Comentario
Los tetrarcas consiguieron, en un período relativamente breve, disipar todas las amenazas que se cernían sobre el imperio. Constancio puso en fuga al usurpador Carausio; pasó a la Inglaterra dominada por él y entró en Londres victorioso en el 296. La frontera del Rhin rechazó con prontitud el asalto de los alamanos, lo que dejó libre a Maximiano para aplacar en Africa una revuelta de los moros en 298. El César de Oriente, Galerio, limpió de sármatas las llanuras de Hungría y detuvo a los cárpatas y godos en el Bajo Danubio. Por último. Diocleciano en persona reprimió en Egipto las aspiraciones del pretendiente Aquiles; a continuación, en Asia, se rehizo de la derrota sufrida por Galerio, expulsando a los partos de Mesopotamia y organizando una provincia fronteriza de Armenia. Hacía tiempo que Roma no alcanzaba éxitos tales. La Tetrarquía daba pruebas de eficacia. Pero la coordinación de las operaciones, los movimientos de tropas de un extremo a otro del imperio, la uniformidad de los campamentos y defensas, demostraban que los cuatro jefes supremos del Estado seguían las directrices de uno de ellos, Diocleciano. Una enérgica reforma administrativa que militarizó a toda la burocracia palatina, permitió, no sin sacrificios de los contribuyentes, allegar los fondos necesarios para el formidable auge de las obras públicas.
En el año 304, sin deponer el título de Augusto, que le permitía seguir desempeñando su papel de dios (Iovius llamaba; como Maxiamiano, Herculius), Diocleciano abdicó de sus funciones y se retiró al palacio que desde hacía unos años venían construyendo, para él y para su culto-religioso, arquitectos y operarios de Oriente. El emplazamiento era un lugar solitario en la costa de su patria dálmata, en la ribera azul del Adriático. Fiel a su pasado de militar, Diocleciano se recluía en un palacio-fortaleza, un castellum, amurallado y guarnecido de torres defensivas, en sus cuatro ángulos, en sus tres portales y en los lienzos intermedios. La entrada principal, al norte, la Porta Aurea, aún conserva hoy parte de su esplendor original.
Las coordenadas interiores de este Escorial del siglo IV son las vías campamentales clásicas, el cardo y el decumano. De las cuatro casillas resultantes, las dos del norte están dedicadas a la guardia y a la administración; y las dos del sur, al palacio, al mausoleo y al templo del culto imperial. Es curioso cómo los amos del mundo, paganos o cristianos, tienden a unificar, dentro de un sólido y enorme edificio, su residencia, su sepultura y la memoria de su persona, aficiones y devociones.
En el sector sur, entre el palacio y la vía decumana, dos grandes patios, uno a cada lado de la vía cardinal, abrían a ésta las arquerías de sus hermosos pórticos, conservadas aún en la actualidad. El patio del oeste correspondía al templo próstilo de Júpiter-Iovius. El del este, al suntuoso mausoleo del emperador, un períptero de planta centrada octogonal. No cabe duda de que, hasta la fecha de su muerte en el 313, Diocleciano recibió en este palacio las mismas atenciones que si fuese, no un hijo, un vicario o un representante de Júpiter, sino Júpiter en persona. El castigo de quien se negaba a reconocerlo así en toda la extensión del imperio, era la prisión o la muerte. Los cristianos de Siria y de Africa fueron los más afectados por la represión.
La zona del cardo flanqueada por los pórticos de estos patios, compromiso entre una calle y un peristilo de entrada, se encontraba a más bajo nivel (tres escalones) que el resto de la vía, como si se anticipase a la escalera de bajada al pasadizo que por debajo del palacio llevaba al embarcadero del mar. El pórtico de entrada al palacio formaba, con los de los patios perpendiculares a él, un original peristilo. Su diseño respondía a un prototipo oriental, conocido ya desde el siglo II (v. gr. en el Templo de Adriano en Efeso) y denominado frontón sirio, caracterizado por un arco de medio punto (o mejor, una arquivolta) en el intercolumnio central, que interrumpe la horizontalidad del arquitrabe.
Una galería de 160 metros de longitud, interrumpida en el centro por una logia de frontón sirio y rematada por otras dos a los extremos, permitía a cualquier hora y bajo cualesquiera condiciones atmosféricas, pasear y disfrutar de la vista del mar en la fachada sur del palacio.