Época: Inestable coexist
Inicio: Año 1945
Fin: Año 2000

Antecedente:
Desestalinización y maoísmo



Comentario

Anteriormente, se ha examinado la profunda transformación producida en la Europa del Este como consecuencia del proceso de estalinización. Probablemente, ninguno de los Gobiernos anticomunistas de esta parte del mundo encarceló y ejecutó a tantos comunistas como los ejecutivos de inspiración estaliniana entre 1949 y 1953. Pero no sólo fue la represión el rasgo definitorio de esta situación política. También la transformación de la economía nacional se sujetó a las exigencias de la URSS de Stalin.
En Checoslovaquia, por ejemplo, el porcentaje del comercio con la URSS creció del 6 al 38% del total. En todos estos países se produjo una industrialización masiva y rápida, incluso en aquellos que carecían de materias primas esenciales como el carbón y el hierro, como fue el caso de Hungría. Y, en fin, el culto a la personalidad de Stalin pobló de estatuas del líder soviético las plazas y calles de la Europa del Este: "La luz estaliniana alumbra la tierra albanesa", aseguró el líder de este país, Enver Hoxha.

La excepción estuvo constituida por Yugoslavia. A lo largo de los años del estalinismo, se había visto sometida a fuertes presiones por parte de la URSS y de la Kominform. En numerosísimas ocasiones, hubo vuelos soviéticos que pasaron por encima el territorio yugoslavo hasta Albania sin que se produjera una reacción semejante a la que había tenido lugar cuando se habían producido hechos parecidos protagonizados por la Aviación norteamericana al final de la guerra. Tito, por su parte, mantuvo un estricto control policial del país, muy semejante al del estalinismo y, en septiembre de 1949, para aliviar sus dificultades en este terreno, aceptó ayuda norteamericana.

En cuanto a la política exterior, en un principio trató de aproximarse a Grecia y Turquía, formando una especie de pacto balcánico, pero al final se decidió por un acuerdo con los países del Tercer Mundo y, de esta manera, Belgrado se convirtió en una de los centros inspiradores de la política de no alineamiento. En general, los cincuenta fueron años pacíficos en las relaciones entre las diversas entidades nacionales de Yugoslavia, por la necesidad de enfrentarse con el estalinismo; de esta manera, el motivo de una posible debilidad se convirtió en un factor importante de unidad y resistencia frente al exterior.

El partido recibió el nombre de la Liga de los Comunistas de Yugoslavia, denominación que no hubiera sido posible en otro país de esta región del mundo y que revela la tolerancia con el carácter plural de Yugoslavia. La creación de los Consejos obreros en las empresas permitió considerar que existía un tipo de socialismo especial, una especie de vía propia lejana, al mismo tiempo, de la socialdemocracia y del comunismo en versión estaliniana. Esta vía fue teorizada por Kardelj y tuvo repercusiones constitucionales, al estar una de las Cámaras compuesta por representantes de los Consejos.

Tras la muerte de Stalin, en todos los países de Europa del Este se produjeron cambios de mayor o menor importancia. Desde el primer momento, se apreció en la Kominform una propensión a modificar la política hasta entonces vigente en tres sentidos complementarios: aceptar, al menos en parte, la peculiaridad yugoslava, criticar a Stalin y exportar la dirección colectiva que se había impuesto en la URSS renovando en buena medida los equipos que desempeñaban el poder. Como los estalinianos de las democracias populares no aceptaron siempre estos cambios, este conflicto latente tendió a menudo a multiplicar las tensiones e incluso favoreció un cierto grado de "desatelización" respecto a Moscú.

La situación se complicó, porque la muerte del dictador soviético fue seguida en toda la Europa del Este por protestas de la clase obrera industrial, dispuesta a reivindicar mejores niveles de vida en cuanto se aflojara la presión sobre ella. Estas manifestaciones tuvieron lugar, por ejemplo, en Bulgaria, Checoslovaquia y Hungría, pero la protesta fue especialmente dura en Alemania Oriental. En julio de 1952, el Partido Socialista Unificado había optado por la "sistemática construcción del socialismo", es decir el fomento de la producción mediante la militarización de los trabajadores. Con ello, en el año siguiente el número de los emigrados a la zona occidental alcanzó la cifra de unas 297.000 personas.

