Época: Helenismo en Roma
Inicio: Año 150 A. C.
Fin: Año 100 D.C.

Antecedente:
El Helenismo irrumpe en Roma

(C) Miguel Angel Elvira



Comentario

Pese a su enorme éxito entre la clientela romana, lo cierto es que el neoaticismo dejaba pocas posibilidades a un artista creador. Por ello no hay que extrañarse de la supervivencia, sobre todo en el Egeo oriental, pero también en otros lugares, y hasta con clientela en Roma, de las corrientes realistas del Alto Helenismo.
El hecho es, por lo demás, perfectamente lógico si recordamos que la inclusión de Pérgamo y Rodas en el ámbito romano no supuso grandes traumas ni variaciones económicas y sociales a corto plazo. Si el realismo dominaba en ambas regiones hacia el 150 a. C., no tenía por qué desaparecer de la noche a la mañana.

Precisamente a mediados del siglo II a. C. suele fijarse una de las obras máximas de este estilo, con su puesto de honor en el Museo Nacional de Atenas: nos referimos al Jinete niño hallado en el mar junto al cabo Artemision. Se ignora el taller del que pudo salir tal maravilla de dinamismo, pero resulta difícil de olvidar este pequeño que, pese a su aspecto enjuto y feúcho, aparece dramáticamente engrandecido por su propio entusiasmo, por su vitalidad intensa y por la tensión crispada de su cara. A distancia de muchos siglos, suscita en nosotros la infinita simpatía de ese otro niño feo y realista que es el Muchacho cojo de Ribera.

Sin embargo, poco a poco se advierte que el realismo puro empieza a decaer. Acaso se empezaron a ver sus límites cuando ciertos artistas lo llevaron a sus actitudes extremas, convirtiéndolo en una reproducción casi fotográfica de la realidad: es por ejemplo lo que intuimos en ciertas esculturas de ancianos pescadores o campesinos, donde el interés del artista parece agotarse en el virtuosismo de lo pintoresco: casi parecen figuras de un belén napolitano del siglo XVIII.

Esto limitará, pero no llegará a suprimir tan fértil tendencia artística. Sobre todo en el campo del retrato, la veremos mantenerse en vigor hasta enlazar y fundirse en pleno siglo I a. C. con la retratística romana de fines de la República. Basta recordar algunas cabezas del Museo de Atenas, o la bella efigie en bronce de un muchacho que se conserva en el museo de Hiraclion, con sus facciones duras y un poco brutales, para damos cuenta de que el realismo puro tenía aún algo que decir.

Sin embargo, lo cierto es que los artistas más afectos al principio de la descripción, de la representación de lo que se ve, procuran sazonar su estilo con una cierta dosis de retórica, añadiendo en ocasiones, tanto a los retratos como a las esculturas en general, una expresividad de carácter psicológico. Ejemplo típico de esto sería la conocida Cabeza de Delos, donde el personaje representado nos quiere evocar, por encima de las calidades sutiles de sus onduladas y minuciosas facciones, la agitación intelectual de su espíritu, casi propia de un poeta inspirado.

Fuera del campo del retrato, este renovado gusto por lo expresivo, por lo barroco en suma, servirá para fundir y reforzar las dos grandes tendencias del Helenismo Pleno -la pergaménica y la rodia- y elaborar así un estilo vigoroso y sugestivo a la vez. Lo que se intenta ahora es reintroducir formas realistas en estructuras potentes, y, en muchos casos, exagerar tanto estas estructuras como el análisis anatómico. En cierto modo, se le infunde al barroco del Altar de Zeus la inmediatez realista del Fauno Barberini, y se añaden incluso musculaturas forzadas, que ya no son las de simples atletas, sino las de aficionados al culturismo. Con todos estos elementos, lo que se obtiene es un lenguaje de efecto abrumador, que entra por los ojos desde la primera mirada, y por ello muy apropiado a grandes conjuntos de aspecto monumental, magníficamente decorativos. Las figuras, casi siempre agitadas, recibirán formas abiertas, como queriendo abarcar el aire que las rodea, y atraerán inmediatamente el entusiasmo o la compasión de quien las contemple.