Época: Distensión
Inicio: Año 1945
Fin: Año 2000

Antecedente:
Estados Unidos: la polarización



Comentario

Lindon B. Johnson llegó a la presidencia con 55 años y una trayectoria política brillante. Hijo de un matrimonio mal avenido, su padre era un político un tanto zafio y su madre una persona de preocupaciones intelectuales que creía haberse casado por debajo de sus posibilidades. De extracción social modesta, el conjunto de estas circunstancias contribuyó a crear un carácter duro y un poco salvaje, necesitado de cariño y ansioso de éxito y de actividad para compensar ese pasado. Quizá, sin embargo, la herencia más importante de su infancia fue su tendencia y, al mismo tiempo, su capacidad para trascender el conflicto que demostró fundamentalmente en su relación con el poder legislativo.
Dedicado a la política profesional, Johnson llegó al Congreso en 1931 pero su verdadero éxito lo logró en el Senado a partir de su elección por su Estado natal de Texas (1948). En un principio fue un demócrata en relación estrecha con Roosevelt, pero acabó evolucionando hacia la derecha. Con el paso del tiempo utilizó la política para, a través de las concesiones de emisoras de radio, conseguir una pequeña fortuna personal. Fue líder demócrata del Senado con tan sólo 45 años y dominó esta Cámara como nadie lo había hecho hasta el momento. No era buen orador pero era capaz de manejar a las personas como pocos por el procedimiento de la adulación y la amenaza con lo que, además, superaba sus propios problemas personales. Dio la mejor prueba de su manejo del legislativo al asegurar a uno de sus colaboradores con absoluta precisión que podía convertir los proyectos de Kennedy en leyes con 27 votos republicanos. Tenía defectos evidentes -vanidad motivada por la inseguridad y tendencia a exigir sumisión de sus colaboradores más cercanos- pero profundamente despreciativo del "establishment" del Este seguía siendo mucho más liberal de lo que creyeron muchos de sus contemporáneos. No insistía en las divergencias ideológicas con los más conservadores pero tuvo siempre un sincero deseo de reforma social acompañado por una enorme capacidad de trabajo a pesar de haber sufrido un temprano infarto. De Gaulle aseguró que Kennedy era la máscara de los Estados Unidos y Johnson su verdadero rostro. Realmente había una gran diferencia entre ambos: el primero era preciso, distante y con ribetes intelectuales mientras que el segundo siempre fue emocional, expansivo y, ante todo, un político profesional.

Johnson consiguió llevar a buen término buena parte de las medidas de reforma con las que Kennedy había fracasado ante el Congreso. Lo cierto es que se vio ayudado por la exigencia de transformación existente en la propia sociedad norteamericana. En 1962 Harrington había presentado, en La otra América, el panorama de una "cultura de la pobreza" que podía no aparecer a primera vista. Estos años hubo un gran crecimiento económico -entre el 7 y el 9% en el período 1964-6- mientras el desempleo, en cambio, estuvo por debajo del 5%. Johnson consiguió que este crecimiento fuera en beneficio de todos. Durante su presidencia la minoría negra pasó del 54 al 60% de la renta de los blancos mientras el número de las familias en el umbral de la pobreza disminuyó del 22 al 13%.

El nuevo presidente empezó a desarrollar su tarea reformista pronto y con decisión. Los seis primeros meses de 1964 los dedicó a la ley de derechos civiles. Cortejó a los dirigentes del Congreso, según dijo luego, más que a su esposa en el tiempo del noviazgo. La ley pretendía la desaparición de la discriminación racial pero fue el comienzo para la desaparición también de las diferencias de trato de género.

Con este impulso inicial y con el recuerdo del trágico final de su antecesor en la presidencia resultaba ya muy probable la victoria electoral de Johnson en las elecciones presidenciales de 1964, pero sus adversarios hicieron casi todo lo posible para que tuviera lugar. El candidato republicano fue el senador del Medio Oeste Barry Goldwater, un reaccionario dispuesto a oponerse a cualquier esfuerzo del Gobierno por imponer mediante el intervencionismo federal cualquier tipo de legislación sobre los derechos civiles. Sus posibles alternativas dentro de este campo político reaccionaron demasiado tarde para impedir su victoria y durante la campaña electoral Goldwater cometió todos los errores posibles, como declarar que no tenía un cerebro de primera categoría, que el niño no tenía derecho a la educación y en muchos casos era mejor que no estudiara. Le parecía bien emplear bombas atómicas para hacer desaparecer los bosques en Vietnam y aseguraba que la moderación en la defensa de las ideas correctas no significaba ninguna virtud. Con este lenguaje se puede decir que la campaña había concluido antes de comenzar pero, por si fuera poco, Johnson se demostró un candidato pragmático y efectivo eligiendo como compañero de candidatura a Humphrey, otro candidato del Medio Oeste prestigioso por su reformismo social. La victoria de los demócratas fue abrumadora logrando Johnson hasta el 90% del voto negro.