En junio de 1953, la política del partido pareció girar de rumbo ante las nuevas circunstancias en la URSS y admitió las "aberraciones del pasado", al tiempo que prometía menos presión sobre las iglesias, más preocupación por las industrias de consumo y menor control sobre la cultura. Pero perduró otra característica definitoria del pasado. La industrialización masiva y compulsiva llevó al incremento de un 10% en las normas de trabajo, lo que implicaba mayor esfuerzo sin la contrapartida de una retribución complementaria. A mediados de junio de 1953, se produjeron en Berlín y en otras partes protestas obreras urbanas e inicialmente dirigidas en ocasiones por las propias autoridades sindicales. El movimiento fue socialista y, por lo tanto, ortodoxo, aunque acabó degenerando en ataques a edificios públicos y saqueo de tiendas.

Como es habitual aun después de la caída del comunismo, es difícil hacer un balance del resultado de los incidentes. Un cálculo reciente asegura que la intervención de las tropas soviéticas pudo causar unos 3.000 muertos y 25.000 detenciones. El número de condenados a muerte en juicios posteriores parece haber sido reducido, unos cincuenta. A continuación de los acontecimientos, el Partido Socialista Unificado hizo una profunda purga que supuso la renovación de un tercio del Comité Central, suprimió la exigencia de multiplicar el esfuerzo de trabajo y consiguió el abandono de las fuertes reparaciones de guerra por parte de los soviéticos que recaían sobre las espaldas de los alemanes orientales.

Por el contrario, hubo, además, préstamos soviéticos y se establecieron nuevas bases más igualitarias para relaciones entre la URSS y la Alemania oriental que, en adelante, ya no volvió a ser tratada como un objeto de intercambio en la política exterior de la URSS. Lo sucedido en Berlín tuvo una profunda repercusión en la política interna soviética, pues sus compañeros de dirección acusaron a Beria de haber mantenido una política excesivamente liberal con las consecuencias ya descritas. A pesar de la aparición de esta conflictividad, los relevos en la dirección política de la Europa del Este fueron produciéndose desde junio a octubre de 1953.

En Checoslovaquia, se vieron facilitados por la muerte de Gottwald pero la dirección, no obstante, siguió siendo estalinista, aunque de carácter colegiado; la presidió un dirigente de esta significación, Novotny. En Hungría, el estalinista Rakosi tuvo que compartir con Imre Nagy como presidente del Consejo una situación complicada y conflictiva que, al poco tiempo, acabó con la marginación del segundo. En Rumania, Gheorgiu Dej mantuvo el estalinismo, pero, al mismo tiempo, inició una vía nacional que se consolidaría con el transcurso del tiempo. En Bulgaria, Chervenkov perdió el poder sobre el partido, lo que fue el antecedente de su posterior marginación. Hoxha lo mantuvo y este hecho estuvo en el origen de la opción por una senda específica dentro del mundo comunista europeo.

Una vez la nueva dirección soviética se concentró en Kruschev, se dibujó ya una política soviética más precisa con respecto al conjunto de los países de la Europa del Este. El nuevo dirigente supuso de entrada un relajamiento de la presión política, pero también una mayor insistencia en la política de industrialización y defensa. Un rasgo muy característico suyo fue, en efecto, que, al mismo tiempo, propició una coordinación económica y también militar entre los países de la Europa Oriental a través del COMECON y del Pacto de Varsovia. El primero de estos organismos, de carácter económico, en realidad no se había puesto en funcionamiento hasta el momento, mientras que el segundo, nacido de un acuerdo suscrito en mayo de 1955, implicó el mantenimiento de la presencia del Ejército soviético en países como Hungría, que hubieran debido estar libres de ella después de la firma del Tratado de Paz con Austria.

Para el cumplimiento de su política respecto a Europa del Este, Kruschev necesitaba líderes más populares y una relajación general del antititismo. En junio de 1955, acompañado de Bulganin y de Mikoyan, visitó Belgrado y se firmó una declaración señalando el deseo de mantener una política de no interferencia en los asuntos de otros países. En realidad, Kruschev sólo estaba dispuesto a reconocer la independencia de los países que hubieran conquistado por ellos mismos y hubiera deseado que Tito siguiera mucho más puntualmente la evolución que quería la URSS.

