Comentario
De lo que no cabe duda, desde luego, es del efecto negativo que tuvo el dominio de la República Romana en las finanzas públicas de las póleis griegas: el brutal cobro de los impuestos, las exacciones y robos por parte de los gobernadores, provocan el hundimiento de los tesoros ciudadanos. En consecuencia, los grandes edificios ven paralizadas sus obras, y en todo el Helenismo Tardío no hay prácticamente más arquitectura que la privada, que ya contemplamos al hablar de las casas de Delos, y algún edificio de escasa entidad.
Así, aparte de los últimos acondicionamientos de algún santuario, como el de Lindos, o de la construcción de templos pequeños, como los que pueden verse en la propia Delos, sin duda el monumento más digno de mención -y más por su novedad científica que por su verdadera entidad arquitectónica- es la llamada Torre de los Vientos de Atenas: se trata de la instalación de un reloj de agua y de una veleta para el viento, y fue tan curiosa que el propio Vitruvio no dejó de admirarla: "Algunos han sostenido que los vientos no son más que cuatro... Otros, con más exactitud, han dicho que son ocho, y entre ellos especialmente Andrónico Cirrestes que, como demostración, ha levantado en Atenas una torre octogonal de mármol y en cada uno de sus lados ha hecho esculpir la imagen de cada viento de cara hacia donde sopla; sobre esta torre, rematada por una pirámide también de mármol, y en su cima colocó un Tritón de bronce que en su mano derecha extendida tenía una varita y estaba dispuesto de modo que, al girar este Tritón a impulso del viento que soplara, la varita viniese a caer sobre la imagen del viento que reinaba" (Vitruvio, I, 6; trad. de A. Blánquez).
Muy distinta, en cambio, fue la situación de la escultura y la pintura, para las que no era necesario desembolsar grandes fortunas, y que podían, muy a menudo, ser objeto de compra por privados. Exvotos de santuarios, estatuas honoríficas para ágoras y foros, adornos de peristilos, podían ser comercializados en cualquier parte, y hasta imágenes de culto se enviaban a los templos de Roma para satisfacer los nuevos gustos de sus fieles.
Los romanos ricos, presa de su grave complejo de inferioridad cultural, intentaron, mediante saqueos, adquisiciones y estudio, asimilar las creaciones clásicas. Tesoros fastuosos de estatuas, cuadros y vajillas acompañaban los triunfos sobre ciudades griegas desde pleno siglo III a. C.; en el siglo II, cuando las grandes obras de la Grecia propia substituyeron a las del sur de Italia o de Siracusa en tales acontecimientos, ya parte de la aristocracia de Roma estaba preparada para recibirlas con todos los honores, o se lo proponía al menos. Inmediatamente después de su victoria sobre Perseo, L. Emilio Paulo les pidió a los atenienses un filósofo que educase a sus hijos y un pintor que conmemorase su triunfo con los pinceles; y Atenas pudo darse el gusto de enviarle a un solo hombre, Metrodoro, capaz de hacer ambas cosas a la vez (Plinio, NH, XXXV, 135).
Por esta razón, es fácil comprender que Roma, como nuevo y receptivo mercado, se convirtiese en un factor muy positivo para la producción artística griega. Y la propia forma en que se dieron los contactos influyó decisivamente también en su desarrollo. En efecto, no cabe olvidar que, llegados al Egeo, los romanos se extendieron al principio por Macedonia y la Grecia propia, dejando las riberas orientales para más tarde. Ello sin duda dirigió su interés preferentemente hacia el arte ático o peloponésico, a expensas de las escuelas asiáticas. Y las gentes empobrecidas de Atenas y sus entornos, las destinadas a convertirse en mentores de la sociedad romana, tenían unas aficiones irrenunciables desde principios del Helenismo: para ellas, el viejo clasicismo de los siglos V y IV seguía siendo un ideal perdido, modelo para las artes y para la lengua y la literatura; la arruinada Grecia continental contribuía con todas sus fuerzas a mitificar la Grecia clásica.