Época: Bajo Imperio
Inicio: Año 1 A. C.
Fin: Año 1 D.C.

Antecedente:
El Bajo Imperio

(C) Antonio Blanco Freijeiro



Comentario

El templo romano tradicional, albergue de uno o de varios dioses, no se adaptaba a las necesidades del cristianismo. No lo había hecho tampoco a las del mitraísmo ni a las de los cultos egipcios, todas ellas religiones que ofrecían al hombre la esperanza de la salvación eterna de su alma. La liturgia, no la imagen sagrada, era para ellas el primer requisito. Pero en cambio, la arquitectura romana brindaba elementos y posibilidades para que todas ellas encontrasen respuesta a sus necesidades una vez obtenido el reconocimiento oficial y la autorización para la libre práctica de sus cultos. El cristianismo fue el último en conseguirlo, pero cuando lo hizo, merced a Constantino, asumió ya en la sociedad romana un papel rector que no ha perdido nunca en el curso de la historia. Por haber hecho de él la religión oficial del imperio, aun sin suprimir las otras como no ocurrió hasta fines del siglo IV, Constantino tiene el relieve de un revolucionario de primer orden en la historia del mundo.
El reconocimiento fue acompañado de una ayuda económica pasmosa, que permitió al cristianismo pasar de religión sin templos a la posesión de los mejores y más suntuosos que en el siglo IV se levantaron en toda la extensión del imperio. La arquitectura romana estaba en condiciones de satisfacer todas sus demandas, pues no en vano la gran mayoría de los fieles eran ciudadanos romanos, hechos a las formas y tradiciones romanas.

Lo mismo la incipiente iconografía religiosa, que aparte de sus símbolos -la cruz, el crismón, estampado ya en monedas de Constantino aunque no en el famoso arco conmemorativo de su victoria en el Puente Milvio- venía adoptando ya a lo largo del siglo III imágenes paganas susceptibles de interpretatio christiana, v. gr. el Sol en su cuadriga como imagen de Cristo triunfante, el Crióforo como Buen Pastor, los filósofos y sabios de Grecia como Apóstoles del Señor...

El culto cristiano necesitaba en primer lugar que el templo diese cabida a todos los actos de la liturgia y asiento a todos sus fieles. Su centro había de ser el altar, objeto que en el culto pagano se hallaba fuera del templo de la estatua. Estos y otros requisitos, como la predicación, la lectura, la administración de los sacramentos, etc. exigían un edificio grande y cerrado, con una esmerada instalación interior, y una simple y austera apariencia exterior, que ya no sorprendía entonces, pues como hemos comprobado, la arquitectura se preocupaba más del espacio interior que de la envoltura de ese espacio.

El modelo de templo que mejor respondía a las exigencias de la iglesia triunfante era un edificio civil como la Basílica Ulpia, con sus cinco naves y sus dos cabeceras absidadas. Suprimida una de éstas para dar al edificio un centro focal en una cabecera única, se tenía mucho adelantado. Faltaba algo, más simbólico que funcional: la nave transversal y el arco de triunfo que ponían el edificio bajo el signo de la cruz, y así nació el crucero, novedad trascendental en la arquitectura cristiana. Las basílicas constantinianas de Roma, el Laterano y San Pedro, se mantuvieron incólumes hasta la Edad Moderna en que fueron derribadas para hacer sitio a otras más acordes con el gusto de los tiempos. Sólo Santa María la Mayor y Santa Sabina constituyen ecos tardíos de las primeras y magníficas iglesias de la ciudad de Roma. Parte de lo que hoy vemos en Santa María la Mayor es obra de Sixto III (432-440), mientras que Santa Sabina se remonta al decenio 400-410 en sus primeros tiempos.