de iglesias y capillas y la difusión de un nuevo arte sacro de gusto dulcemente idealizante, y a reforzar la solemnidad de la liturgia; y atendió, por último, a potenciar como nunca se había hecho la labor evangelizadora y misionera de su Iglesia.

El éxito fue notable. León XIII dio un prestigio internacional sin precedentes al Papado: incluso se apelaría a su mediación en algún conflicto, como el surgido entre España y Alemania en torno a las islas Carolinas en 1885. La presencia formal de la Iglesia en los países católicos se hizo mucho más prominente; en algunos de ellos, llegó a monopolizar la enseñanza primaria y secundaria. Nacieron, además, importantes universidades católicas, como las de Washington y Friburgo creadas en 1889, y la de Utrecht, en 1900 (además de que se modernizaron algunas de las viejas universidades de la Iglesia). Impulsados por el "catolicismo social", expuesto por el obispo alemán Ketteler (1811-77) y el político francés Albert de Mun (1841-1914) y sancionado por la Rerum Novarum, se organizaron -en Bélgica, Alemania, Italia, Francia, España- sindicatos cristianos. Fueron cada vez más los obispos y autoridades de la Iglesia que se preocuparon de la situación social de los trabajadores y denunciaron las injusticias de la vida moderna: el cardenal Manning (1808-1892), por ejemplo, intervino como mediador en la gran huelga del puerto de Londres de 1889 y su obra sobre cuestiones sociales La Iglesia y la sociedad moderna tuvo un gran eco internacional. En Bélgica, Austria, Holanda y en la propia Alemania los partidos católicos adquirieron un papel de primera importancia en la vida política, sobre todo desde la década de 1880; y en países como Italia, Francia, España o Irlanda, donde no hubo partidos confesionales, el voto católico fue determinante.

Apareció una notable literatura católica: popular, como el gran éxito Quo Vadis?, de Sienkiewicz (1896), y culta, como las obras de Péguy y Claudel, y luego, ya en los años 1920-30, los Mauriac, Montherlant y Bernanos. Y surgió también una prensa católica moderna y combativa. El periódico francés La Croix, convertido en diario en 1883, alcanzó una gran difusión. Las vocaciones religiosas se mantuvieron o aumentaron; la indiferencia religiosa no alcanzó, ni lejanamente, en los países católicos las proporciones que tuvo por los mismos años en los protestantes (salvo, tal vez, en Francia).

Y sin embargo, la Iglesia católica permanecía significativamente divorciada del pensamiento moderno. León XIII fue beligerante en su oposición a lo que la Iglesia consideraba como "errores modernos": libertad de prensa, socialismo, liberalismo, matrimonio civil, divorcio, laicismo, masonería o racionalismo, que condenó en repetidas ocasiones en documentos como Inescrutabili, Quod Apostolici, Humanum Genus, y Libertas Praestantissimum, y aun otros. Su concepción de la Iglesia -sociedad perfecta, cuerpo de Cristo- fue rigurosamente jerárquica y unitaria. En su encíclica Graves de communi, de 18 de enero de 1901, repudió toda interpretación política de la "democracia cristiana", la expresión que, a partir de la Rerum Novarum y con la idea de dar un sentido democrático a la acción pública de los católicos venían usando, separadamente, las juventudes del partido católico belga, un grupo de activos "abades demócratas" franceses (Trochut, Dabry, Naudet, Lemire), los grupos vinculados a la revista, también francesa, Le Sillon (El Surco), creada por Marc Sangnier (1873-1950) en 1894, y católicos italianos, como Romolo Murri, formados en la llamada Obra de los Congresos (Murri, sacerdote, quería propiciar, además, la participación de los laicos en las decisiones de la Iglesia). León XIII sólo aceptaba la acción social de los cristianos, y su énfasis estaba más en la beneficencia, la limosna y la caridad que en la acción sindical y reivindicativa. Advirtió también, y con claridad, contra la ciencia moderna (por ejemplo, en la encíclica Providentissimus Deus, de 1893); y con su encíclica Apostolicae curae (1896) cerró la puerta a toda aproximación a la Iglesia anglicana -por lo que venían abogando algunos católicos ingleses- y a todo ecumenismo.