Los yugoslavos, por su parte, interpretaron que los soviéticos admitían el policentrismo y, por tanto, que ellos habían triunfado tras su dura resistencia frente a Stalin. El teórico oficial Kardelj siguió, sin embargo, atacando a los soviéticos, pero eso no implicó en absoluto una actitud liberalizadora. Cuando uno de los dirigentes comunistas yugoslavos, Milovan Djilas, atacó en un libro publicado en Estados Unidos a la Nueva clase dirigente en los países comunistas, se emplearon contra él procedimientos represivos semejantes a los estalinistas.

En realidad, el paso definitivo hacia la desestalinización no se produjo hasta el XX Congreso del PCUS y la intervención de Kruschev en contra de Stalin. Fue tan sólo la dirección política de Yugoslavia la que recibió con satisfacción estas noticias, que confirmó cuando en una visita a la URSS -en junio de 1956- de nuevo quedó ratificada la tesis del policentrismo. Tito, al mismo tiempo, siguió atacando a los "pequeños Stalin" de la Europa del Este mientras que, en el momento decisivo, no estuvo por la ruptura con el sistema estalinista ni con la dependencia de Moscú. Para todos estos países, el cambio de la política soviética respecto a Yugoslavia implicaba un giro político de primera magnitud, porque su legitimidad en buena medida se fundamentaba en el repudio de Tito. Pero, además, a ello se añadió la denuncia de Stalin y la posibilidad de la coexistencia pacífica. Incluso, como para señalar la ruptura con el pasado, la Kominform fue abolida en 1956.

Todo este nuevo panorama dio lugar a un situación muy peculiar, que produjo una profunda conmoción en dos países del área -Polonia y Hungría- con un resultado final distinto en cada una de ellos. No obstante los ingredientes que la causaron en estos dos países se dieron, en mayor o menor grado, en el conjunto de la región. El reverdecer del nacionalismo, una "intelliguentsia" insatisfecha, los problemas por el nivel de vida, la desorientación del liderazgo ante los cambios soviéticos y la existencia de una clase dirigente alternativa fueron otros tantos factores de importancia en la aparición de tensiones políticas.

Todos estos factores se combinaron de diferentes formas, según los países, predominando unos u otros. Sólo en Hungría y Polonia se dieron todos a la vez, quizá porque en estos dos países se daban condiciones muy peculiares. En Hungría las purgas habían sido especialmente brutales durante la etapa estalinista y tenía cerca a Yugoslavia y Austria como posibles modelos alternativos. Polonia disponía a su favor de un peso demográfico y una tradición de resistencia que disuadía de intervenciones exteriores pero, al mismo tiempo, dependía más de los soviéticos para mantener sus fronteras respecto a Alemania. Los acontecimientos más importantes se produjeron en Hungría, pero no pueden entenderse sin los previos antecedentes polacos.

En los acontecimientos de octubre de 1956 en Polonia jugó un papel decisivo el nacionalismo, una fuerza omnipresente en la Historia polaca: el propio ministro de Defensa era un mariscal soviético que hablaba muy mal la lengua del país. Pero no era ése el único problema que tenía el comunismo polaco. El nivel de vida no sólo no mejoraba sino que, por el contrario, tendía a empeorar: en 1955, la renta real estaba un 36% por debajo de la de 1949. Los intelectuales defendían un socialismo diferente, con vuelta a las fuentes del marxismo-leninismo, hostilidad a la censura y al realismo socialista y con un rostro inequívocamente polaco. Esto último les pudo hacer confiar en Gomulka como dirigente nacional-comunista que había sido condenado a tres años de cárcel en la época estaliniana. Al mismo tiempo la Polonia de esta época parece haber estado más abierta a influencias occidentalizantes que otros países del área: lo prueba el éxito de la novela americana, del jazz, de los blue jeans y del teatro satírico.

En abril de 1956 un nuevo líder, Ochab, representante de una línea parecida a la de Kruschev, puso en marcha una amnistía que supuso liberar de la cárcel a unas treinta o cuarenta mil personas. Al poco tiempo, por vez primera en un Parlamento de un país del área soviética, se produjo una discusión a fondo en el Parlamento (en esta ocasión sobre el aborto). La difusión de la intervención de Kruschev en el Congreso del PCUS tuvo una especialísima importancia. difundiéndose más copias de las permitidas, lo que permitió que la noticia de lo ocurrido en Moscú llegara hasta Occidente.

