Comentario
Entre las grandes familias de escultores atenienses, parece que debe resaltarse la encabezada por Timárquides I, que trabaja junto a su hermano Timocles ya a mediados del siglo II a. C. Ambos colaboran en las estatuas de un Asclepio y un vencedor olímpico que nos cita Pausanias (VI, 12, 9; X, 34, 66), y pagan tributo claro al clasicismo en una Atenea que, según el mismo autor, "tiene sobre el escudo una imitación de los relieves del de la Atenea Párthenos que hay en Atenas" (X, 38, 8). Pero la obra más conocida de Timárquides I es el Apolo con la cítara que conoció Plinio en el templo de Apolo Sosiano en Roma (NH, XXXVI, 35): su copia más fiel, hoy en el Museo Británico, nos muestra una bella reelaboración, carnosa y potente, del Apolo Liceo de Praxíteles.
Hijos suyos son Policles y Dionisio, que trabajan en la segunda mitad del siglo y colaboran en la ejecución de obras destinadas también a admirarse en Roma, algunas de ellas en ese fabuloso museo que será con el tiempo el Pórtico de Octavia (Plinio, NH, XXXVI, 35). Pero sin duda, entre las varias obras conocidas de Policles, la más famosa fue el Hermaphroditus nobilis (Plinio, NH, XXXIV, 80), que debe de ser el conocido Hermafrodita desnudo y yacente llegado a nosotros en varias copias. Pocas veces el neoaticismo será capaz de aplicar con tal armonía los principios clásicos a un problema nuevo, como era un cuerpo relajado e inconsciente, destinado a ser visto desde arriba; sólo una obra de la misma época, la Ariadna dormida, que también conocemos en varias copias, una de ellas en el Prado, causa un efecto semejante, aunque en este caso enriquecido por unos pliegues de tradición pergaménica o rodia.
Policles será a su vez padre de Timárquides II o neóteros, "el joven", como él se nombraba. Sin duda ha de ser él, y no su abuelo, quien, hacia el 100 a. C., firme en Delos, junto a Dionisio -su tío-, la estatua de G. Ofelio Fero, uno de los primeros retratos conocidos en que se conjunte una cabeza realista con un cuerpo clásico (en este caso, praxitélico); esta peculiar costumbre, como es sabido, se impondrá enseguida en ambientes romanos dé la propia Italia, y el Imperio se encargará de generalizarla.
Por las mismas fechas, acaso a fines del siglo II a. C., un artista desconocido -alguien ha pensado en un Alejandro o Hagesandro, basándose en una dudosísima inscripción- realizó la que quizá sea la obra más famosa del neoaticismo: la Venus de Milo. Por encima de toda la literatura de que ha sido objeto desde su hallazgo en 1820, lo cierto es que esta escultura constituye una magistral adaptación de una obra atribuida a veces a Lisipo: la Afrodita de Capua. Posiblemente llevaba en la mano una manzana -símbolo de la isla de Milo-, pero lo principal es el modo en que el artista logró un movimiento ondulante del cuerpo, dando vida y vibración al elegante y frío esquema del siglo IV a. C. Sin duda es esa combinación de estructura clásica y realismo anatómico y epidérmico la base del aprecio popular que aún hoy conserva la Venus, a pesar del relativo desdén al que la crítica erudita la viene condenando.
Entre las obras neoáticas, hay algunas, incluso muy famosas, cuyo taller desconocemos: tal es el caso, por ejemplo, del conocidísimo Espinario, cuyo virtuosismo ecléctico es tal que logra dar aspecto clásico a un esquema realista de hacia 200 a. C., añadirle una cabeza inspirada en las de principios del siglo V a. C., y hasta hacemos olvidar, tan armónico es el conjunto, que los bucles cuelgan en sentido horizontal hacia la espalda. Es posible que esta obra ya se realizase en Roma. Al fin y al cabo, en el siglo I a. C. se incrementan de forma decisiva los talleres neoáticos instalados en la ciudad.