Comentario
Esta última opinión se fundamenta en el gran número de iconos conservados de la etapa final bizantina cuando, realmente, las tablas pintadas eran dominantes. Pero no había sido así siempre, especialmente en la época de la dinastía macedónica -867/1056- cuando fue utilizada una gran variedad de soportes y técnicas. El oro y la plata fueron empleados abundantemente para realzar el esplendor de los pequeños mosaicos. Las esculturas de mármol y marfil desempeñaron un papel destacado, aunque se prefería el relieve plano al objeto de mitigar la corporeidad pronunciada. Y el esmalte cloisonné fue apreciado especialmente, debido a su doble dimensión y translucidez, pues ayudaba a los artistas a representar un cuerpo desmaterializado.
El icono en su origen fue un simple recuerdo, la imagen de una persona que por su testimonio de vida cristiana era merecedora de recuerdo. Este retrato se colocaba, por lo general, sobre su sepulcro, con el fin de perpetuar su memoria, al igual que ocurría en el mundo funerario greco-egipcio, y de manera que el peregrino pudiera contemplar la figura ejemplar del que había triunfado testimoniando su fe.
Pronto circularon retratos de la Virgen y Cristo, considerados por la tradición como auténticos y atribuidos a san Lucas. Ya en el siglo VI, los iconos pasaron de evocar una figura a convertirse en objetos de culto, como lo eran las reliquias a las que aparecían asociados, transformándose en algo operativo. Adquirieron un valor místico. De esta época son los iconos más antiguos que nos han llegado; son, en buena medida, obras aisladas, originarias de Palestina, la provincia donde se ubicaba el monasterio de Santa Catalina del Sinaí y tanto por la época -VI-VII-, como por la técnica -encáustica-, aparecen influidos por la estética circundante. Los principales temas, como cabía imaginar, son los relativos a Cristo, san Pedro y la Virgen entre ángeles; a éstos se añadieron los santos más queridos, como Sergio y Baco, hoy en el museo de Kiev.
Así se hicieron presentes en todas las partes del Imperio y en todos los ámbitos sociales, en iglesias, casas particulares o lugares públicos. Incluso podían llevarse colgados al cuello. Se rezaba ante ellos y se utilizaban como objetos profilácticos. Por eso el emperador Heraclio puso imágenes de la Virgen en los mástiles de sus barcos. Y para celebrar su triunfo sobre los persas, encargó un juego de nueve platos encontrados en Chipre, que al incorporar el tema de David, establece una referencia tipológica vinculada al emperador triunfante. Por otro lado, monumentales iconos fueron colocados en el interior de la iglesia de san Demetrio de Salónica, con motivo de su redecoración. Estos iconos, presentan a los siempre acosados fieles con su santo querido, a quien podían dirigir sus plegarias para obtener la salvación. Su fe en los poderes sobrenaturales de San Demetrio, se revela claramente en una recopilación de milagros hecha en el siglo VII.
Este culto idolátrico llegaría al paroxismo en el ámbito catastrofista del siglo VII, en el momento en el que el enemigo pone cerco a la propia Constantinopla y reduce el Imperio a la mitad. Nace entonces la inagotable leyenda de los iconos que hablan, lloran, hacen milagros, atraviesan el mar, vuelan por los aires y se hacen descubrir en lugares de Teofanía. Cuando los ávaros sitiaron la ciudad, un retrato de Cristo fue utilizado como talismán y llevado por las murallas en solemne procesión por el Patriarca. En el año 717, cuando los árabes volvieron a sitiar la ciudad, la imagen de la Madre de Dios Hodegetria, una obra atribuida a san Lucas, fue asimismo paseada alrededor de la muralla.
Este carácter se transmitiría a los nuevos pueblos ganados para la ortodoxia. En 1155, el príncipe Andrei Bogolinbski, al pasar desde Kiev a la región de Suzdal, llevó consigo el famoso icono de la Madre de Dios -la Virgen de Vladimir- que se veneraba en Vysgorod, cerca de Kiev. Este icono de Constantinopla fue adornado con oro, plata, perlas y piedras preciosas por encargo del príncipe y le acompañó siempre en las expediciones militares. Al icono se atribuyeron siempre sus victorias, convirtiéndose en el protector del príncipe, del pueblo y del Estado ruso. Y a partir de 1395, cuando fue llevado a Moscú y ese mismo día Tamerlán se retiró de la ciudad, su prestigio como objeto milagroso se prolongaría durante siglos.
Una reacción contra el creciente abuso de los iconos llegó finalmente bajo los emperadores iconoclastas, famosos por sus éxitos militares. León III, más conocido como el Isáurico, fue el hombre providencial que logró romper el sitio de Constantinopla -717-18- y alejar a los árabes más allá de la meseta de Anatolia. Su hijo Constantino V, hizo retroceder el escenario de la lucha hasta Siria, Mesopotamia y Armenia. Esto coincidió con la caída de la dinastía Omeya y el traslado de la capital árabe, de Damasco a Bagdad. A partir de entonces la guerra no cesó, pero se limitó a incursiones fronterizas, repetidas un verano tras otro.