Todo cuanto antecede debe considerarse como el caldo de cultivo del estallido posterior que, como en el caso de Berlín, estuvo motivado en las duras condiciones de vida de la clase trabajadora. Los incidentes se produjeron, a partir de junio de 1956, en Poznan con manifestaciones que pedían, aparte de las reivindicaciones sociales, "paz y libertad", la expulsión de los rusos y la liberación del cardenal Wyszinski. Pronto una marcha de protesta degeneró en violencia y en el asalto a una prisión con un total de cincuenta y cuatro muertos. Los soviéticos parecen haber optado en un primer momento por medidas puramente represivas, pero una parte de la dirección del partido optó por una solución de apertura que, de hecho, consiguió encauzar más plenamente que la violencia una situación potencialmente explosiva. Readmitiendo a Gomulka en el Partido Comunista y tolerando que pudiera llevar a cabo el programa que con anterioridad había intentado se evitó un estallido semejante al que luego se produjo en Hungría.

Pero todo esto no sucedió sin dificultades graves. Los soviéticos llegaron a estar tan preocupados que Kruschev pidió que se interrumpieran las reuniones de la dirección del partido polaco. Una importante delegación presidida por el propio secretario general del PCUS visitó Varsovia. Tras unas tensas conversaciones con la dirección polaca, al mismo tiempo que las tropas soviéticas se movían en la frontera, Kruschev acabó aceptando que Gomulka se hiciera cargo de la dirección del partido. Las rápidas concesiones que éste hizo en materia religiosa -liberación del cardenal primado, por ejemplo- le permitieron controlar la situación al mismo tiempo que testimoniaban que existía una cierta capacidad de maniobra en el caso del comunismo polaco, siempre que tuviera un mínimo de especificidad.

Gomulka parece haber pensado que era mejor un reformismo suave que la invasión soviética y consiguió convencer de ello al partido. En consecuencia, durante su etapa de mandato fue posible introducir una cierta autonomía en los contactos con Occidente, alguna tolerancia en materia cultural, liberalización en la Dieta o Parlamento y reformas económicas que suponían una cierta descolectivización en el campo.

En Polonia, por tanto, el Partido Comunista mantuvo una línea propia al mismo tiempo que evitaba romper con la URSS, la cual garantizaba su seguridad exterior. La clase obrera, por otra parte, no tuvo una estrategia o una dirección que hicieran posible su triunfo o, por lo menos, la conquista de una cierta autonomía. Pero, con el paso del tiempo, Gomulka se descubrió mucho menos prometedor que lo que se había pensado. A comienzos de los sesenta habían desaparecido gran parte de los cambios revisionistas. Nunca, sin embargo, hubo un nuevo ataque al mundo católico y de hecho se permitió una Universidad de esta significación, hecho inimaginable en otro país. Tampoco se volvió a intentar la colectivización rural como en el pasado. De esa manera se puede decir que, al menos en algún grado, Polonia ya había conquistado un principio de autonomía.

En la evolución de Hungría es posible percibir una especie de relajación de la presión del estalinismo que luego se frustró volviendo al punto originario. Como en Polonia, existían quejas fundamentadas en contra de la presencia rusa y de la explotación de sus recursos económicos: la bauxita que, en teoría, se extraía en sus minas para ser exportada a la URSS era, en realidad, uranio del que se podía haber logrado una venta mucho mejor en el mercado internacional. La agricultura dependía también de los intereses soviéticos y los campesinos obtenían escasos beneficios individuales por sus cosechas.

En un principio la desestalinización pareció obtener un rápido éxito que luego se demostró ficticio. Rakosi, siguiendo los deseos de Moscú, aceptó dejar el puesto de primer ministro a Nagy que era un comunista irreprochable que había pasado la Guerra Mundial en Moscú y no había criticado la etapa estalinista. No era judío como la mayor parte de la dirección comunista húngara y su talante era más bien el de un intelectual que el de un político. Nagy prometió una relajación general de los controles y una economía orientada hacia el consumo y pronto desplazó de la dirección política a los más estalinistas. Pero los acontecimientos de Berlín hicieron que Rakosi recuperara el poder mientras Nagy trató de ampliar sus apoyos a base de proponer la creación de una especie de frente popular, es decir, una fórmula de colaboración de los comunistas con otras fuerzas políticas.