En estas circunstancias pudo el vencedor iniciar su tarea legislativa bajo los mejores auspicios. Nunca un presidente dio semejante sensación de dominar la situación parlamentaria en tal grado como Johnson. De enero a agosto de 1965 envió 65 mensajes al Congreso proponiendo una legislación nueva. No sólo éste era más demócrata que nunca, sino que había mucha gente nueva en las filas de la mayoría. El clima de apertura hacia las reformas no sólo era patente en el legislativo sino también en el poder judicial. El Tribunal Supremo desde 1962 tomó decisiones que encantaron a muchos liberales y que incluían la inconstitucionalidad de obligar a los niños a aprender oraciones religiosas en la escuela. Presidido por Warren, creó, sobre todo, una conciencia de derechos que faltaban porque la legislación no había entrado en todos los terrenos posibles.

Los principales avances se refirieron a los derechos de la minoría negra. La ley de 1965 sobre derechos de voto supuso que el poder federal podía intervenir en el caso que los exámenes para registrar electores en los Estados supusieran la marginación de un 50% del electorado de una minoría racial. Gracias a medidas como éstas en seis Estados se pasó de un porcentaje de población negra registrada para el voto del 30 al 45%. En 1967 habían alcanzado el 50% los negros que votaban en los Estados sureños. En 1968 la delegación en la convención demócrata de Mississippi, el Estado segregacionista por excelencia, tenía ya negros. A mediados de los setenta los negros empezaron a ganar las elecciones al Congreso en los Estados del Sur.

Pero no sólo en este terreno la presidencia de Johnson demostró un excepcional impulso reformista en lo social. Pocos presidentes norteamericanos pusieron en práctica tantas ideas que hacía poco tiempo habían sido consideradas como visionarias. En educación, por ejemplo, triplicó el gasto federal. Más importante aún fue la introducción de un programa de sanidad pública. En 1965 la mitad de los norteamericanos mayores de 65 años no tenían seguro de enfermedad. El primer programa dirigido a proporcionársela - fue firmado ante Truman, quien había sido el primero en proponer la medida. Aun así -e incluido el posterior programa Medicaid-, en el comienzo de los años ochenta el 15% de los ancianos carecían de seguro médico, un porcentaje superior al de cualquier país industrializado. Durante la presidencia de Johnson se introdujo también un cambio de las leyes de inmigración que permitió la llegada anual de 300.000 inmigrantes y que, además, supuso por vez primera la posibilidad de traer a Estados Unidos a los parientes directos. Esta nueva legislación inmigratoria reflejó la actitud liberal del momento pero de ninguna manera se esperaba que el resultado a medio plazo fuera el incremento exponencial de los inmigrantes. Incluso, de una forma excepcional para lo que sigue siendo la cultura política de los Estados Unidos, se introdujeron programas destinados a ampliar la acción pública en materias en las que hasta el momento se había dejado la iniciativa a la propia sociedad. A tal propósito respondió la creación del National Endowment for the Arts y el National Endowment for the Humanities.

La espectacularidad de todas estas acciones no debe hacer olvidar, sin embargo, que Johnson fue un presidente respetado pero no amado. A diferencia de Kennedy, sus relaciones con los medios de comunicación fueron siempre malas y en el fondo de la sociedad norteamericana aparecieron pronto signos de malestar bajo la apariencia brillante de estas espectaculares medidas reformistas. El propio Johnson tuvo una marcada tendencia a multiplicar la bondad de sus propias medidas y a mostrar un optimismo exagerado y, por ello, pernicioso. En realidad, muchas de las reformas parecían insuficientes a quienes hubieran debido estar más satisfechos por ser los principales beneficiarios de las mismas mientras que nacía un profundo descontento en quienes se sentían agraviados por ellas. Este fenómeno fue denominado "backlash" -algo así como culatazo- y pudo percibirse entre los blancos pobres del Sur pero también entre los obreros industriales de la misma raza en el Norte. Algunos de estos fenómenos fueron ya visibles a mediados de los sesenta. En la propia convención demócrata de 1964 un Partido Demócrata Libre de Mississippi, formado por los negros, no consiguió convencer a sus correligionarios de la ausencia efectiva de los derechos civiles en todo el Sur de Estados Unidos. Al mismo tiempo, tuvo lugar un súbito e inesperado crecimiento de los republicanos en el Sur, lo que fue presentado -con razón- como una tendencia de futuro.

