Época: Desafío al liberalis
Inicio: Año 1870
Fin: Año 1914

Antecedente:
Apogeo de los nacionalismos

(C) Joaquín Córdoba Zoilo



Comentario

En Rusia, los acontecimientos fueron, tal vez, menos complicados. Los nacionalismos polaco, lituano, estonio, letón, georgiano, armenio, ucraniano y finlandés se recrudecieron también, como en el caso húngaro, como reacción ante la política uniformizadora del zarismo, que se intensificó sobre todo a partir de la década de 1880. La rusificación fue, en parte, resultado de la afirmación del nacionalismo ruso, impulsado por los círculos tradicionalistas, burocráticos y militaristas de la Corte y de la Iglesia ortodoxa, y por sectores que veían en un Estado unitario y centralista la clave para la modernización de Rusia. Pero también en parte, fue expresión de las teorías paneslavistas (unión de todos los pueblos eslavos bajo una monarquía universal rusa) que, desde las décadas de 1850-60, tuvieron relativa vigencia en la propia Rusia -entre la intelligentsia eslavófila- y entre grupos eslavos (checos, serbios, búlgaros) de los Imperios austro-húngaro y otomano. Aunque la rusificación -que consistió en la imposición del ruso como lengua oficial y la prohibición del uso de lenguas y dialectos locales en escuelas, tribunales y actos religiosos- pareció vencer las dificultades que suscitó en Letonia, Estonia, Lituania, Armenia, Georgia y Ucrania, regiones donde el nacionalismo era débil, encontró, en cambio, fuertes resistencias en Polonia y Finlandia. Sobre todo, hizo inútil otras políticas de atracción promovidas por las autoridades rusas como, en el caso de Polonia, la reforma agraria de 1864 y la posterior política de industrialización del país; y, en el caso de Finlandia, como la acuñación de moneda propia (1860) y la creación de un Ejército finlandés (1878).
En Polonia, los efectos de aquella política fueron decisivos: la rusificación hizo del nacionalismo polaco, previamente limitado a la nobleza y a pequeños núcleos de intelectuales, un movimiento ampliamente popular, fuertemente apoyado por la Iglesia católica (uno de los principales obstáculos, precisamente, al asimilismo ruso y ortodoxo). Parte del nacionalismo polaco -aglutinado en torno al Partido Nacional Demócrata creado en 1897 y dirigido por Roman Dmowski (1864-1939)- apostó ocasionalmente por una política de acomodación a Rusia con la aspiración de lograr la reintegración de las Polonias rusa, prusiana y austríaca en una Polonia autónoma dentro del Imperio zarista. Pero otra parte, liderada por el Partido Socialista Polaco, creado en la clandestinidad en 1892 y uno de cuyos líderes desde el exilio fue Jozef Pilsudski (1867-1935), optaría por la vía revolucionaria e insurreccional como única estrategia hacia la independencia.

Polacos y finlandeses vieron en la derrota rusa en la guerra ruso-japonesa de 1904-05 y en la revolución de 1905 que le siguió, la oportunidad para presionar en favor de sus reivindicaciones nacionales. Rusia reconoció el derecho de los polacos al uso de su lengua e hizo numerosas concesiones en materia religiosa a la Iglesia católica. Los nacionaldemócratas de Dmowski lograron notables éxitos en las elecciones a las Dumas imperiales de 1906 y 1907 (en las que también los ucranianos lograron importante representación). Pero Polonia no logró la autonomía. Incluso, al cabo de unos pocos años, el régimen zarista retomó, allí y en las otras nacionalidades del Imperio, la política de represión y rusificación. Finlandia fue la excepción: vio como el Zar restablecía las libertades finlandesas y aceptaba la creación de un régimen ampliamente democrático en el gran ducado. Desde 1906 Finlandia tuvo sufragio universal masculino y femenino, lo que hizo que, a partir de ese año, el partido social-demócrata, creado en 1903, emergiese como la principal fuerza política de la región.

El nacionalismo fue, igualmente, factor determinante en la evolución del Imperio otomano. Primero, porque ello dio lugar a lo largo del siglo XIX a la independencia de Grecia, Serbia, Rumanía y Bulgaria (independiente de facto desde 1878, aunque no de iure) y a la pérdida de Bosnia-Herzegovina (1878), Túnez (1881), Egipto (1882) e importantes territorios en el Cáucaso y en los Balcanes. Segundo, porque la permanente crisis política, militar y financiera del Imperio -el "enfermo de Europa", como lo llamó el zar Nicolás I- provocó la aparición a partir de los años 60 del siglo XIX de un nacionalismo turco occidentalista, liberal y reformista, que veía en la creación de un Estado unificado, secular, constitucional y centralista, de un Estado nacional moderno, la única posibilidad de salvación y reconstrucción del mundo otomano.

El intento reformador de Midhat Bajá de 1876-77 -que había cristalizado en la Constitución de 1876, que proclamó la indivisibilidad del Imperio e introdujo las libertades individuales y el régimen parlamentario- resultó fallido. Y el sultán, Abdul Hamid II (1876-1909), restableció el poder absoluto aunque, alertado por los acontecimientos, impulsó la turquificación del Imperio, e incluso inició una tímida modernización del mismo centrada en la construcción de ferrocarriles.