En la práctica, además, la oficialización del tomismo significó, simplemente, la restauración de todos los principios tradicionales del dogma y la fe católicos, y una reafirmación del magisterio religioso y social de la jerarquía eclesiástica. La restauración de la ortodoxia se acentuó durante el pontificado (1903-1914) de Pío X (Giuseppe Sarto, el primer pontífice de origen humilde en muchísimo tiempo), decisivamente condicionado por el gravísimo conflicto surgido en Francia con motivo del affaire Dreyfus, y que culminó con la prohibición de la enseñanza a las órdenes religiosas, la disolución de muchas de éstas, la expulsión de Francia de varios miles de religiosos y la total ruptura, en 1905, entre la Iglesia y el Estado francés. En dos resonantes documentos, el decreto Lamentabili (3 de julio de 1907) y la encíclica Pascendi (8 de septiembre de 1907), Pío X condenó los errores de los modernistas. De éstos, Alfred Loisy (1857-1940) -sacerdote y filólogo especializado en el Antiguo Testamento, cuyos estudios le habían llevado a insinuar que la Iglesia, los dogmas y el culto supusieron una desviación del mensaje original de Jesús- fue excomulgado en 1908 (antes, en 1893, se le había privado ya de su cátedra en el Instituto Católico de París). El jesuita británico George Tyrrell (1861-1909) -que también se inició en la crítica bíblica y que, como Loisy, hacía de la fe y del simbolismo místico, y no de la teología o del dogma, la clave del cristianismo- fue apartado de su orden en 1906; el también británico, de origen austriaco, barón Friedrich von Hügel (1852-1925), amigo de Tyrrell y como él, obsesionado por la cuestión de la divinidad de Cristo, fue duramente criticado por la teología oficial. Romolo Murri fue también excomulgado en 1906; en 1910, el Papa condenó Le Sillon, cuyo dirigente Sangnier había acentuado con los años sus posiciones republicanas y su interpretación democrática del mensaje cristiano; y desde entonces hasta 1967, se exigió a todos los sacerdotes y religiosos un juramento antimodernista.

Hostil a todo lo que fuese moderno en cultura y pensamiento, enfrentado a las ideas democráticas, Pío X centró su pontificado, que había puesto bajo la divisa "Restaurar todo en Cristo", en la acentuación de las dimensiones litúrgicas del catolicismo (servicios públicos, oficios, cultos, oraciones y ceremonias). El breviario fue reformado; la música sacra cobró especial relieve; el Papa puso particular empeño en el sacramento de la comunión, especialmente de los niños; la labor misionera en Asia y África fue reforzada. Cinco espectaculares Congresos Eucarísticos, reunidos en Roma (1905), Londres (1908), Colonia (1909), Montreal (1910) y Viena (1912) pusieron de relieve la capacidad de la Iglesia católica para movilizar a la opinión y su extraordinario sentido de la solemnidad de los rituales religiosos. Las condenas del modernismo sin duda desprestigiaron a la Iglesia católica ante muchos círculos intelectuales y cultos europeos, que vieron en aquella institución y en su primer representante los portavoces de la tradición y el arcaísmo; pero, por eso mismo, la Iglesia católica había cobrado un tipo de influencia y presencia en la vida pública internacional incomparablemente superior al de cualquier otra iglesia. El protestantismo había desembocado en una teología de la crisis; el catolicismo, en una exaltación de la liturgia (pues la renovación de la teología católica tendría que esperar hasta los años 1930-50, hasta la aparición de una nueva generación de teólogos y ensayistas, entre los cuales el peso del catolicismo francés sería notable, como atestiguan los nombres de De Lubac, Gilson, Maritain, Mounier, Gabriel Marcel, Congar, Chenu, Teilhard de Chardin y otros). Como estrategia, el éxito de la opción católica fue indiscutible.

Pero era un éxito tal vez engañoso. Cuando el escritor francés Henry de Montherlant (1896-1972) decía, en los años veinte, que reverenciaba el catolicismo pero que no creía en Dios, ponía de relieve los riesgos implícitos en aquella espectacularidad litúrgica de la Iglesia católica: que su éxito fuese el producto de una fascinación únicamente estética. Porque, después de todo, la teología católica no se había planteado todavía con rigor aquel problema esencial del pensamiento moderno que era el misterio de Dios y la imposibilidad que el hombre tenía para resolverlo. Ese era un problema que, en la primera mitad del siglo XX, aún asaltó la conciencia de muchos cristianos y católicos: el drama religioso, la crisis espiritual, en que se debatió el escritor español Miguel de Unamuno, como revelaba su obra La agonía del cristianismo (1925), podía ser buena indicación de ello.

Cuando el filósofo británico Bertrand Russell disertaba en 1927, en una de sus más famosas conferencias, sobre el tema Porqué no soy cristiano estaba expresando no sólo lo que le estaba aconteciendo a él, sino sintetizando, además, una reacción cada vez más extendida. Porque Russell vino a decir algo que parecía extremadamente razonable, y lo decía en un estilo sereno y mesurado, probablemente más convincente que las dudas agónicas al estilo Unamuno: su tesis era que, con la ayuda de la ciencia, el hombre estaba comenzando a entender las cosas y que, por ello, pronto la Humanidad no tendría necesidad de ayudas imaginarias, de aliados celestiales, de religión, en una palabra, que creía nacida del miedo a lo desconocido; y pensaba que el mundo sería, así, un lugar habitable, mejor y más libre.