En efecto, el Sur había sido dominado por el sector más conservador del Partido Demócrata pero ahora, al convertirse en republicano dio la sensación de poder alterar el balance político del país. A mediados de 1965 empezaron a surgir problemas: los disturbios del barrio de Watts en Los Angeles demostraron que empezaba a existir entre los protestatarios, una tendencia hacia una violencia ciega mientras que algunos de los líderes negros como Malcolm X hacían bromas siniestras acerca del asesinato de Kennedy. Para los blancos pobres este género de protesta era la antítesis de los procedimientos gracias a los que podían conseguir prosperar en su propio status.

No es posible saber si todos esos factores hubieran supuesto para la sociedad norteamericana el fuerte grado de polarización que se produjo con la Guerra de Vietnam pero ése fue, desde luego, el resultado. Como ya sabemos, la intervención norteamericana allí no fue un accidente ni tampoco una extravagancia radicalmente alejada de la línea vertebral de la política exterior seguida hasta el momento. Así como Truman, en el momento más grave de la fase inicial de la Guerra fría, aseguró que "Corea es la Grecia del Extremo Oriente"; luego se localizó en Vietnam el punto neurálgico de la resistencia frente al comunismo. En la época de Kennedy se convirtió en el test que necesitaba la Administración para demostrar que era posible una "respuesta flexible" y que, además, Norteamérica estaba dispuesta a resistir al adversario. En realidad, estaba en juego la visión de toda una generación acerca de los inconvenientes de haber adoptado una actitud en exceso tolerante respecto a la agresividad totalitaria. Pero ello tuvo el lógico inconveniente de enfrentarse a un adversario que era distinto de como se le percibía, mientras que también lo eran aquellos que aparecían como aliados. Dean Acheson había afirmado que "todos los estalinistas en áreas coloniales son nacionalistas", frase que tenía el inconveniente de que podía convertirse en reversible produciendo efectos desastrosos. Al mismo tiempo, los aliados de la democracia norteamericana eran en Vietnam quienes sólo se identificaban en la sociedad norteamericana con los círculos católicos más intransigentes.

Johnson, como nuevo presidente, podía haber roto con los compromisos del precedente pero su política fue, en cambio, idéntica en parte porque coincidía con la visión de que las cesiones ante el adversario serían suicidas y en parte también porque no hubo verdadera oposición a la intervención en Vietnam. Para él "Vietnam era como El Álamo", es decir el equivalente a una resistencia patriótica en pro de la libertad, pero para muchos norteamericanos la guerra acabó siendo "la guerra de Johnson", es decir un conflicto lejano provocado por la insensatez y la ceguera de un gobernante megalómano.

Existen otros factores que explican su posición. En un primer momento, el 70% de la población prestaba poca atención a lo que sucedía en el Sudeste asiático. Para el propio Johnson la prioridad no fue nunca Vietnam: decía de sí mismo que había tenido que abandonar a la mujer que quería -su programa de reformas identificado con la "Gran Sociedad"- por esa "puta guerra". A lo sumo temía que Bob Kennedy le achacara la ruptura con la que había sido política de su hermano. No era en absoluto un entusiasta de la contención en Vietnam sino que carecía del menor interés en esta materia, a diferencia del que había sido el caso de Kennedy. No trató de provocar nuevos enfrentamientos pero tampoco trató de evitarlos y de esta manera a la tenacidad de los nordvietnamitas respondió con una escalada intervencionista que tuvo escaso resultado bélico y que acabó por deteriorar su imagen ante la opinión pública norteamericana. Tuvo la sensación de que podía mantener a la vez la guerra y la reforma social.

En un primer momento, durante 1964 y 1965, resistió la presión de los halcones que parecían movilizar la oposición más beligerante en contra de su persona. Entonces temió ser criticado no sólo por los adversarios sino por los próximos en un momento en que incluso los sindicatos estaban dispuestos a apoyar la intervención en Vietnam. Éste para Johnson no era más que "una nación de meada de hormiga", algo insignificante. Lo que le importaba era la credibilidad de Estados Unidos y a lo que creía que debía ser ésta sacrificó todo. No era un obseso de la guerra sino más bien un político que a cada momento tenía menos alternativas y que acabó encerrado en un callejón sin salida.