En principio, sin embargo, fue derrotado. Rakosi triunfó en 1955 y logró la sustitución de Nagy por Hegedus. En realidad, Nagy sufrió el mismo destino que Malenkov pero no se retractó nunca de la política que había defendido y quedó, por tanto, en la reserva, como una especie de Gomulka húngaro. Tras su victoria, la política que siguió Rakosi, a pesar de las instrucciones de Moscú, fue por otra parte de pura y simple vuelta al estalinismo con el principal apoyo de la policía política. Pero todo iba en su contra en el propio mundo soviético donde parecían predominar las vías nacionales hacia el socialismo o la idea de la coexistencia. Además, los húngaros guardaban el recuerdo de la fase en que Nagy había estado en el poder, más como una promesa que por ser capaz de proponer una alternativa precisa. También Tito, el nuevo amigo de Kruschev, se expresó en términos muy duros acerca de Rakosi.

Éste tuvo que mostrar una apariencia distinta del estalinismo aunque tan sólo fuera por motivos tácticos. Una pequeña concesión en el campo cultural, la creación del círculo Petofi, se convirtió en el preludio intelectual de la revolución, llevando a cabo importantes debates políticos con reivindicación de la autonomía de los centros de producción y protestas contra la policía y el estalinismo. Otra, la admisión de la inocencia de Rajk, acusado en otro tiempo por Rakosi, acabó por liquidar la legitimidad política de éste. La presión de otros medios intelectuales sirvió para deteriorarle pero la expulsión definitiva, tras haber intentado una purga de Nagy y sus seguidores, se produjo finalmente como consecuencia de la directa intervención política soviética.

De momento el liderazgo pasó de Rakosi a Gerö, que había sido coronel del Ejército soviético, lo que hería los sentimientos nacionalistas. En realidad, por tanto, el cambio tuvo lugar en un sentido contrario al deseado por la población, que lo interpretó como un empeoramiento. Pero de nuevo la intelectualidad jugó un papel decisivo. En septiembre de 1956 una manifestación, que auspiciaron esos círculos culturales, para conmemorar la ejecución de generales húngaros por los rusos en 1848, reunió a un cuarto de millón de personas. Los restos de Rajk fueron objeto de un homenaje después de ser vueltos a enterrar de forma solemne y Nagy fue readmitido en el partido, del que había sido expulsado en octubre.

Ese mismo mes, como sucede en tantas otras ocasiones cuando una protesta ha sido iniciada por los intelectuales, los estudiantes tomaron su relevo. El 23 de octubre, una manifestación pacífica organizada por una asociación estudiantil creada de forma espontánea, se dirigió a la estatua del general polaco Bem que había combatido a los rusos en favor de los húngaros. Como se puede constatar, lo que ocurría en la nación vecina jugó un papel de primera importancia en los acontecimientos. La manifestación ni había sido organizada por los seguidores de Nagy ni iba dirigida contra el partido pero de forma espontánea aparecieron banderas nacionales a las que se le había quitado el símbolo identificativo de la democracia popular de inspiración soviética y se produjo el derribo de una estatua de Stalin que había sido fundida con otras de reyes húngaros. Rakosi fue insultado y Nagy trató vanamente de calmar a los manifestantes que se indignaron de que les tratara como "camaradas". La indecisión de las autoridades contribuyó a que la protesta creciera en envergadura.

A ella se sumó un juicio por completo errado de la situación. Gerö hizo una declaración por radio que multiplicó la exasperación popular. Las protestas ante el edificio que la alojaba acabaron con la toma de la emisora. El 24 de octubre Budapest estaba en una situación de completo descontrol agravada por el hecho de que ni el Ejército ni las fuerzas del orden húngaras parecían dispuestas a intervenir; cuando lo hizo la policía política el resultado fue todavía peor. Gerö y el embajador Andropov llamaron a los soviéticos que ese mismo día actuaron en las calles de Budapest pero con efectivos insuficientes. Conscientes de la gravedad del momento los soviéticos entonces colocaron al frente del Gobierno y el partido a Nagy y Kádar, respectivamente. Quienes tomaron las armas pudieron haber sido originariamente unas dos mil personas tan sólo y, como máximo, se debió llegar a unas doce o quince mil en días posteriores. Los peores incidentes se produjeron cuando los manifestantes pidieron armas delante de determinados cuarteles o protestaron ante edificios públicos singulares como el Parlamento.

