Comentario
Para albergar estos cultos, existieron desde épocas primitivas templos en forma de cabaña, como ha podido comprobarse en el santuario de Satricum, en el Lacio. Pero lo cierto es que hasta principios del siglo VI a. C. no encontramos verdaderos templos de carácter monumental, con una arquitectura peculiar y de cierto empeño; da la impresión, en efecto, de que antes no había existido la posibilidad de unificar recursos para una labor de este tipo. Ahora ya se consigue, pero tampoco se llega muy lejos: en una época en que los piadosísimos ciudadanos de la Hélade construyen imponentes templos de piedra a sus dioses, los etruscos se contentan con levantar obras de adobe y madera, aunque, eso sí, cubiertas de terracotas multicolores.
Los primeros pasos del templo etrusco, e incluso su consolidación como esquema a lo largo del arcaísmo, suponen aún un grave problema difícil de abordar. Si antes señalábamos las confusiones a que puede dar lugar la interpretación de los cimientos, habremos de añadir ahora otro detalle aún más intranquilizador: a la luz de los restos que nos han llegado, parece que los arquitectos etruscos -acostumbrados sin duda a construir muros levantando postes y después rellenando los espacios intermedios con adobe o tapial- sienten las columnatas y los muros, no como dos estructuras distintas, sino como dos meras variantes, a menudo intercambiables, de una misma estructura. Hasta la época helenística se trata de una práctica común, hasta el punto, por ejemplo, de que hoy resulta a menudo imposible decidir si un templo tiene sus costados en forma de columnata o en forma de muro, y, por tanto, si en planta ha de ser considerado como una nave flanqueada por columnatas, como tres naves paralelas o -solución también posible- como una nave con dos pasillos a los lados. Este problema se plantea de hecho ante cada templo que aparece bajo la piqueta del arqueólogo, y nunca hay acuerdo entre los investigadores.
Pese a estas incógnitas, sin duda de enorme peso, cabe por lo menos dar algunas notas que caracterizan el templo etrusco y que, desde luego, lo acreditan como una creación peculiar, ajena al templo helénico, heredera de la cabaña villanoviana, y capaz de ensayos, desarrollo y creatividad muy acusados.
En primer lugar, es característico del templo etrusco el estar colocado encima de un podio, con una escalinata por delante. La razón práctica que incitó a este planteamiento es la misma que llevó a los griegos a crear las plataformas escalonadas de sus templos: aislar del húmedo suelo la madera de las columnas y el barro de los muros; pero podemos decir que esta base realzada no siempre existió: el templo de Poggio Casetta (Bolsena), acaso el más antiguo que nos ha llegado (principios siglo VI a. C.), aún carece de él, al levantarse sobre dura roca.
Otro elemento esencial es la importancia de la fachada a expensas de los lados y de la parte posterior. Salvo en casos manifiestos de helenización -como el templo menor (o Templo B) de Pyrgi, de h. 500 a. C.-, no existe nunca columnata por detrás, y tiende a haber en la parte anterior dos o tres filas de columnas, no siendo nunca más de una en los costados del edificio.
Menos generalizado, pero bastante corriente también, es el hecho de que el templo etrusco, tras la columnata, sólo muestre una sala, la cella, con la estatua del dios, y no la sucesión de habitaciones (pronaos, naos, etc.) típica del templo griego. A cambio, por lo menos desde fines del siglo VI a. C., parece desarrollarse el templo de tres cellas yuxtapuestas, acaso a raíz del éxito que alcanzó el templo de Júpiter Capitolino en Roma. Pero, como hemos señalado, es a veces imposible decidir si, en vez de cellas laterales, no nos hallamos ante las llamadas alas, limitadas hacia el exterior por muros o columnas. Incluso se ha planteado en ciertos casos la posibilidad de naves laterales que abriesen directamente a la central, como en el esquema de liwan que citábamos en los edificios palaciegos.
Para el alzado del templo, finalmente, no nos queda más remedio que acudir al siempre discutido texto donde Vitruvio nos describe, orgulloso de sus orígenes itálicos, lo que él considera el prototipo del templo toscano (De Architect., IV, 7). Allí, además de darnos normas para las proporciones de la planta, en el caso de que el templo tenga tres cellas, nos señala cómo se construye la columna etrusca (muy parecida a la dórica, pero sin estrías y con una base semejante al capitel invertido), y cómo se coloca el arquitrabe, con todos los maderos que componen, por encima, el tejado a dos aguas. Ilustrando su texto con algunas maquetas votivas halladas en Etruria y el Lacio, puede hoy imaginarse uno perfectamente los tejados bajos, de anchos aleros, cubiertos profusamente de tejas, acróteras, antefijas y otras placas decorativas. Sin duda, lo más ostentoso de estas estructuras eran esos revestimientos, que protegían todas las maderas: había, como en los palacios, frisos y esculturas, y además, en la fachada, un tejadillo sobre el arquitrabe y una gran placa de terracota sobre el extremo de la viga maestra o columen.
Todos estos elementos de la superestructura, que alegraban las acrópolis etruscas a la vez que daban sensación de estabilidad y peso al templo, caerán siglos más tarde al entrar las modas griegas; pero el podio y los elementos estructurales más característicos habrán de pervivir para siempre en el templo romano clásico: sin duda constituyen el hallazgo de la arquitectura etrusca destinado a más larga trayectoria.