Comentario
Los primeros ejemplos de esta dicotomía pueden apreciarse ya antes del 400 a. C. Etruria queda prácticamente ajena a la gran aventura del Siglo de Pericles; sus artesanos, machaconamente, repiten pliegues, peinados y caras que en Grecia sólo habían supuesto un hito rápidamente superado. Tan sólo la línea comercial del Tíber, prolongada a través de los Apeninos por la llanura del Po y sus puertos, muestra ciertas excepciones a la regla. Son éstas de gran calidad -se ha supuesto la presencia de artistas griegos huidos de la Guerra del Peloponeso-, y su mejor exponente, en Veyes y Chiusi, y sobre todo en Orvieto y Faleries, son varias esculturas de terracota destinadas al adorno de templos.
Algunas de estas obras son justamente recordadas por su perfección, por ejemplo, las figuras que decoraban el Templo del Belvedere en Orvieto, y que pudieron incluso componer un frontón -primer caso de tal elemento arquitectónico que conozcamos en Etruria-, y, sobre todo, la bella cabeza de Tinia (el Zeus etrusco) hallada en un templo de Faleries: su estilo fidíaco -grandes ojos planos, rizos de la barba- casi denuncia la presencia de un conocedor directo del Partenón.
Frente a estas piezas aisladas, la tradición más puramente etrusca nos muestra sus primeros signos de evolución interna. Estos se desarrollan sobre todo en el campo iconográfico -apenas nada en el estilístico-, pero resultan tan fértiles para el futuro que es obligatorio detenerse en ellos.
En Chiusi y sus alrededores, por ejemplo, hallamos todavía urnas de terracota en forma humana, con la cabeza concebida como tapadera; pero en ocasiones estas obras de estilo severo muestran al difunto, no aislado o con su esposa, sino con la deidad fúnebre Vanth, una dama alada y taciturna. Estamos en los comienzos de un filón que pronto se irá descubriendo, y que sustituirá las banalizadas descripciones de banquetes fúnebres por extrañas escenas del viaje al más allá, incluida la recepción que dan a los recién llegados los dioses y genios de ultratumba. Un primer anuncio de esta iconografía, fechado hacia el 450 a. C., acaba de aparecer en un hipogeo recién descubierto de Tarquinia, el de los Demonios Azules: en él, seres horribles, como Carontes griegos deformados, se le aparecen al difunto que camina hacia el reino de los muertos.
También a fines del siglo V a. C., y de nuevo en el seno del arte funerario -como no podía ser menos entre los etruscos-, hace su aparición otro tema nuevo, y destinado a una vida aún más larga, pues constituirá uno de los puntales del arte romano: nos referimos al relieve conmemorativo. En un sarcófago de caliza hallado en Caere, por debajo del barbado difunto que yace sobre la tapa, atrae nuestra atención un largo friso: en él, el mismo hombre y su esposa caminan precedidos por músicos y seguidos por un carro de dos caballos. Ignoramos el sentido de esta marcha (cortejo nupcial, marcha al más allá, paseo de dos aristócratas con su servidumbre), pero se nos antoja el punto de partida de una serie de cortejos que proseguirá sin interrupción hasta los del Ara Pacis de Augusto.
Cabe observar incluso, inmediatamente, las características principales de este tipo de representación: un cierto retratismo -aún incipiente, desde luego, pues se reduce a la barba del protagonista-; composición paratáctica -los personajes se yuxtaponen, siguen unos a otros sin crear una estructura evolutiva trabada-, y (aunque esto es menos importante) jerarquización de tamaños -los siervos que llevan la biga son más pequeños que el resto de los personajes-. Sin duda se trata de convenciones populares muy extendidas por todas las culturas -incluida la propia plástica popular griega del clasicismo-, pero el ambiente itálico sabrá elaborarlas con tal refinamiento que convertirá el relieve honorífico en un género mayor.