Comentario
Planteados los problemas que le interesan, Praxíteles buscará, en los años en torno al 360 a. C., su solución. Efectivamente, es en este periodo donde se sitúan sus dos obras más creativas y nuevas, las que le dan su significado y su puesto de honor en el arte griego.
Una de ellas es la Afrodita Cnidia, obra cuya fama atraviesa todo el mundo antiguo entre poemas y alabanzas. El asombro que su belleza causó fue tal que, pese a su condición de imagen de culto, se pensó enseguida en su contemplación estética: situada en el centro de un templete redondo -conocemos su reproducción en la Villa de Adriano en Tívoli-, los visitantes le daban la vuelta por completo. Sin embargo, se trata de una obra concebida, como todas las de Praxíteles, según un punto de visión principal. Contemplada desde él, la diosa se inclina un poco hacia adelante y hacia un lado, acentuando así el instintivo gesto de cubrirse al salir de las aguas.
Por desgracia, ninguna de las numerosísimas copias llegadas hasta nosotros le hacen justicia: es lo que suele ocurrir cuando los originales eran de mármol; mientras que los bronces -como el Sátiro Escanciador, sin ir más lejos- podían ser recubiertos de barro o yeso para obtener moldes y trabajar con ellos, las esculturas en piedra, delicadamente pintadas, no podían tocarse, y por tanto era imposible reproducirlas con exactitud mecánica. Aun así, si nos centramos en algunas copias -las hay magníficas- de su cabeza, y las suponemos barnizadas de cera transparente (la gánosis, que fundía todos los colores aplicados a una obra), con los ojos finamente coloreados y brillantes hasta obtener ese aspecto ensoñador y húmedo (hygrós) tan apreciado por entonces, podremos imaginar la impresión que tal obra causaba, y en qué consistía la cháris o gracia que dio fama a Praxíteles.
Pero además, y sobre todo, nuestro autor había creado, por fin, algo nuevo en el arte helénico: una Afrodita absolutamente desnuda, y, a la vez, el primer ideal de un cuerpo femenino basado precisamente en una anatomía femenina, y no, como en la época de Pericles, en una estructura corpórea de varón.
Junto a esta obra, merece su puesto de honor otra de iconografía difícil de explicar: se trata del Apolo Sauróctono. ¿Por qué el dios, jovencillo, se entretiene despreocupadamente en matar un lagarto? Sería una burla pensar en una versión diminuta de la serpiente Pitón, y no parece que Apolo, defensor contra todas las plagas campestres, desde los lobos hasta las langostas, tuviese mucho que hacer contra animal tan inocente.
Sea como fuere, la obra es de una novedad plástica impresionante. El suave torso, por vez primera en la estatuaria griega, se desequilibra hasta no poderse sostener por sí solo: la ondulación del cuerpo, estructurada sabiamente por Policleto, y que en la Amazona de Berlín estaba a punto de perder su estabilidad, ahora ya se deshace en una bella curva continua, la curva praxitélica, que un árbol debe soportar. Y el propio árbol, por lo demás, añade, con su lagarto, una dimensión nueva a la estatua: Apolo aparece idealmente inmerso en un paisaje idílico, resumen ideal de los felices campos del Olimpo donde viven los dioses su eternidad placentera. Jamás hasta entonces la absoluta felicidad divina, ésa que le hará decir a Epicuro que los inmortales, para conservarla, se desentienden por completo de los hombres, había sido plasmada de forma tan directa y espontánea. Quien se empeñe en ver en esta obra sólo amaneramiento decadente, sin duda se quedará sólo en la superficie de un profundo enfoque religioso.
Y Praxíteles mantendrá ese enfoque toda su vida, acaso porque coincidía con el gusto de quienes le hacían encargos: Sátiros, Afroditas, dioses jóvenes, la cazadora Artemis, componen el feliz repertorio de su fecunda obra.
Con la realización de la Afrodita Cnidia y del Apolo Sauróctono se puede decir, sin embargo, que Praxíteles había logrado cuanto ansiaba su creatividad: aún le quedaban varias décadas de vida -posiblemente murió algo antes del 330 a.. C.-, pero ya se limitaría, sencillamente, a explotar sus bien recibidos hallazgos. Sólo le interesarán problemas nuevos en aspectos muy parciales, por ejemplo cuando se enfrasque en las complejas telas de la Artemis Brauronia de la Acrópolis (cuya bella copia es la Diana de Gabies), o cuando intente dar más plasticidad a alguna cara (en el Sátiro en reposo, o en el llamado Eubuleo, si es obra suya), o cuando, como en el Apolo Liceo, desee conferir a la divinidad una grandeza desusada.