Estos emperadores, al aumentar la seguridad del Imperio y eliminar el ambiente de derrota y desesperación, estuvieron en condiciones de imponer el criterio, profundamente arraigado en el pasado cristiano, de prohibir los iconos figurativos en los recintos bizantinos a partir del año 726. Como siempre había habido una corriente de oposición al uso de iconos en la Iglesia Cristiana y como la Iconoclastia fue un movimiento contemporáneo de rechazo del arte religioso figurativo en el mundo judío y en el musulmán, es razonable interpretar la prohibición de imágenes en Bizancio como un movimiento religioso genuino, como un intento positivo de provocar un arte cristiano no figurativo.
Por todas partes, las imágenes fueron reemplazadas por símbolos o por pinturas profanas y las imágenes de Cristo o la Virgen, serán sustituidas por una cruz. Así ocurre en la iglesia de Santa Irene, reconstruida por Constantino V, que adornó el ábside con una gran cruz sobre un fondo dorado. En la iglesia de Blanquernas, Constantino hizo representar "árboles, pájaros de todas las especies y animales, rodeados de enredaderas de hiedra, donde se mezclan grullas y pavos reales". Trataba de colocar en primer plano el simbolismo y el naturalismo del cristianismo primitivo, pero no pudo evitar las acusaciones de los iconófilos que le acusaban de haber convertido las iglesias en "una pajarera y un jardín".
Hubo, en cualquier caso, un arte subterráneo afecto a la tradición anterior como lo ponen de manifiesto los salterios del siglo IX con ilustraciones marginales, particularmente el salterio Chludov, que hoy se conserva en el Museo Histórico de Moscú. Sus miniaturas, aunque posteriores al año 843, parecen reproducir ilustraciones satíricas creadas por manifiestos antiiconoclastas.
La Iconoclastia fue declarada herejía en el II Concilio de Nicea, en el año 787, pero retornó como política imperial en el 815. Fue finalmente restaurada la ortodoxia en el año 843. El primer domingo de Cuaresma, una solemne ceremonia señaló el restablecimiento del culto a las imágenes. Este hecho es celebrado por la Iglesia oriental como la Fiesta de la Ortodoxia. Los estudiosos modernos han valorado este acontecimiento como una victoria del helenismo sobre el orientalismo de los iconoclastas; sería más correcto decir -Mango- que lo que triunfó, no fue tanto el helenismo como el concepto del Imperio cristiano pre-iconoclasta. Para los contemporáneos, la supresión del iconoclasmo -la última gran herejía- representó la consecución del perfecto mundo cristiano y ello implicaba la noción de renovación, no en el sentido de creación del algo nuevo, sino de reconstitución de lo antiguo, esto es, el Imperio de Constantino y Justiniano. Esta renovación estaba reservada a los gloriosos reinados posteriores de Miguel III y Basilio I.
La crisis iconoclasta, por lo demás, purificaría la función y significado del icono al precisar que si estaba pintado correctamente, es decir, si reproducía modelos cuya autenticidad estaba garantizada por la tradición, el icono se convertía en reflejo de su prototipo divino y participa de su santidad. Es el espejo en el que se refleja el mundo invisible: es existencialmente idéntico a su modelo, a pesar de ser diferente en su esencia. Venerar el icono es identificarse con él y recibir su Gracia. Al igual que la liturgia no es una representación escénica, sino la presencia aquí y ahora de la Pasión, el icono vuelve personalmente presentes las santas hipóstasis.
Sobre esta doctrina, de la cual san Teodoro Studita dirá que es "inteligible solamente a la piedad e inaccesible a los oídos profanos", se construirá el sistema clásico de la pintura bizantina; afectará, en consecuencia, a la formación y práctica común de los pintores bizantinos en los siglos venideros. Así cabe entender la carta de Manuel Raoul al pintor Gastreas de hacia 1360: "Dado que la mano del pintor posee sagacidad y es hábil en imitar la verdad, yo también tengo necesidad de tu Sagacidad para un icono de la venerable y gloriosa Dormición de la purísima Madre de Cristo Nuestro Salvador; todo lo más cuanto que yo recuerdo tu muy considerable celo a este respecto cuando, no hace menos de veintiséis años, andabas buscando una pintura exacta de esto, y a menudo, por las mañanas, te trasladabas a Tavia Alta para reproducir los antiguos iconos que allí se conservan. Por esta razón deseo que me concedas lo que estoy buscando según los adecuados honorarios".
Cuatrocientos años más tarde, las cosas no habían cambiado demasiado, de acuerdo con lo que nos cuenta Dionisio de Furna: "Sabed, estudiosos discípulos, que si queréis consagraros a esta ciencia de la pintura, es necesario que halléis a un sabio maestro, que os la enseñará en poco tiempo, si os dirige como nosotros le indicamos. Mas si solamente halláis a un maestro cuya instrucción y arte no sean perfectos, intentad hacer lo que yo hice, es decir, estudiad algunos originales del célebre Manuel Panselinos. Trabajad así un largo tiempo y esforzaros, como ya hemos dicho, hasta que lleguéis a captar las proporciones de ese pintor y los caracteres de sus figuras. Id después a las iglesias que él pintó y sacad antiboles del modo que se indica más abajo. No comencéis vuestra obra al azar y sin reflexión; actuad, antes al contrario, con la fe puesta en Dios y con piedad en este arte, que es una cosa divina".
No es extraño que esta Guía de la Pintura del monje Dionisio de Furna, cuya redacción no es anterior al siglo XVIII, pudiera ser atribuida por su primer editor y por toda una generación de bizantinistas al siglo XIV. El estilo evolucionaría, pero los procedimientos serían siempre los mismos.