Pero el descrédito y la debilitación continuaron. La sublevación pro-búlgara en la Rumelia oriental provocó la guerra serbio-búlgara de noviembre de 1885 y una nueva crisis oriental de la que salió reforzado el nacionalismo búlgaro. La insurrección armenia de 1895-98, durísimamente reprimida por los turcos, agravió a la opinión mundial. La proliferación, a partir de mediados de los años 90, de acciones terroristas en Macedonia provocadas por las distintas facciones nacionalistas (probúlgaras, proserbias y progriegas) hizo que, en 1903, Rusia y Austria impusieran a Turquía la creación de una gendarmería mixta musulmana-cristiana para la región, con oficiales extranjeros a su frente. El levantamiento pro-griego en Creta de mayo de 1896 dio lugar a una guerra greco-turca al año siguiente: el descrédito que todo eso provocó hizo resurgir el nacionalismo reformista y constitucional turco.

El movimiento de "los jóvenes Turcos" -en el que militaban, sobre todo, exiliados, estudiantes revolucionarios y jóvenes militares nacionalistas-, exiliados, heredero del espíritu y las ideas del 76, renació a partir de 1896. En 1907, se constituyó en Salónica el Comité para la Unión y el Progreso, organización clandestina que aglutinaba a los distintos grupos de la oposición al Sultán y que incluía representantes de las minorías no-turcas. En julio de 1908, ante los rumores de que Rusia y Gran Bretaña planeaban el reparto de Turquía, oficiales del Ejército estacionado en Salónica, vinculados al Comité, se sublevaron, y el 24, impusieron a Abdul Hamid la restauración de la Constitución de 1876.

Los hechos de 1908 (y sus secuelas) evidenciaron todo el potencial transformador y desestabilizador del nacionalismo. Como acabamos de ver, el nacionalismo de los jóvenes oficiales turcos provocó un cambio revolucionario en el Imperio otomano. Como respuesta, Bulgaria proclamó de inmediato -5 de octubre- la independencia, y Austria-Hungría, la anexión de Bosnia-Herzegovina. Ésta, a su vez, provocó gran preocupación en Rusia, irritación en Serbia e indignación y tensión en el interior de la propia provincia anexionada: los grupos clandestinos más radicales del nacionalismo pro-serbio -como el Movimiento de los jóvenes Bosnios o la Mano Negra- recurrieron desde entonces con frecuencia creciente a la violencia y al terrorismo.

Más todavía, la revolución turca de 1908 estuvo muy lejos de resolver los problemas de la unidad del Imperio y de su organización territorial. Las diferencias entre las nacionalidades no-turcas y el nacionalismo de los militares turcos se hicieron evidentes desde que se reunió el Parlamento en diciembre de aquel año. A partir de 1909, estallaron rebeliones nacionalistas en Armenia, Albania, Kurdistán, la Siria cristiana e incluso en Yemen. Los jóvenes Turcos -que en abril de 1909 habían logrado aplastar un intento de golpe de Estado de militares reaccionarios partidarios de Abdul Hamid, que sería depuesto por ello- fueron abandonando los ideales de 1908 y refugiándose en políticas cada vez más abiertamente nacionalistas (entre otras razones, por la intensa presión internacional que se abatió sobre el país). En efecto, entre septiembre de 1911 y agosto de 1913, Turquía fue tres veces a la guerra: en 1911, contra Italia, que le había reclamado Libia; en octubre-diciembre de 1912 y febrero-mayo de 1913, contra Bulgaria, Serbia, Grecia y Montenegro que habían exigido reformas en Macedonia; en junio de 1913, contra Bulgaria, sí bien esta vez en alianza con rumanos, griegos y serbios, y de nuevo por las diferencias entre los distintos países balcánicos en torno a Macedonia y Tracia.

Los resultados fueron nefastos para Turquía: perdió Libia y la mayor parte de sus territorios europeos; Albania fue creado en 1913 como nuevo Estado independiente. La situación interna resultó insostenible. El 23 de enero de 1913, los jóvenes Turcos, encabezados por Enver Bey, dieron un nuevo golpe de Estado: un régimen militar ultra-nacionalista se hizo cargo del país y, durante la Guerra Mundial, alineó a Turquía al lado de Alemania y de los poderes centrales.

En suma, en Hungría y Rusia, los nacionalismos de Estado habían provocado la reacción de los nacionalismos de las nacionalidades. En Austria, la confrontación entre los nacionalismos austro-alemán y checo había hecho fracasar un régimen potencialmente multinacional. En el Imperio otomano, la debilidad del Estado central ante los nacionalismos eslavos había estimulado la aparición del nacionalismo turco. De una manera u otra, el crecimiento del nacionalismo hizo del centro y del este de Europa -ya se ha visto- un foco de inestabilidad y de permanentes tensiones.