Una delegación de la dirección soviética en la que figuraban Mikoyan y Suslov vino entonces desde Moscú para tratar de encauzar la situación. Nagy, en quien estuvo durante unos días la posibilidad de tener la iniciativa política, fue prisionero de su propia indecisión y de su propia confianza en las posibilidades de un comunismo reformista. Tras alabar a los manifestantes y combatientes pidió la retirada de los soviéticos pero, con parte de sus declaraciones, quizá presionado, hizo desaparecer su imagen de un Gomulka húngaro, al mismo tiempo que creaba una profunda desconfianza en los rusos. Trató de ampliar el Gobierno hacia una fórmula de Frente Popular y admitió el multipartidismo pero no dejó claro, siquiera, que fueran a producirse unas elecciones completamente libres.

Mientras tanto, se había producido una erupción de Consejos obreros por todo el país pidiendo un sistema multipartidista, la liberación del cardenal Mindszenty y la retirada del Ejército soviético. El ideario de estos Consejos no parece haber sido en absoluto contrario al socialismo a pesar de todas estas demandas, aunque siempre optaran por una vía democrática. El número de granjas colectivas se redujo drásticamente pero no hubo propuestas inmediatas de que retornara el capitalismo. El 25 de octubre hubo una dura lucha en Budapest en la que participó el Ejército húngaro, que se había pasado en buena parte a los sublevados. Nagy anunció que negociaría con los soviéticos y aprobó los Consejos. El 28 consiguió la retirada de los soviéticos pero el verdadero poder estaba en los Consejos o en las fuerzas militares que habían combatido a los soviéticos, como Pal Maleter en Budapest. En la capital aparecieron muchos periódicos nuevos en una temprana y espontánea eclosión de la libertad de prensa.

El 31 de octubre los soviéticos decidieron intervenir presionados por su propio Ejército, por la posición de la China de Mao y por la actitud de los sectores más conservadores en Hungría o en la URSS. La acción de Suez parece haber contribuido a hacer desaparecer cualquier duda al respecto. El 1 de noviembre se formó un nuevo Gobierno, Nagy anunció la retirada de Hungría del Pacto de Varsovia declarando la neutralidad de la nación y pidió ayuda a la ONU. Si adoptó esta actitud fue probablemente porque ya era consciente de que una nueva invasión soviética era inminente. De hecho Kádar, un hombre del aparato comunista que había sufrido tanto o más que Nagy en la peor época estalinista, se había pasado ya a los soviéticos. Andropov pidió dos delegados para preparar la definitiva retirada soviética y fueron detenidos; uno de ellos fue Maleter. El 3 de noviembre 6.000 tanques invadieron Hungría y en pocas horas dejaron aislada Budapest. La resistencia duró hasta el diez de noviembre en la isla de Csepel, en el entorno industrial de Budapest, pero las posibilidades de enfrentarse a los soviéticos eran realmente nulas. Nagy y sus seguidores se encerraron en la Embajada yugoslava el día 4; se le prometió poder salir, pero cuando lo hizo fue enviado a Rumania donde fue detenido y, a los dos años, tras un largo juicio, fue ejecutado. Los yugoslavos protestaron luego por lo sucedido pero Tito, que condenó la primera intervención soviética, no puso reparos a la segunda. Ni Nagy ni ninguno de sus seguidores admitió culpabilidad alguna como consecuencia de los acontecimientos. Al menos eso se ganó con respecto a la etapa estaliniana.