Tanto los bombardeos como la escalada de envío de soldados norteamericanos a Vietnam no sirvieron más que para ratificar la decisión de combatir del Norte. Kennedy había iniciado su presidencia con 685 norteamericanos combatiendo en Vietnam y la dejó con 18.000. Johnson ganó las elecciones de 1964 con tan sólo 25.000 norteamericanos en Vietnam, y elevó la cifra a un millón. Pero todo ello no sirvió de nada. No se trata aquí de abordar el conjunto de la guerra en sí misma o desde el punto de vista de las relaciones internacionales del momento sino de describir su impacto en la sociedad norteamericana. La incapacidad de Johnson para explicar la guerra derivó, en primer lugar, del hecho de que ni siquiera la consideraba necesaria. Su creencia -y la de sus colaboradores- en la eficacia ilimitada de los medios técnicos puesta a disposición de la maquinaria bélica parecía eximirle de hacerlo. Pero el adversario era como un corcho que flotaba en el agua y al que no se conseguía derrotar por más que los golpes fueran cada vez más duros. Ball, el subsecretario de Estado que fue uno de los escasos opositores iniciales a la escalada en Vietnam dentro de la Administración, acabó asegurando que enviar más tropas a Vietnam era como someter a un tratamiento de cobalto a un enfermo de cáncer terminal. Las tropas americanas combatieron bien, en especial antes de 1969, pero siempre fueron extraños luchando en una tierra desconocida por una causa que no acababan de comprender. Johnson había tenido mayorías abrumadoras a su favor en los cuerpos colegisladores al comienzo del conflicto, pero éstas acabaron desvaneciéndose de forma súbita. Cuando sucedió, no quiso plantear la cuestión en toda su crudeza ante el Congreso o el Senado. En cuanto a la opinión pública, a diferencia de lo sucedido en la Guerra Mundial o en la de Corea, la mayor parte de los jóvenes en edad de ser reclutados no entraron en combate, pero sobre un amplio segmento de la sociedad planeó la posibilidad de que así sucediera.

Es muy probable que lo decisivo de cara a la opinión pública fuera, mucho más que el temor a perder la vida, la absoluta incomprensión de la guerra y la aparente imposibilidad de ganarla. De este modo se deterioró brutalmente la imagen de Johnson, que en 1963 tenía tras de sí a ocho de cada diez norteamericanos y en 1967 conservaba sólo a cuatro. El momento decisivo fue la ofensiva del Tet en 1968 que, aunque fuera una derrota militar para el Vietcong, resultó una gran victoria de cara a la opinión norteamericana. La protesta en contra de la guerra quedó estrechamente vinculada a las demandas en el interior de la propia sociedad norteamericana. Se recordó, por ejemplo, que cuando sólo el 12% de los soldados eran negros, sufrían el 24% de las bajas. Johnson, obsesionado por el deterioro de su imagen e incapaz de comprender la protesta en las calles, acabó por no tomar mínimamente en serio a aquellos que, en su Administración, disentían de su política. En un principio, según cuenta en sus memorias, había interpretado como inevitable un cierto deterioro de su imagen por Vietnam -a Truman le había sucedido igual con ocasión de la Guerra de Corea- pero luego simplemente no entendió lo sucedido: "¿Cómo es posible después de lo que hemos conseguido?", se preguntaba teniendo en cuenta el éxito de su política interior. Nunca consiguió liberarse de Vietnam. Eso es lo que explica que otros presidentes muy criticados -incluso Nixon- consiguieran luego rehabilitar su imagen mientras que ése no fue el caso de Johnson a pesar de sus éxitos internos.

Poco más cabe decir de la política exterior de Johnson, que también se vio condenada a quedar engullida por la vorágine de Vietnam. La intervención en Santo Domingo fue criticada por parecer una respuesta excesiva a un peligro comunista en realidad inexistente y provocó paralelismos que ofrecían una imagen deprimente del supuesto o real imperialismo norteamericano. No se tuvo en cuenta, en cambio, que fue Johnson quien dio orden de detener cualquier atentado contra Castro. Los gestores de la política exterior norteamericana descubrieron con disgusto que, a la hora de la verdad y respecto al Vietnam, nada quedaba de la solidaridad entre las potencias democráticas respecto al Sudeste asiático. Ya no sólo De Gaulle sino también los británicos se mantuvieron muy distantes de la política norteamericana.