Comentario
La fecundidad de esta idea básica se reveló muy pronto en la propia Pérgamo. Atalo I y sus sucesores, además de los miembros de la corte, llenaron literalmente de exvotos el santuario de Atenea de su capital y, además, encargaron otros conjuntos semejantes para varios lugares de Grecia: los recibió Delos, los recibió, sobre todo, Atenas, en cuya acrópolis se colocó un grupo numerosísimo de esculturas. Para ello, es muy probable que se fuesen sucediendo distintos equipos de artistas, y hoy el fruto que permanece de tan abundante trabajo son las bases de las estatuas, halladas en Pérgamo, con sus dedicatorias, y unas cuarenta copias distintas de galos, amazonas, sirios y gigantes heridos o muertos, que pueblan con sus doloridos cuerpos nuestros museos y esperan a quien tenga la audacia de analizarlos y ordenarlos.
Lo que sí parece claro es que, de todo este repertorio, deben atribuirse a la época de Atalo I al menos las dos obras de mayor tamaño, que son también las más directas y cargadas de vida; nos referimos, claro está, a los originales de esas magníficas copias que conocemos como el Galo Ludovisi y el Galo Capitolino (también llamado Galo moribundo). Ambas son construcciones magníficas, cuyo análisis anatómico se funde con un perfecto cruce de diagonales, y ambas se estructuran en forma netamente piramidal, como si ello constituyese un principio estético básico para sus autores.
Pronto se ve, sin embargo, que, a la hora de la realización concreta, el autor del Galo Ludovisi se muestra mucho más abstracto, más teórico. Logra una obra muy rica en puntos de vista, y sorprendentemente variada para quien gira en torno a ella, pero busca el efecto dramático de forma teatral, mediante grandes gestos, limitando en cambio su ambientación etnográfica a detalles superficiales, como de guardarropía (vestimenta, bigote, etc.).
Por el contrario, el Galo Capitolino se dobla lleno de dolor, recogido, estoicamente silencioso, y, tras sus bellas líneas clásicas, revela el pormenorizado estudio de un cráneo braquicéfalo, de una musculatura correosa, hecha con el trabajo y no con la gimnasia, de unos gestos torpes de guerrero brutal. Ciertamente el torques, el escudo y la trompeta larga y curva aluden a su raza, pero aquí no serían siquiera necesarios para la identificación. Es lástima que no sepamos quien fue el autor de tan bella obra: acaso se deba pensar en Epígono, al que las fuentes atribuyen un Trompetero; también le atribuyen una madre muerta con un niño que la acaricia, y que podría ser el prototipo de una Amazona muerta del Museo de Nápoles: al fin y al cabo, sabemos de esta escultura que, antes de ser restaurada, tenía un niño al lado...
Aunque ignoremos cómo se repartieron las obras los distintos miembros de la Primera Escuela Pergaménica, y por tanto sea mera hipótesis la atribución del Galo Ludovisi a Antígono de Caristo, lo que sí podemos afirmar es que, entre todos, crearon un estilo peculiar, con sus estructuras piramidales, con su mezcla de realismo y retórica, con su culto a la geometría temperado por un dramatismo que puede ser teatral o, por el contrario, profundo y contenido.
Con estas bases, es relativamente fácil agrupar en torno a estos autores, y a quienes con ellos pudieron colaborar (por ejemplo, un Praxíteles que trabajó en Pérgamo hacia el 200 a. C.), cierto número de obras que denotan una sensibilidad y estilo semejantes. Es el caso, por ejemplo, del conocido grupo de Menelao portando el cuerpo de Patroclo, también llamado de Pasquino por el nombre popular que recibe una de sus copias en Roma. Siguiendo fielmente al canto XVII de la Nada cuando relata que "hallábanse cubiertos por la niebla todos los guerreros que pugnaban alrededor del cadáver de Patroclo", el escultor -algunos dicen de nuevo que Antígono de Caristo- nos muestra a Menelao con la mirada perdida, como si al esfuerzo físico del cuerpo y a la tensión de la batalla se añadiese la sensación de ceguera.
También es probable que se realizase en el seno de esta escuela, entre otros grupos escultóricos, el que representa a Marsias a punto de ser desollado por un esclavo escita, ignoramos si en presencia de alguna figura de Apolo. En efecto, en este conjunto de Marsias y el Escita nos encontramos de nuevo con el análisis de una raza no griega, la del esclavo, un asiático procedente del sur de Rusia. Pero lo más interesante es sin duda la figura del propio Marsias, capaz de encerrar su callado y bárbaro dolor tras un estudio anatómico llamado a tener una proyección gigantesca e inesperada en el arte europeo: es, en efecto, la primera vez que se analiza la musculatura de un cuerpo colgado de las manos.
Mas no todas las obras de carácter pergaménico son grupos. Entre las figuras aisladas que denotan cierta conexión con la escuela cabe citar, por ejemplo, la conocida Vieja borracha de Mirón de Tebas. Este autor, que trabajó posiblemente en Pérgamo en torno al 200 a. C., se revela, como sus compañeros, un estudioso prolijo de anatomías no clásicas -en este caso, la propia de la ancianidad-, pero les concede algo de retórico, con unas arrugas algo rígidas y convencionales, todo ello dentro de una estructura geométrica perfecta, absolutamente cónica.