El caso de los dirigentes no fue, como es lógico, el único en lo que atañe a la represión. Se ha calculado que unas 350 personas fueron ejecutadas, lo que, con los muertos en combate, sumaría unos 3.000 muertos húngaros. La mayor parte de los primeros eran obreros jóvenes sin particular significación política. Unas 200.000 personas huyeron al extranjero al permanecer la frontera prácticamente abierta durante los días de los acontecimientos. La magnitud de la cifra se aprecia teniendo en cuenta que equivalía al 2% de la población total del país. Entre los que emigraron había muchas personas preparadas e incluso el 40% de los mineros; las consecuencias económicas de la revolución fueron, pues, importantes. La labor policial posterior fue exhaustiva. Unas 35.000 personas fueron investigadas, 26.000 procesadas y 22.000 condenadas; 13.000 fueron enviadas a campos de concentración. Por más que los tiempos de Stalin hubieran pasado, la magnitud de la represión prueba que los métodos eran parecidos. Hasta 1962 en la agenda de la ONU estuvo el debate sobre los acontecimientos y la represión de los mismos.

Al margen de la liquidación del proceso revolucionario conviene llegar a algunas conclusiones acerca de su contenido. La revolución fue completamente espontánea, imprevisible y carente de preparación. Los sentimientos que la animaron fueron, sobre todo, nacionales pero también democráticos pero, como ya se ha dicho, y no pareció existir ningún deseo de vuelta al capitalismo aunque sí a la propiedad privada agraria. Incluso los sectores movidos por intereses predominantemente religiosos no parecieron desear la ruptura con el socialismo. La revuelta -quizá está denominación parece más oportuna que "revolución"- puede ser considerada como la primera de carácter antitotalitario de toda la Historia. Si Polonia había demostrado que una sociedad podía permanecer viva a pesar del comunismo, Hungría, con su revolución, testimonió que el comunismo podía ser derribado, al menos durante algunos días. Su destino final resulta muy difícil de adivinar teniendo en cuenta que no pudo consolidarse. Pero situada desde el punto de vista cronológico, en el punto medio entre 1917 y 1989, de haberlo conseguido mínimamente, hubiera permitido que lo sucedido en esta última fecha tuviera lugar con antelación.

Una consecuencia indirecta de la revolución fue que, en adelante, el policentrismo de forma más o menos larvada se convirtió en la doctrina oficial del comunismo, lo que implicaba admitir, en la práctica, diferentes vías hacia el socialismo. Aunque los polacos no pudieron hacerlo presente de un modo muy claro, simpatizaron con el movimiento por más que oficialmente Gomulka lo condenara. Pero lo que produjo la proliferación de posturas diversas fue, en realidad, la pluralidad de reacciones adoptadas por las direcciones políticas de los diversos partidos. Ya conocemos la de Tito. La de los partidos de Europa del Este, embarcados en vías nacionales, fue parecida y, en cambio, muy distinta la de Mao, como tendremos la ocasión de comprobar. En este sentido puede decirse que los acontecimientos de 1956 resultaron un hito en la Historia del comunismo.

En la política exterior mundial se produjeron pocos cambios como consecuencia de los acontecimientos húngaros. Se creó, por el contrario, la conciencia de que Occidente no intervendría en Europa del Este y de que los soviéticos sí lo harían. En ese sentido puede decirse que los acuerdos de Yalta quedaron solemnemente ratificados por la práctica en este año. Pero otra cosa fue lo sucedido en la opinión pública del mundo occidental. Los partidos comunistas de Gran Bretaña, Suiza y Dinamarca sufrieron una grave crisis: un tercio de los militantes del primero se dieron de baja. En Francia, quizá una cuarta parte del mundo intelectual que apoyaba de forma más o menos implícita al Partido Comunista, se desvinculó de él. Entre quienes protestaron por la invasión figuraron personas tan significadas como Picasso, Camus y Sartre. El Partido Comunista italiano perdió una décima parte de su afiliación.

Finalmente, es necesario también referirse a las consecuencias de los acontecimientos en la propia Hungría. Kádar, como sucesor de Nagy, intentó llevar a cabo dos políticas distintas que parecían incompatibles, pero que le dieron resultado: la represión de los recalcitrantes y la negociación con los elementos considerados como recuperables para incorporarlos a su equipo. Conseguido lo segundo -lo primero se llevó a cabo con la directa intervención soviética- Kádar protagonizó una política revisionista en lo económico que permitió la diferenciación respecto al resto de los países de Europa del Este y establecer un cierto socialismo de consumo.