Comentario
La conciencia de crisis generada por la guerra mundial cristalizó en los mejores casos, como hemos visto, en una metafísica de la existencia y de la crisis del hombre contemporáneo (Heidegger, Jaspers, Ortega) y en una literatura sobre el sentido, absurdo o no, de la vida misma y del destino del hombre (Malraux, Saint-Exupéry, Céline, Sartre).
La crisis económica y social de los años treinta, provocada por el crash de 1929, planteó nuevos desafíos a la cultura occidental. Las consecuencias fueron considerables: los años treinta -escribiría el poeta británico Stephen Spender- fueron la década en que los jóvenes escritores se politizaron. Y añadía: la política de esta generación fue casi exclusivamente de izquierdas. Spender pensaba sobre todo en Inglaterra y, en concreto, en el grupo de escritores que integraron la llamada generación de Auden, esto es, en los poetas W. H. Auden, Day Lewis, Mac Neice, el propio Spender y el novelista Isherwood. Todos ellos se aproximaron a la izquierda, simpatizaron con el partido comunista, trataron de escribir literatura de alguna forma comprometida, fueron abierta y apasionadamente antifascistas y apoyaron a la República en la guerra civil española.
Y no fueron los únicos. Por primera vez pudo apreciarse en los medios intelectuales británicos, incluidas las universidades de Oxford y Cambridge, un cierto interés por el marxismo. Uno de los mayores éxitos editoriales de toda la década fue The Coming Struggle for Power (La inminente lucha por el poder), el libro del aristócrata procomunista John Strachey publicado en 1932. Intelectuales fabianos ya cargados de años como Sidney y Beatrice Webb escribían en 1935 la apología de la URSS como una nueva civilización. Hasta un intelectual laborista moderado como G. D. H. Cole se interesaría por los planes quinquenales soviéticos y abogaría para que su partido incorporara a sus programas los principios de la planificación económica. La izquierda marxistizante -en la que militaban hombres como Frank Wise, Stafford Cripps, Bevan, H. N. Brailsford y un académico como Harold Laski- había creado en 1932 la Liga Socialista como punta de lanza para la radicalización efectiva del partido. El giro intelectual a la izquierda era claro: prueba de ello fue el éxito del Club del Libro de Izquierda, creado en 1936 por Victor Gollancz, John Strachey y Harold Laski, que en poco tiempo llegó a los 60.000 miembros y algunos de cuyos folletos llegaron a vender hasta 750.000 ejemplares. Dos jóvenes escritores, John Cornford y Julian Bell, los dos militantes comunistas, educados en Cambridge y miembros de familias de la alta burguesía intelectual, morirían en la guerra de España combatiendo por los republicanos; otro, George Orwell, resultaría gravemente herido en ella.
Lo ocurrido en Inglaterra no fue excepcional. La izquierdización de los intelectuales fue general. En Alemania -ya quedó dicho- ocurrió en los años veinte. En Francia, la conversión política de los surrealistas se produjo a partir de 1925, a raíz de la intervención del Ejército francés en la guerra de Marruecos. En enero de 1927, Breton, Aragon, Eluard, Pérec y Pierre Unik se afiliaron al Partido Comunista; hasta 1933 en que los surrealistas serían expulsados del PCF, el surrealismo estuvo "al servicio de la revolución", de acuerdo con el título de una de sus revistas. Muchos otros escritores franceses -Malraux, Gide, Rolland, Barbusse, Benda, Tzara, Alain, Guéhenno, Nizan, Cassou y un larguísimo etcétera- se adhirieron a la Asociación de Escritores y Artistas Revolucionarios, creada en 1932, y participaron en iniciativas como el movimiento Amsterdam-Pleyel (1932-33), la Liga de los Derechos del Hombre, el Comité de Vigilancia de Intelectuales Antifascistas (1934) y en los Congresos internacionales de Escritores para la Defensa de la Cultura (el primero, en París en 1935; el segundo, en España en 1937), iniciativas todas ellas impulsadas por hombres vinculados al partido comunista, como Barbusse y Vaillant-Couturier, e instrumentalizados por los comunistas merced al genio para la gestión publicística de Willi Münzemberg (1889-1940).
Incluso en Estados Unidos, país sin gran tradición política socialista o izquierdista, una mayoría de intelectuales se identificó con la izquierda e intentó dar a su obra un explícito contenido social. Revistas como Partisan Review y New Masses, los clubs John Reed, creados en varias ciudades a partir de octubre de 1929 y que tomaron su nombre del periodista radical norteamericano fundador del Partido Comunista y muerto en Rusia en 1920, realizaron una amplia labor de difusión de ideas revolucionarias.
No faltaron intelectuales de derecha. Lo fueron algunos tan notables como Spengler y Heidegger, Ezra Pound, T. S. Eliot, Evelyn Waugh, Ernst Jünger -el autor de Tempestades de acero (1920), uno de los libros más vendidos de la postguerra, una exaltación de los ideales caballerescos de honor, riesgo y valor-, Céline, Drieu La Rochelle -cuya gran novela, Gilles (1939), contraponía la virilidad y autenticidad de la guerra a la mediocridad e hipocresía de la vida de la Francia burguesa-, y como los italianos Gentile, Malaparte y Mario Sironi. Pero la tentación comunista fue, como hemos visto, la gran tentación de los intelectuales de los años treinta. Ello hizo que legitimaran con su apoyo causas populares y progresivas, como la causa republicana en la guerra civil española de 1936-39 (tal como ejemplificaban las grandes novelas de Malraux, La esperanza, de 1936, y Hemingway, Por quién doblan las campanas, de 1939). Pero la politización comprometió también su independencia y aún acalló en ocasiones su conciencia crítica. El silencio de la izquierda ante el estalinismo -o su complicidad con él-, las críticas agresivas contra los pocos que se atrevieron a denunciar el régimen soviético y la política comunista -como les ocurrió a Gide al publicar en 1936 su Retorno de la URSS y a Orwell, en 1938 por su Homenaje a Cataluña fueron los ejemplos más clamorosos.